Emilia

 
El tema de hoy es un reverendo bajón. Sobre todo para mí, que me banco mucho mejor la falta de guita, de trabajo y hasta de salud. Pero estas cosas son reales, pasan al lado nuestro sin pena ni gloria y si las cuento, por lo menos la movediza y alegre Emilia quedará en el recuerdo no sólo de los que la conocieron. Al que le apriete el zapato de la misma forma que a mí… está sobre aviso.

Emilia ha vivido para los demás más que para ella. Y lo ha hecho con toda naturalidad, desparramando cariño y buena onda a quien quisiera recibirlo. Lejos de esbozar la menor queja cuando le pagaron mal, encontró siempre una disculpa que dejara bien parado al otro.
En el barrio le decían "la hormiguita laboriosa" y el mote estaba bien puesto. Bajita y flacuchona, se la veía volver de la feria cargada como burra, con paso apuradito para seguir el tren del día sin perder ni un minuto parándose a charlar con nadie.
Podía verse en la vereda, trepada a la escalera limpiando los vidrios, pasándole un cepillo al frente de la casa, cambiando la lámpara del plafón o pintando la puerta.

Sólo en el almacén o en la carnicería -donde había que esperar- sociabilizaba con los vecinos siempre de buen humor, dispuesta a levantar el ánimo de los otros y ofrecer su ayuda incondicional. Hacía mención a su dolencia crónica sólo esos días en que nos quejamos todos de la humedad, pero hasta para contar que se había ganado el reuma lavando a mano en la pileta de la azotea desde muy joven, tenía la disculpa a flor de labios, diciendo que los inviernos uruguayos nos ponen reumáticos a todos.

Oyendo hablar al marido -que no perdía oportunidad de alabarla y resaltarle las virtudes- y teniendo en cuenta que Emilia siempre estaba contenta, daba la impresión que aquella pareja era perfecta. 
Los domingos recibían gente, muchos amigos de ambos los visitaban, el marido hacía un asado y Emilia se esmeraba preparando picadillos, ensaladas y postres, y a veces cruzaba corriendo al almacén en busca de algún ingrediente que hubiera olvidado.

Un buen día empezaron los cambios en sus compras, en vez de llevar lo acostumbrado para la parrillada del domingo, cambió por ingredientes para hacer canelones, cazuela o un buen puchero. Curioso, el almacenero preguntó. Sonriente como siempre, ella explicó que el marido se había cansado de asar para tanta gente, así que mejor servía otros platos que pudiera preparar ella sola y que a todos les gustaban tanto.

Un tiempo después, también se vio una merma en las visitas domingueras, hasta que desaparecieron por completo. La pregunta en el almacén fue con buena intención, si el problema era de plata, no había inconveniente en darles crédito para no privarlos de tan lindas reuniones. Pero no era eso, y Emilia tuvo que confesar que le había pedido a los amigos que no vinieran, porque a su marido le estaba resultando molesto dedicar todo un domingo a recibir gente, privándose de horas que él prefería que pasaran solos… aunque les había inventado otra razón para que no lo tomaran a mal. Además, ella podía salir de visita y verlos cuando quisiera.

Podía, sí, y lo programó muchas veces de las que terminó desistiendo. Justo el día de su salida, él quería una comida especial, o le pedía ayuda para hacer algún trabajo… y después no le quedaba tiempo para arreglarse o se le hacía muy tarde para salir.
Como si eso fuera poco y a pesar de los desvelos de Emilia por complacerlo, al hombre no lo conformaba nada. Empezó por decir que las milanesas que ella cocinaba a su pedido le hacían mal y decidió que se borraran del menú. Sin embargo al poco tiempo, reclamó su minuta preferida reprochándole a Emilia que no la hiciera. 

Las idas y venidas de Emilia al almacén por los cambios abruptos en los gustos gastronómicos del hombre y algún que otro comentario, hicieron pensar al almacenero que esa mujer sentía cualquier cosa menos la felicidad que demostraba. Lo sospechó cuando ella se lastimó un brazo y le costaba levantarlo. Le había pedido a una vecina que le tendiera la ropa, y cuando la mujer llegó la despidió con mil disculpas, porque el marido no quería extraños en la casa. Y terminó de comprobarlo el día que cruzó a alcanzarle un paquete de azúcar que Emilia dejó olvidado… y la encontró llorando. Pero no era cosa de meterse en la vida ajena, así que regresó sin decir nada.

Una tarde, unos chicos rompieron un frasco de dulce en la vereda de Emilia, y ahí estaban los vidrios y el contenido esparcido frente a su puerta, cuando el marido llegó. Enterada, al minuto estaba Emilia en la puerta, dispuesta a arreglar el desastre. Sacó escoba, pala, unos diarios, balde y trapo, y le gritó desde la vereda que no fuera a abrir la cancel porque si salía el perro se podía cortar con los vidrios. Estaba en plena limpieza cuando el hombre salió a comprar el diario… dejando la puerta abierta. El perro se escapó, y con tan mala suerte, que se asustó de algo, cruzó la calle y un auto lo mató.
Emilia quedó tiesa, mirando la escena irreversible con los ojos desorbitados. Desde el almacén la vieron levantar el cuerpo del animalito, dejarlo en el zaguán y caminar hacia la esquina arrastrando los pies con pasitos raros, muy cortitos, sin flexionar talón ni punta.
Al otro día el barrio estaba convulsionado, Emilia había desaparecido y la desesperación del marido no tenía límite. Se hizo la denuncia, la buscaron, pero fue en vano, no se volvió a saber de ella.

Para el festival de folclore, los hijos del almacenero viajaron a Durazno a pasar allá la semana presenciando el evento. Algunos cantantes ofrecieron funciones gratuitas en el hospital, el asilo y la casa para ancianos, y los muchachos los acompañaron como tanta otra gente. En el albergue, muchos viejitos aplaudían a los cantores, y entre ellos vieron a Emilia, sentada en silencio, como en otro mundo. Le preguntaron a la enfermera qué le pasaba a esa señora que no aplaudía, y supieron que estaba siempre ajena. Había llegado una noche, sola, caminando, con las suelas de los zapatos muy gastados. Como nunca pronunció una palabra y no tenía documentos, la albergaron sin saber quién era ni de dónde venía.

Los muchachos cruzaron entre sí una mirada tajante, agradecieron a la enfermera y salieron de ahí sin revelar la identidad de Emilia, porque aún sin nombre y en su mundo silencioso, la mirada perdida de Emilia reflejaba paz.

¿Qué pasó con el marido? Sólo sé que se fue del barrio. Se habrá hecho el harakiri, habrá encontrado alguna vivanca que le complicara la vida o se habrá conseguido otra Emilia… en realidad, prefiero no saber.

Elizabeth Oliver

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