Todo se regía por el tren. Las dos frecuencias diarias de ida y vuelta eran determinantes para la vida de muchas personas. Donde vivíamos había una parada.
Quedaba a algunas cuadras de la escuela. Había ya un camino, una senda hecha por nuestros propios pies. Recuerdo un tala y un pequeño pedregal donde nos deteníamos a descansar cuando íbamos muy cargados. También una pequeña cañada que muchas veces hacía que llegáramos con los pies mojados y con frío, mucho frío, en los meses de invierno.
Todo, o casi todo, llegaba o se iba en el tren. Bajaban personas y bultos.
Nos gustaba mucho mirar el tren, en especial el de pasajeros. Saludar a los viajeros
(no importaba si los conocíamos o no).
Sentía el silbato y ya imaginaba mil locuras sobre los viajes que realizaría y con quién. Pensaba que podría -como en los cuentos fantásticos que leía- sacar el tren de los rieles y llevarlo por el cielo y a lugares desconocidos. ¡Cuánta fantasía! Imaginaba pasajeros misteriosos que portaban tesoros ocultos en sus valijas.
La realidad era, que muy de tanto en tanto, viajaba a Montevideo a hacer visitas con mi madre. Sentada, muy modocita, en vagón de primera clase, pero siempre haciendo preguntas que ponían en apuros a mi progenitora. Recuerdo los vestidos blancos o celestes en consideración a mis abuelos devotos de esa divisa.
Papá nos esperaba en la Estación Central. ¡Era tan hermosa y -sobretodo- grande! Un monstruo que se tragaba tren tras tren insaciable, para luego echarlos fuera con gran agitación.
Me sentía pequeñita (más de lo que era) en aquel enorme andén repleto de gente en continuo movimiento. |