Desde la ventana de mi casa la veía, en la luz cenicienta del amanecer, salir apresurada de la suya y bajar por la dehesa, con un saco en la mano.
Era octubre, cuando los frutos de los castaños se abren como manos generosas, soltando su dádiva en la tierra. Era octubre y los árboles habían empezado a llover castañas.
Todos los días ella bajaba a recogerlas, muy temprano. Tendría tal vez siete años, era menuda, frágil, delicada, con unos ojos redondos y vivaces, que eran verdes en la luz intensa del mediodía, castaños cuando el sol se adormecía en la tarde.
Caminaba levemente, como si flotara, haciendo flamear el vestido largo con puntillas, hecho por su abuela. Sólo vivían ellas dos en aquella casa cercana a la mía. Una vieja y una niña.
Su abuela también le había cosido un saco a su medida, para que pudiera cargar en él su cosecha diaria de castañas. Era un saco de lienzo largo y angosto, poco más que la manga de una chaqueta. Marchaba con él hasta donde se encontraban los castaños que les pertenecían y allí, agachada, recogía las castañas del suelo y lo iba llenando. El saco se henchía, formando un cilindro duro y pesado.
Cuando estaba por los dos tercios, le ataba la boca, lo daba vuelta y doblaba hacia adentro la parte vacía, formando una concavidad que, como una capucha, se colocaba en la cabeza, colgándole sobre la espalda la parte llena de castañas. Así, con el cuerpo curvado para repartir mejor la carga, la veía pasar al rato, dehesa arriba. Una Caperucita Blanca de todas las mañanas.
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Al llegar a su casa, dejaba su saco y de inmediato, con sus cuadernos en la mano, salía "otra vez de prisa" rumbo a la escuela del pueblo.
Cuando llegó el sábado, que no tenía clase, la vi pasar innumerables veces, una hormiguita incansable llevando su carga.
El lunes apareció antes que el sol, camino a los castaños. Cuando pasó de regreso, además de su saco a la espalda traía un saquito lleno en la mano, que contendría tal vez un par de quilos de castañas. Pero con éste no entró a su casa. Lo dejó en el camino y lo recogió al salir para la escuela.
-Para la maestra -pensé.
Pero al día siguiente hizo lo mismo. Y al otro. Y al otro. Ya eran demasiadas castañas para la maestra y me pregunté qué estaría haciendo, porque su abuela solía vender su cosecha entera a los compradores que venían en un camión.
A la semana, estaba yo en la taberna del pueblo y la vi venir de la escuela, trayendo aún en la mano el saquito lleno. Entró a la farmacia y salió con el saquito vacío. En los días siguientes, dos veces más presencié la misma escena.
Ya eran demasiadas castañas también para un boticario.
A mí no me gustaba el boticario del pueblo. Era un hombre mezquino, de cara mezquina y boca mezquina, de esas pequeñas y finas, como una raya. Meses atrás habíamos tenido un altercado: le había comprado un producto de los que tienen fecha de vencimiento y, al llegar a mi casa, noté que le había rayado con tinta la fecha, para ocultar que estaba vencido.
Había regresado a la farmacia y lo había increpado, diciéndole esos adjetivos gordos, sonoros y redondos que uno siente placer en decirle a un ser desagradable y deshonesto. Por eso, no quise preguntarle a él el porqué de tantas castañas. Resolví preguntárselo a la niña.
La primera mañana que la vi pasar con su saco y su andar liviano rumbo a los castaños, abrí la puerta y la llamé.
-¡Hola! -me dijo, sonriente-. ¿Necesita algo?
-Sí -le respondí-, me gustaría que me dijeras qué haces con tantas castañas en la farmacia del pueblo.
Enrojeció hasta la raíz de los cabellos y miró rápidamente hacia atrás, a su casa.
-¿No le contará a mi abuela'?
-Depende de lo que se trate.
-¡Por favor, no le cuente!
-Primero explícamelo.
-Mi abuela cumple años a fin de mes -hablaba rápido, casi sin respirar- y le he comprado un regalo. Como no tenía dinero para pagarlo, el boticario me ha dejado pagarle con castañas. Tengo que entregarle cincuenta quilos, que es lo que me ha pedido...
-¿Cincuenta quilos? -exclamé, interrumpiéndola.
-Sí, cincuenta quilos, pero le llevo todos los días dos quilos para que mi abuela no se dé cuenta. ¿No le contará?
-No, hijita, no. Quédate tranquila que no voy a decir nada.
-¡Gracias, muchas gracias! -y salió corriendo hacia los castaños.
-¿Cuál es el regalo? -le grité cuando se alejaba.
Sin parar de correr, se dio vuelta y me gritó:
-¡Unas gafas!
Entré a mi casa sonriendo y seguí sonriendo cuando pasó de vuelta, con su caperuza llena de castañas y su saquito en la mano, agitando la otra en saludo.
En las horas siguientes me acordé varias veces del asunto. Sacudía la cabeza y me decía: ¡unas gafas! Hasta que de repente lo pensé mejor y me dije: ¿Pero cómo? ¿Cómo es que la abuela no lo sabe? Y, cuando ella regresaba de la escuela, volví a llamarla.
-¿Cómo es eso de las gafas? -le pregunté.
-Que mi abuela ve muy mal. Ya no puede leer, y yo le leo. Eso no me importa, porque me gusta hacerlo. También le enhebro las agujas, pero ahora ya no ve para coser derecho, y yo no sé hacerlo. Por eso fui y hablé con el boticario.
-¿Le llevaste una receta?
-¿Una receta? ¿De qué? -dijo, asombrada.
-¿Tu abuela no consultó al oculista?
-¿Al qué'?
-Oculista. El médico de los ojos. Hay uno en Alquería. ¿,Fue a verlo'?
-No. Nunca fue.
-Entonces, ¿el boticario le midió los ojos?
-¿Medir los ojos? -se río-. ¡Son iguales a los de todo el mundo!
-Pero, ¿fue a la farmacia?
-Nooo... -adoptó un aire de secreto-; ella no sabe nada de las gafas. ¡Es una sorpresa!
-Pero dime una cosa: ¿cómo se las encargaste al boticario sin consulta y sin receta?
Me miró como si yo fuera corto de entendederas y no comprendiera una cosa tan simple.
-¡Yo se lo expliqué bien al boticario! ¡Le dije que quería unas gafas para sesenta y cinco años!
Yo solté una carcajada y ella me miró asustada, aprensiva.
-¿Qué pasa? ¿Por qué se ríe?
-Nada. No pasa nada.
-¿Hay de esas gafas, no? El boticario me dijo que él me las conseguiría, que me las iba a traer de Madrid.
-¿Te dijo eso?
-Sí. Cuando me pidió los cincuenta quilos de castañas.
-¡Ese boticario...! -mascullé entre dientes apretados.
-¿Por qué pone esa cara? ¿No es cierto? ¿No hay gafas así? ¿No voy a conseguirlas? ¿No?
Parecía a punto de llorar. Yo me agaché y le dije:
-¡Claro que sí, claro que sí! Tu abuela va a tener las mejores gafas para sesenta y cinco años que se fabrican en Madrid. Yo te prometo que las va a tener y que con ellas va a ver tan bien y tan claro como cuando era joven. ¡Ya verás! ¡Y no hace falta que lleves más castañas al pueblo!
Una sonrisa le iluminó el rostro y sus ojos brillaron más verdes que nunca. Me dio un beso húmedo y sonoro en la mejilla y se fue corriendo hacia su casa.
Yo miré alejarse a la niña de las castañas, hasta que desapareció.
Después, con lenta y deliberada parsimonia, me quité la cazadora, me remangué la camisa, y salí rumbo al boticario. |