Tenía mi padre una guitarra criolla. ¡Qué atracción ejercía sobre mí! Siempre que podía pasaba mis manos sobre la madera, suave y lustrosa. También tocaba con mis pequeños dedos sus cuerdas que misteriosamente emitían sonidos cuando se tensaban bajo la curiosidad de un dedo travieso. Lo más hermoso de aquel instrumento residía en la emoción que lograba proporcionarme cuando mi padre tocaba.
Tomaba con sumo cuidado su guitarra, casi con ternura como si pudiera hacerle daño con sus manos grandes y toscas de hombre fuerte. Siempre tocó de oído. Jamás recibió clases de música. Sí, cultivó su amor por la música en el Colegio de Curas donde se educó. La música sacra es casi celestial y deja siempre su fermento. También el contacto con la música ciudadana y campera que silbaba siempre en sus ratos de ocio y aún en el trabajo. Las noches en el campo lograban transformar el pequeño recinto de la cocina en un lugar tibio, tranquilo, con el fuego encendido en la cocina económica que daba, junto a la lámpara a queroseno, resplandores y luces suaves que mis ojos seguían en las paredes y sobre la ventana. Entonces papá tocaba una vidalita hermosa que aún hoy puedo tararear. También, para darle gusto a mi madre que preparaba la cena, una milonga, que, esa sí, ya no recuerdo.
Más tarde, ya en mi cama, decía:
-Papá, toca la canción para mí. ( La canción era la tradicional canción de cuna que muchas personas de mi edad deben haber oído o cantado alguna vez)...
-"Duérmete mi niña, luz del duraznero, duérmete mi sol"... ¡Qué regalo dejó este hombre bueno a mi espíritu! Después de medio siglo aún se acerca a mi a través de esos simples gestos de amor. |