Cuento "para niños" |
Había una vez, en una región hermosa, un país muy pequeñito. Tenía un clima agradable y soleado que enriquecía su variada flora nativa. Su suelo estaba totalmente surcado por cauces de agua que hacían fértiles los campos. Con espesos montes, mesetas y cerros, la fauna natural proliferaba. Y al borde del mar, una franja de arena fina y limpia adornaba su contorno, bañada por las aguas saladas del sur. Era tan chiquito que ni siquiera le habían puesto nombre... lo identificaban por su sistema de gobierno y su ubicación. En el campo, la cría de animales, el cultivo de la tierra y la elaboración de productos de granja era la labor usual del lugareño. En las zonas urbanas, las fábricas manufactureras de productos autóctonos ocupaban al pueblerino. Al borde de arroyos y ríos el pescador encontraba un medio de vida pródigo y seguro. Abastecida la población de alimento, vestimenta y enseres, se exportaba el excedente y se importaba lo exótico. En ese país había tres clases sociales, aunque su diferencia consistía en una forma de vida gradualmente más acomodada, sin distanciamientos extremos. La clase baja o "pobre" vivía digna y decorosamente, con sencillez, sin lujos ni carencias. La clase media podía moverse con más soltura y acceder a un poco más de lo necesario, satisfaciendo algunos gustos y comodidades sin exceso. La clase alta o "rica" disponía de valores, pudiendo obtener logros más provechosos sin impedimentos. Pero un integrante de cualquiera de esas tres clases podía llegar a ser profesional o docente y desempeñarse como tal, porque en cada rincón de aquel territorio había una escuela educando laica y gratuitamente a todos los habitantes por igual, sin discriminación de clase, raza o credo. De ahí en más cada uno podía continuar su capacitación eligiendo una profesión u oficio acorde a su vocación, brindada por un Estado dispuesto a cultivar la educación de cada residente valorándola como el mayor patrimonio de cada individuo. Un sistema de salud al alcance de todos -preventivo y debidamente restablecedor- le permitía tener una población sana. Una organización policial muy poco activa, atendía con eficacia los pocos casos de delincuencia reducidos a hurtos limpios, pensados, pacíficos y dirigidos siempre a entidades sobradamente solventes, y a esporádicos crímenes de causa pasional. En lo cotidiano, se ocupaba de evitar pequeños disturbios ocasionados -generalmente- por algún grupo de festejantes desatinadamente ruidosos. Los transgresores de la ley eran recluidos en cárceles rehabilitadoras que los convertían en hábiles artesanos y era común visitarlos para adquirir sus variados trabajos. La institución militar -existente por razones precautorias para la defensa nacional ante un eventual invasor- engalanaba las avenidas principales de cada ciudad con coloridos desfiles de perfecta formación y sonoras bandas musicales. Bien entrenados, solían aportar su valiosa colaboración con maquinaria y material humano en accidentes o desastres naturales, procediendo eficazmente a evacuaciones y salvatajes. Era -sin lugar a dudas- ese pequeño país, una joyita reconocida en el mundo por sus cualidades geográficas, administrativas y morales. Un lugar donde -realmente- la vida era un placer. Pero un día, la codicia de "algunos" pudo más que la razón y las cosas empezaron a cambiar. El ansia de poder -cualquier grado de poder- trajo aparejada la corrupción. Todo tipo de latrocinios, abusos y atropellos despóticos -sutilmente disimulados por falacias persuasivas e irrefutables- iniciaron la destrucción de aquel pequeño paraíso. La clase media desapareció, parte acompañando el ascenso desenfrenado de los corruptos, parte agigantando las filas de la indigencia. Se violaron reglas protectoras del medio ambiente contaminando el agua y el suelo. La fauna fue mermando, la flora dejó de lucir y la producción fue tan escasa que los medios de trabajo desaparecieron. Cuando la desocupación y la miseria quebrantaron la salud de los más necesitados, el pueblo se sublevó. Entonces, el intento insolente fue aniquilado y la ley del más fuerte doblegó rebeldías por mucho tiempo. Pasaron años para que aquel pequeño país recobrara un poco de paz, y las nuevas generaciones crecieron incrédulas de que hubieran existido en esa tierra las maravillas que añoraban sus mayores. Así, de a poco, el flagelo de la ambición desmedida fue ganando la intención de otros "algunos" y la historia volvió a repetirse mucho más cruda, mucho más agresiva, mucho más impune. Pero esta vez, el pueblo no se sublevó. Intentó resarcirse apelando al diálogo, expresó su descontento pacíficamente... y al carecer de respuesta asumió su desgracia y sencillamente se marginó. Fue entonces que ocurrió lo impredecible, "algo" esgrimió su bandera redimiendo el padecimiento propio de tanto tiempo y actuó. Fue implacable, iracunda por la desidia de opresores y oprimidos, en un instante tan fugaz como certero, mostrando su bravura invencible sacudió aquel pequeño territorio con fuerza y lo resquebrajó en diecinueve pequeños trocitos que se hundieron en un abismo de piedra y de sangre. Ella, la Naturaleza, puso fin a aquella sinrazón ya irreparable. Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado. Elizabeth Oliver de Abalos |
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