Lo sabía, pero no lo admitía. Era demasiado amargo para alguien como ella, que había vivido poniéndole el pecho a las balas permanentemente. ¿Cuántos obstáculos había traspasado? Innumerables. Pero... antes. Ahora se le hacía un mundo cualquier pequeña cosa.
Algo ―sin embargo―, estaba en orden, de acuerdo a lo que había sido su voluntad: hacer feliz a su hombre; ése que había llegado a su vida a una edad en que muy pocos esperan algo más. Cuando él se cruzó en su camino, ella supo que era ése, después de varios fracasos, el único... el verdadero amor.
No le fue fácil, pero lo logró. Tuvo que pedirle espacio, oportunidad... y él ―casi a regañadientes―, se los dio: Se despojó de sus creencias tan arraigadas sobre la "ventaja" que pueden dar diez años de diferencia a favor de una mujer, se despojó de su experiencia de vida... y la aceptó.
Ella era lo que él necesitaba: alguien que le permitiera hacer su vida... así de simple. Y ella estaba acostumbrada a vivir... y dejar vivir.
Fueron felices, si se tiene en cuenta la voluntad de ella y la necesidad de él.
Pero él, acostumbrado a carencias, se emborrachó de libertad e hizo buen uso de ella, pero... ―como todo ser en condiciones de aplicar su poder―, traspasó los límites y empezó a apretarla, a obligarla ―sutilmente― a vivir únicamente para él.
Todo habría estado bien, porque ella no tenía otro norte más que la felicidad de su amor. Pero él comenzó a enumerar sus beneficios: ella lo rejuvenecía, ella le hacía bien, ella era la razón de su existencia jovial... a pesar de sus años.
Y detallaba sus condiciones físicas, sin importarle que eran muy diferentes a las de ella. Lo que él podía, ella no lo conseguiría jamás, aun con diez años menos.
Las disertaciones al respecto se volvieron tremendamente dolorosas para ella... pero él no lo notaba. Decía ―haciendo gala de su poder―, que ella estaba obligada a sobrevivirlo, para sostenerlo y acompañarlo en el último momento, y así dejar este mundo sintiéndose feliz.
Mariana sufría... mucho. Porque el verdadero amor es eso: sufrimiento. Quería consolarse y pensaba en el refrán: "No hay mal que dure cien años, ni cuerpo que lo resista". Siempre le había parecido irónico... como si quien lo creó hubiera querido especificar una triste realidad.
"No hay mal que dure cien años..." ―se repetía―, esperanzada en que algún día, él dejara de hacerla sufrir... aunque ya llevaban veinte años...
Pasaron veinticinco... y todo seguía igual. Entonces se dijo: "...ni cuerpo que lo resista". Y contraviniendo los "decretos" de su amado, sin permiso y sin más vueltas, se murió.
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