Cuando subí, me esperaban las dos. Ella, como siempre, reprochó y ordenó:
―Nunca estás a tiempo cuando se te precisa. Vamos, hay que salir.
―¿Adónde?
No contestó. Subimos al auto, las tres generaciones. Ellas dos atrás. Arranqué y volví a preguntar hacia dónde conducir.
―Andá derecho por Rivera.
Mi abuela no hablaba. Cuando pasamos Pablo de María, recién abrió la boca:
―Por acá está bien.
Estacioné y se bajaron. Mientras cerré ventanas y puertas, ya me habían aventajado unos cuantos metros. Iban del brazo, por Arenal Grande, hacia Dieciocho. Me apresuré.
Al llegar a Colonia, doblaron a la izquierda. Me costaba seguirles el paso, aunque iban despacio.
―Dejé el bastón en el auto, no me imaginé una caminata...
No dijeron nada. Seguimos varias cuadras más, no sé cuántas, se me nublaba la vista. Ya me arrastraba, pensando cuánto habría que desandar para volver hasta el auto, cuando me di cuenta que ¡estábamos en Minas, cruzando Uruguay! Al llegar a Paysandú, se detuvieron en la esquina:
―Vamos a tomar un ómnibus.
―Podíamos haber venido en el auto hasta acá, o hasta donde sea que va ese maldito ómnibus. ¿No ven que no doy más...?
―A vos sólo te preocupan tus problemas. Si mamá quiere tomar un ómnibus, no tiene por qué informarte a dónde va. Callate y obedecé.
Vi venir un COPSA. Le hicieron seña, pero venía muy rápido para detenerse. Sentí ganas de empujarlas bajo las ruedas, unas ganas difíciles de aguantar, pero me contuve. Estaba tan acostumbrada a reprimirme, que debe haber sido instintivo... como mi obediencia inexplicable.
Ya no podía más, el dolor me doblaba. Creo que me apoyé en un árbol, no sé; las imágenes se me desdibujaron formando parte de un remolino suave que me incluyó, apartándome de aquellas perversas mujeres...
Sentí una hinchazón en la boca. Me había mordido los labios por adentro. Jamás tengo estas vivencias de mierda durante la noche. No volveré a dormir la siesta. |