El encendedor |
Divorciada, joven, optimista, positiva, Elena tenía fuerza suficiente para continuar su vida sin miedos. Un empleo aceptable y seguro, le daba cierta comodidad, sin excesos pero suficiente. Disponía de su tiempo libre, dedicándolo a frecuentar a sus amigos, al deporte, a la lectura. Sin embargo, atravesaba un momento complejo… Se había enamorado de un hombre casado. |
Estaba viviendo una situación que se daba de patadas con el concepto que siempre había tenido sobre una relación de pareja. No le importaba analizar en qué lugar se encontraba; ser "la segunda", o "la primera" no era problema… Lo que no encajaba con su personalidad era ser "la otra". Y para colmo, teniendo toda la libertad del mundo, estaba obligada a esconderse. Tenía que darse un tiempo -prudencial pero corto- y esperar que él definiera las cosas… para un lado o para el otro. No estaba dispuesta a ejercer ninguna clase de presión, y eso la obligaba a armarse de paciencia. Tampoco le resultaba saludable meditar sobre el asunto, entonces intentaba ocupar su tiempo libre al máximo. Salir de compras con una amiga, pasar una velada en un bar con un grupo, ir al cine con un amigo; eran entretenimientos doblemente satisfactorios para ella. Disfrutaba el valor propio de cada uno de esos momentos y además, tenía la oportunidad de contarle a él lo bien que lo había pasado sin su presencia, en compañía de otras personas. Le había notado cierta molestia contenida cuando la escuchaba pormenorizar los detalles de sus diversiones, por lo que se propuso utilizarlas para provocar un desenlace más rápido al problema que la aquejaba. Con tantos amigos cómplices, no le resultó difícil encontrar más de uno dispuesto a tomar un café con ella a la salida de la oficina, eligiendo lugares visibles, en el camino que él tuviera que recorrer de vuelta a su casa. Tampoco desechaba invitaciones para cualquier reunión, por menos atractiva que le pareciera. El plan era tener algo verdadero que contarle o que mostrarle a él. Así fue que asistió al cumpleaños de Mireya. Sería en Pocitos, en un lugar de moda que Elena no conocía. Aunque la concurrencia pertenecía justamente a la clase social en que se sentía menos cómoda, habría baile y diversión. No lo pensó dos veces. El boliche estaba en la calle Benito Blanco, cerca de Bulevar España. Era una casa antigua, adaptada sin mucho esmero para hacer las veces de club nocturno: un barcito con mostrador y bancos altos en el tradicional patio embaldosado; música de discoteca; las habitaciones amuebladas con sillones, sillas y mesitas ratonas; y el clásico sistema de iluminación graduable. De la concurrencia, la mayor parte eran desconocidos para Elena, salvo un grupo de la oficina formado por varias mujeres y dos hombres. La joven agasajada -a saber- no tenía pareja. Sin embargo, a poco de empezar el baile su situación había cambiado. Lo mismo fue ocurriendo con las demás, y Elena se dio cuenta que los únicos ajenos al ambiente que se estaba formado, eran sus dos compañeros de trabajo y ella. Optó por sentarse con ellos en los taburetes del bar. Detrás del mostrador, un hombre joven oficiaba de barman, iluminador -o más bien oscurecedor- disk jockey, y evidentemente, también de encargado. Uno de sus compañeros cabeceaba de sueño mientras Elena bailaba con el otro. Un poco alegre por el alcohol, su compañero de baile no cesaba de piropearla. Si bien no hubo desplante alguno que la hiciera sentir incómoda, cuando se ofreció a llevarla en taxi hasta su casa, Elena prefirió excusarse. Compartirían el coche con dos compañeras más, y ella sabía muy bien dónde vivía cada uno. Era obvio que irían quedando todos por el camino; la penúltima sería ella y el último el bailarín. Pensó que era mejor no provocar situaciones embarazosas, dijo que iba a esperar a Mireya y se quedó. El cantinero había destapado una botella grande de Seven Up, que compartía con ella mientras conversaban. Elena observó que no había nadie bailando, pero el hombre no se había movido a abrir la puerta desde que salieron sus compañeros, por lo que era de suponer que los demás estaban adentro, vaya a saberse dónde y haciendo qué… Prefirió no preguntar y esperar que apareciera la del cumpleaños para emprender la retirada. Cansado de estar parado tantas horas, el cantinero le propuso sentarse en la salita contigua, ahora justamente que ya no tenía clientes que atender. Accedió. Se sentaron frente a frente. Sobre la mesita ratona que los separaba, ella puso su cartera, la cajilla de Nevada y el encendedor, un Zippo original que tenía grabadas sus iniciales, comprado en una joyería uno de esos días en que miraba vidrieras con intención de regalarse algo. La iluminación del ambiente no era mucha, pero alcanzaba para distinguir el mobiliario y las características de la habitación. Habían hablado de los compromisos sentimentales de ambos sin mucho detalle. Él no tenía pareja, y ella "tenía novio". De repente, el cantinero arremetió: -Tengo ganas de besarte -dijo en tono decidido- -Ni se te ocurra intentarlo -respondió seriamente Elena- -¿Por qué? -insistió el hombre- ¿Qué va a pasar si lo hago? -Bueno… lo más probable es que rompamos todo… Él se levantó, y pasando por encima de la mesita, prácticamente se le abalanzó. Elena estiró los brazos para detenerlo pero él le ganaba en fuerza y era evidente que estaba dispuesto a forcejear para lograr su propósito. Rápida, arrolló una pierna hasta el pecho y apoyando el pie en el abdomen del atacante, la estiró con fuerza. Sintió el crujir del taco alfiler al partirse, y el estruendo del hombre al caer de espaldas sobre las sillas que había más atrás. -¿Así que querés romper todo, nomás? -dijo enfurecido- ¡ahora vas a ver cómo rompemos todo! Con una mano apretándose el vientre dolorido se incorporó, cubriendo la única salida. Levantó una silla y acometió contra Elena, que empezó a pedir auxilio a los gritos, esquivando los embates y protegiéndose entre los sillones, a sabiendas de estar alejándose cada vez más de la salida. Ya la tenía acorralada en un rincón, y hacia ahí apuntó, lanzándole la silla, que a su paso arrastró una lámpara de pie y descolgó un cuadro de la pared, provocando un ruido considerable. Seguía llamando a Mireya y pidiendo ayuda, pero nadie se acercó. El hombre, desencajado, se armó otra vez, ahora con un banco, acercándose al rincón del que Elena ya no tenía escape posible. Sólo una mesita ratona y cuadrada la separaba del energúmeno, que había tomado el taburete con ambas manos, levantándolo para asestar un golpe desde arriba. Se dio cuenta que la única forma de salir de ahí por sus propios medios era venciéndolo, y para eso… tenía que sacrificar en parte su integridad física… Miró la mesita, se quedó de pie frente a ella, esperando al atacante de perfil. Firme y con las piernas abiertas, cuando el hombre bajó la silla sobre ella, sólo se inclinó lo suficiente para aprovechar la altura a la que lo llevaría el impulso. Sintió el impacto en su hombro izquierdo y sin ceder al dolor, levantó la mesita y la estrelló con todas sus fuerzas sobre la cabeza del hombre, antes que pudiera incorporarse. Lo dejó en el suelo, boca abajo… no se movía. En plena crisis de nervios, tomó su cartera y salió de la pieza buscando la salida. Ya no gritaba pidiendo ayuda, vociferaba improperios contra todos los presentes, que en algún lugar del edificio continuaban, inmutables, su quehacer. Llegó a tientas a la puerta, por el corredor en penumbras. Giró la llave y salió dejándola abierta. Corriendo como pudo con el taco roto, llegó a la parada de taxis de Bulevar España y se metió dentro de uno. -¡Vamos! -de dijo al chofer- -¿A dónde? -fue la pregunta- -¡¡¡Vámonos de acá!!!, ¡¡¡rápido!!! El taxista arrancó y condujo dos cuadras antes de volver a preguntarle a dónde quería que la llevara. Elena se miró la facha. La blusa de seda abierta, con los ojales rasgados, despeinada, sudorosa, desencajada, temblando. Por un instante pensó pedirle que la llevara a la Seccional Décima a denunciar el ataque, pero desistió. No podía darle intervención a la Policía sin saber qué había pasado con aquel hombre… ¿solamente lo había desmayado?… bien podía estar muerto. Por otra parte, Mireya y varios integrantes de la élite de la oficina estaban todavía allá adentro, evidentemente drogados y de gran orgía… A esa gente un incidente de éstos les derrumbaba la carrera. Le dio la dirección de su domicilio y continuaron sin mediar palabra durante el viaje. Cuando se desvistió, descubrió los hematomas de su cuerpo. Se dio una ducha caliente y se acostó. Tenía que descansar al menos, aunque no pudiera conciliar el sueño. Encendió la radio, escuchó los informativos de Montecarlo cada media hora… Si el cantinero estaba muerto darían la noticia… Los integrantes de la fiesta no eran problema; así como no acudieron en su ayuda, también habrían desaparecido a tiempo de no involucrarse y no corría el riesgo de que la acusaran. No obstante, en pocas horas vendrían por ella: allá adentro había quedado el Zippo con sus iniciales, en medio de la sala destruida. Tampoco el domingo los informativos mencionaron el asunto. Se sintió aliviada… había sido un buen golpe, nada más. El tipo ya estaría pronto para otra… El lunes en el trabajo, el ambiente estaba normal, como siempre. No había indicios de que el episodio se hubiera comentado. Cuando se encontró con él, no le mencionó lo ocurrido. Pensó que la idea de fomentar sus celos era bastante rudimentaria, y había comprobado que los procedimientos necesarios podían ser muy peligrosos. No era cuestión de mejorar el estado civil a costa de la vida. Su tiempo prudencial se había agotado. Sin más trámite le descargó la pregunta a quemarropa, y sin esperar respuesta se despidió con un "Pensalo, nos vemos mañana". Le salió bien. Él se decidió por ella y al poco tiempo se casaron. Tal vez se habría olvidado de aquel hombre… pero a veces, cuando fuma, añora aquel precioso Zippo plateado con sus iniciales, que dejó en la mesita en su retirada frenética. Se inventó la imagen del cantinero, sentado en un taburete, sonriéndole, con la cabeza ensangrentada, usando el Zippo para encender un cigarrillo. Cosas locas, que no le quitan el sueño… |
Elizabeth Oliver
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