-¿De qué son los pasteles, gurisito?
-De natilla y de moñate, don Sequiel.
-¿Y cómo son?
-Son a vintén.
La segunda respuesta fue dada con la evidencia del negocio ya concertado para el pastelero, que la dio ladeando el pulcro tapetito blanco y dejando a la vista un nido de pasteles, en papel de estraza, hacia lo hondo del canasto de damajuana.
-Dejalo ahí nomás, que yo voy a ir sacando -dijo Exequiel agachándose hasta donde su nariz alcanzó aquel aroma y su brazo el primer pastel. Cuando quedó parado otra vez ya le había entrado con un mordiscón profundo que, pasando el festón, había entrado hasta el puré de boniato, entre el cual asomaba una cascarita de canela.
Tres turnos se corrieron y se quedó para definir al otro día. Se estaba yendo la tarde con griteríos de gente y pereré de parejero. Y agachadas de Exequiel levantando pasteles, mientras el pastelero a veces lo miraba. Primero medio asombrado, pero después se fue acostumbrando. Todo había mirado Exequiel y había disfrutado el doble agachándose sobre el canasto y masticando, mansa, prolijamente. Ya entrado el sol, empezó a agacharse con cierto esfuerzo, no se sabía si de lleno o de cansado.
Por último se quedó parado, con el brazo alzado, el codo contra la cabezada, con los ojos entornados hacia la cancha casi desierta. Suspiró hondo, se frotó suavemente la barriga por encima del cinto, hasta que, allá abajo, medio de reojo, miró el canasto. Hasta con cierta tristeza. En el fondo se entreveía un pastel solitario.
-Soy hombre vil de estómago -dijo al fin, despacito-. Ni cinco reales de pasteles llego a comer. Guardate ese que sobra, gurisito. Y el vintén.
Le estiró un papel de cinco reales que, en aquellos tiempos, había. Boleó la pierna y se fue al tranco.
|