El Dios-Luna con cabeza de Ibis |
Hacía poco que el Museo había cerrado sus puertas, pero aún en los pasillos parecían sofocarse los últimos comentarios. Era verano.
Sola salí hacia el Departamento de Antigüedades Egipcias, cuando comencé a sentir una ligera somnolencia por lo que opté por sentarme en uno de los escalones que conducen al primer piso. Mi mirada pareció encontrarse un momento con la del Escriba Sentado. Entonces, mis párpados como toldos cubrieron mis ojos azules y el viento nocturno al bramar permitió escuchar a mi alma el relato dorado, ansiado, hundiéndome en lo infinito del tiempo y el espacio. “Calla”, me indicó, “en tu alma existe un abismo de mágicas ideas, eternas, las asustaría el ruido externo, las cegarían los claros rayos: escucha!” y entonces me recitó Toth: “Soy aquel que con sus divinas palabras, provee de sabiduría y enseñanza a los hombres. Aquel escriba que os llegó proveniente de Saqqarah en la desierta región al oeste de Menfis, aún me escucha atentamente antes de escribir sobre su papiro con los restos del cálamo que conserva en su mano. Le infundí sensación de vida: su cuerpo musculoso realza la fineza de los delicados y moldeados rasgos de su rostro. Será quien a través de sus ojos, incrustados de cristal y ébano, despertará en vosotros profundas y diversas emociones y quien obtendrá de mí el poder de evocaros nuestro pasado.” Un rayo separó del lecho conyugal a los dos hermanos, creando al mismo tiempo una fractura permanente entre la verde tierra y el cielo estrellado. En la arena ocurrió un instante de calma en sus olas secas y en la cresta de las olas altivas percibí una barca distante. En el espacios de luz que llenó el vacío, el sol degollado en el ocaso, había pernoctado en el lecho de la barca de Kephri, conducida por Toth y, en la noche quieta, escuchaba al destino y a un astro con otro parlar. Las notas de un sistro alertaron a la Sagrada Oca, que al amanecer ha volado, poniendo un huevo con forma de sol. Con ojos ávidos, contemplé al cielo brillante desde la orilla de un río, atada a la tierra. El dios de piel azul se dirigió hacia mí, ornada su cabeza de una corona de plantas acuáticas. Ante mi asombro, le tendí mis manos y él me obsequió una fragante flor de loto. Silenciosamente, apareció, envuelta en una túnica de lino que graciosamente delineaba un hermoso cuerpo, una portadora de ofrendas quien gentilmente me tomó de la mano. Me dejé conducir obediente y cada paso de sus pies descalzos, se me antojaba el estremecimiento de un plumón de ave. Cerca de los míos, una preciosa gatita negra, adornadas sus orejas con pequeños aros de oro, comenzó a ronronear y me incliné para llevarla en mis brazos. Me acarició suavemente las mejillas y olisqueó con cuidado mi preciosa flor.
Más adelante, un sacerdote calvo, cuyo cuerpo despedía suave tibieza de madera y a cuyo lado se encontraba la Dama Tui –de cuerpo fascinante, elegante y mórbido –dirigía el cántico de una multitud que había ido en aumento. Se me indicó un lugar y con calma esperamos la llegada de la Reina Karomana, esposa de Takelot III, que pronto se presentó portando un vestido exquisitamente bordado en oro y plata cuyo diseño parecía imitar las plumas de un ave. Su rostro de líneas regulares tenía una expresión grave y en sus delicadas manos sostenía un sistro. ¿Tal vez el mismo que antes descorriera sus notas permitiéndome escuchar el fin del amanecer?. El misterioso escriba sentado había abandonado su posición y ahora llevaba tocada su cabeza con una sobria peluca de cabellos negros y vestía una túnica de impecable lino blanco que acentuaba el color azafranado de su piel. En sendas muñecas una pulsera, y en la cintura un pequeño estuche de pinceles y cortapapiros, a manera de insignia.
Estaba ocupado en disponer decorativamente las ofrendas que íbamos entregando: cestos de frutas, pollos, cuartos de res y grandes vasos de flores.
Más en lo alto, Ptah, el dios soberano de Menfis y creador del mundo en su realidad física, lo observaba, ostentando el cetro compuesto que unía los signos jeroglíficos de la vida, de la estabilidad y de la omnipotencia. Su esposa, Sekmuth, la diosa de la guerra, con cuerpo de mujer y cabeza de leona, estaba ubicada a su derecha. Un grupo de estilizados lanceros, le ofrecía escolta. Descendiendo, de arriba del cielo por un puente dorado, hecho de hilos de sol, airoso el halcón Horus, corría a las nubes, que como niños jugaban en el azul.
De ellas cayó una gota de rocío que fue ampliándose cada vez más, depositando ligera en la orilla, cerca de los sicomoros, una estela de vívidos colores. De la dorada estela emergieron las figuras de la diosa Hathor y del Faraón Seti I. Envuelta en una rica túnica blanca por orfebres bordada, la diosa dela alegría, de la música y de la fecundidad, ofreció en ese momento al sutilmente sonriente y emocionado Faraón, cubierto por un transparente y plisado hábito ceremonial, su menat, o collar protector. Se pudo escuchar un profundo silencio, de tanto en tanto interrumpido por el susurrar de los juncos y el juego rizado de las brillantes ondas del río. De pronto, el paso del viento proveniente del Sur, como un telón, pareció detener la escena. Frente a ella, rodeado por una nube de arena rosada, hizo su aparición Akhenatón, de generosos y sensuales labios, de somnoliento y escatológico gesto, con su cabeza ovoidal y su ventrudo, alto y algo encorvado cuerpo, portando en sus manos el cetro y el látigo, símbolos de su poder. Pareció amonestarlos acariciándolos suavemente con sus rasgados ojos. Casi inconscientemente, hacia el sol los brazos fui elevando, sosteniendo en mis manos un arpa ornamentada con la cabeza de un hombre tallada en madera, que dejó escapar un melancólico canto que con incomprensible voz, arrancó mi llanto. Sus
órbita vacías ocuparon mis ojos que se transformaron en lapislázuli y
de mi garganta emergieron los fonemas que pausadamente invocaron:
“Que se esfume el canto embrujado, las lontananzas doradas, la dorada arena.” |
© Delia Ma.Musso
de“Viajes a través del tiempo y del espacio” (Inédito)
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