-¡Mirá que simple! ¡Hasta plata ha de estar juntando el simple! -respondían los de El Manco. Y seguía la polémica sobre don Carolino. Que a veces, no se sabe si porque era o no era, él complicaba más haciéndola más encardida. Como la vez de la timba y los diez pesos.
Fue justamente en el No Me Olvides, donde, de vez en cuando, se armaban unos montes que levantaban tierra. Las paradas no pasaban de unos reales porque las piernas eran más que flacas pero, por eso mismo, cada real allí, en aquella carpeta, valía más que una libra.
Las paredes no, pero la puerta sí estaba combada de la fuerza que le hacían de adentro, cuando llegó don Carolino a la cosa. Vio que era bravo para poder entrar y no estaba dispuesto a quedarse sin hacer algún apuntecito, donde apareciese una sota que era su carta. Así que empujó, metió el hombro, hizo una hendija en la que casi dejó los botones del saco y le apretó una manga, que tuvo que hacer fuerza para meterla para adentro. Hasta que mereció entrar y después de pedir disculpas a uno, al que le había metido el picaporte en los riñones, estiró el pezcuezo para ver si en la carpeta aparecía una sota. ¡Pero de ande! Había un humo que los lentes no le respondían de tan lejos y, a dos o tres compermisos que dijo, nadie le hizo caso. Todos, con los ojos en las manos del tallador, formaban un muro firme y sordo y don Carolino oyó hablar de una sota que si el muro no se abría nunca iba a llegar a ver. Entonces, en medio del silencio total que nacía del resbalar de los naipes, dijo:
-Alguno de ustedes, ahí afuera, ¿perdió cien pesos que les faltaba una esquinita?
Cien pesos, cuando eso, daban como para cuatro cuadras de campo.
-¿Halló cien pesos, don Carolino!?
Se dieron vuelta unos cuantos, otros tantos se abrieron con la sorpresa y don Carolino se filtró quedando cerquita del tallador y el naipe. Puso dos reales a la sota y con la sonrisita aquella y la voz entredientada, respondió:
-No... encontré la esquinita.
Si hubieran estado El Sordo y El Manco, no hubieran llegado a nada.
|