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Un jardín lleno de
arañas Publicado, originalmente, en: Marcha Montevideo Año XXVII Nº 1278 29 de octubre de 1965 pdf Gentileza de Biblioteca Nacional de Uruguay |
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Recogerás la llave. Antes, muchas veces, habías esperado este momento, y ahora el miedo se agrega a la esperanza, un temor impreciso, concentrado en las rodillas que debes afirmar mientras apoyas tu espalda contra la puerta para acostumbrarte a ia oscuridad violentamente restituida. Ya es definitivo: las advertencias y amenazas so estuvieron acumulando para este momento en que tu agitada respiración y tu terca mirada para descubrir perfiles o volúmenes cifran negativamente los temores de tu madre y los cuidados del jardinero. Reconoce unos escalones que no te sorprenden. Bajas. Tampoco te sorprende la humedad, no porque sepas de qué se trata, sino por una relativa instancia de tu memoria, poblada ambiguamente por un perceptible olor a ropero cerrado, a queso, a lápices nuevos. Dudas antes de seguir: puede ser allí, en ese instante, mientras miras atentamente ese montón de muebles viejos apilados en un rincón, en el momento de moverte hacia un costado y comprobar que la pared empieza inmediatamente después de las herramientas en desuso; o en los cajones con la boca hacia arriba, o en las gruesas vigas que tus manos no pueden alcanzar. Hasta que, súbitamente, la decepción desplaza al miedo. Porque tú habrás sentido que te vaciabas de misterio, que éste era un viejo recuerdo que se desvanecía hacia atrás, hacia otras noches habitadas por historias de duendes y murciélagos; y que aquellos alaridos mutilados estuvieron declinando hacia un silencio sospechoso, mientras el frío de la sábana junto a tu boca y la oscuridad frente a tus pupilas dilatadas testimoniaban de una ansiedad repetida con demasiada frecuencia... De pronto, todo desaparece. Decides subir. Y entonces tu pie lo toca y no hay casi resistencia. Eso sigue allí, puedes comprobarlo antes de agacharte y tomarlo por el extremo de la cola; tiras hacia arriba y la rata queda vertical, girando lentamente sobre sí misma unos segundos, al cabo de los cuales brazo se mueve con brusquedad en un gesto anterior al ruido sordo que produce el cuerpo del animal contra un viejo aparador y a tu apresuramiento para subir les escalones. Cuelgas la llave. Te distraes —sin calcular el tiempo y ya sin importarte —recorriendo los frascos rotulados que llenan toda una pared, deletreándolos con tu curiosidad para abrir un pequeño batiente y hallar nuevos frascos, más pequeños, y sobres del tamaño de una caja de fósforos con nombres también incomprensibles. Habrás oído pasos sobre el pedregullo, porque miras la puerta, la distancia hasta el estante y desistes: aquello en el bolsillo no abulta casi nada. El hombre sonreirá y tú de nuevo hablarás de las arañas, de tu padre, su carta y las arañas, de todas las reservas que el otro había tratado de desechar la vez anterior y que ahora, mientras tú insistes en un combate de extrañas consecuencias, te dice que sí, que tal vez tu padre te llama para que lo ayudes, y te alienta sin que tú llegues a convencerte de que ese estimulo sustituye la presencia del peligro para, en cambio, coafirmar los temores de tu padre, en fin, de las arañas. Entonces cruzarás el jardín para entrar en la casa oirás a tu madre en la cocina e irás directamente al baño para defender tu soledad. Cuando el sobre vuelva a quedar en tu bolsillo, ya sabrás dos cosas: que tu polvillo es amarillo y que basta con inclinar aquél — apenas sin presión. Pretendes decirlo mientras van en el taxi, ya has vuelto a la historia de la carta y crees conveniente esbozar un plan, lo haces, pero tu voz va quedando debajo de los reproches de tu madre, de esa manera siempre idéntica para echarte el pelo hacia atrás y hablarte de la abuela, los nervios, tu conducta, las horas que restan para tomar el avión. Te habrás enfurruñado contra la ventanilla del coche, llegado incluso a sospecharlo. porque después de mirar a ese motociclista se te ocurre. Y ella responde que no, que la última vez, hace dos años, tu padre no tenia bigotes. Ahora está la abuela: blanca, flaca, fría; está Pablo, está la ventana y después la calle; tú despatarrado es un sillón, aburrido. Hasta que entra Marta. Tú comienzas a hablar, alisando una y otra vez el brazo del sillón con tus manos; mirándola apenas para continuar ese monólogo que no será interrumpido sino ocasionalmente por ella. Recurrirás a detalles, o los inventarás, buscando esa complicidad que Marta no te niega, más aún, que estimula, porque hace tiempo que estimula, porque hace tiempo que los dos conocen las claves para un diálogo cifrado, para esa zona de tus esperanzas a la que ni la abuela ni Pablo ni tu madre podrán acceder jamás. Pero los demás se obstinaran. Sobre todo Pablo, que ya está haciendo referencias odiosa de la vida en el trópico, de la lucha que tendrán que soportar los tres —tú, tu padre y tu madre— contra los insectos del lugar, contra la vegetación salvaje e incontenible que penetra por las ventanas y las puertas de la casa y que terminará envolviéndolos. Y tú de nuevo enfurruñado y silencioso después de comprobar la inutilidad de tu protesta, un juego al que todos renunciarán cuando la atención derive en tu padre el cónsul, en tu padre el hijo de la abuela, de tu padre que apenas conoces y al que no quieres. Mudo e inmóvil, optando sin esfuerzo por Marta, la observarás fijamente un rato, hasta que, de pronto, te levantarás y treparás a su falda. El auto ni siquiera lo sospechaste. Las dos manos te toman de las axilas y te encuentras de pie, sin oportunidad para apelar. Y no sabes qué fue, si el rápido estupor que te detuvo primero y que ahora te impulsa a la ventana, o la cara complaciente de los otros o la conversación que se reanuda. En todo caso no sientes sorpresa cuando Marta te muestra la espalda que se aleja más allá de los vidrios, Marta está inclinada hacia el coche con todo es visible su mejilla y parte de la boca su brazo es una línea oblicua hasta la mano que se apoya en la portezuela, junto al codo que sale de adentro. El muchacho coloca su mano en el brazo de Marta y sonríe, Marta también sonríe, ella se inclina un poco más y baja la cabeza hacia el coche. Reaparece, apartando el cuerpo hacia atrás, y su mano sujeta la del muchacho en el borde de la portezuela el muchacho ríe, Marta ríe. Tú te separarás bruscamente de la ventana mientras los otros continúan conversando detrás de ti. La abuela quiere tomarte de un brazo pero tú resistirás: tu madre protesta, Pablo protesta, la abuela protesta; dicen que los nervios, el viaje, la partida dentro de unas horas; Pablo cuenta acerca de un avión que se ha perdido que éste quién sabe; la abuela dice “Pablo", tú te refugias a llorar en las rodillas de tu madre; ella te explica, la abuela te explica: antes tienen que comer, después irán todos al aeropuerto. Apoyarás la cabeza en la falda de tu madre. La cara horizontal: la ventana seguirá allí, pero tú sólo verás la parte superior de un pino y un pedazo de cielo azul. El grito los sobresalta. Inmediatamente comienzan las quejas, y Pablo va y se levanta y después llama a la abuela. Tu te mantienes inmóvil, tercamente sentado, hasta darte cuenta de que también tu madre y Marta han acudido a la cocina. Tal vez se te ocurrió en ese momento, o acaso te hayas sentido solo, desamparado en ese mundo ajeno, vasto, hostil, en esa voluntad y fuerza que los demás manifestaban, desbordado por un dolor inútil, por era rabia que concentra tu mirada en el fondo del plato ya vacío con una tenacidad desmesurada. La habrás decidido repentinamente, debiste saber de un tiempo justo, porque el gesto es rápido, seguro, mientras el diálogo decrece en la cocina; y tú sientes de nuevo aquella cosa plana junto al muslo y los demás vuelven después de haber curado el brazo a la muchacha. Sereno, ignorado, recostado hada, atrás en esa enorme silla, verás cómo Marta sorbe rápidamente la ropa que ya se habrá enfriado. Te quedas atrás un par de metros mientras ella abraza al hombre que los ha esperado dentro de la pista del aeropuerto; luego te alzan con facilidad y puedes comprobar que tu padre no tiene bigotes. Cruzarán una ciudad con calles blancas y paredes blancas y mucha vegetación. Y cuando entren a la casa por un largo y recto camino bordeado de árboles, la oscuridad, tal vez el paso del auto, te oculten las arañas. Ahora, mientras cenan, vuelve a entrar el negro grandote que tú ya ha visto varias veces por la casa. Deja el pedazo de papel y sale. Y primero lo dice tu padre, y le alcanza el telegrama a tu madre, y puedes oírlos todavía porque las voces apresuradas se mezclan ahora que han salido del comedor, que te han dejado solo. Ese rectángulo de papel amarillo quedará al alcance de tu brazo, ese papel que está arrollado en tu mano cuando decides cruzar hasta: la ventana y arrojarlo fuera, una bolita que se pierde entre la espesa y escura vegetación de abajo. Permaneces ahí, mirando las copas de los árboles, pensando en que esa noche estarás desvelado a causa de las arañas. |
cuento de Jorge Musto
Publicado, originalmente, en: Marcha Montevideo Año XXVII Nº 1278 29 de octubre de 1965 pdf
Gentileza de Biblioteca Nacional de Uruguay
Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce
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