Páginas en la luz
por Lucio Muniz

La tarde soleada puede recordarnos que tenemos ojos, que la facultad de ver nos agranda el mundo incorporando elementos que nombra la luz, dibujando con claridad la geografía de los relieves.

La hora agita en la arboleda pájaros, mariposas y chirriantes alas de chicharras mimetizadas entre las hojas. Nubes estáticas, parecen colgar de un cielo celeste. 

Es una tarde para mostrarnos la intensidad del verano, donde la luz concentra todos los colores de enero; un enero en que las lluvias han alimentado la tierra que parece ascender en las plantas fortalecidas de intenso verdor. Por el vaho que sopla me traslado hasta lejanos tiempos donde una empalizada generosamente ostenta rojos de malvones y hortensias rosadas y celestes, junto a la esbeltez y fortaleza de los plátanos altos que se me ocurre custodiaban los años de mi infancia. Es de ver cómo la mirada de ahora trae memoria de los años que viví sin darme cuenta del disfrute que significaban, y vuelvo a oír canciones que son un compendio, una especie de apretado abrazo que multiplica seres, cosas, noches rotundamente misteriosas o tardes y mañanas soleadas, dueñas de un alma que se confunde con la mía que tiene un futuro de sorpresas y esplendores. 

Estoy en un lugar determinado pensando que llegué hasta estos años como si hubiera braceado en un mar embravecido que en su oleaje me fue arrimando a esta orilla donde descubro otras caras del mismo mundo. (Todavía a la intemperie y entre insultos muero de pie, acribillado a golpes, con la boca reseca, soñando con estaciones de ferrocarril, puertos marítimos, aeropuertos, playas y ríos lamiendo orillas bajo la mudez del cielo interminable. Todavía veo el suero cayendo en gotas lentas, transcurriendo boca arriba en el horario infinito que acompaña al paciente). Ahora voy sobre mis pasos que me conducen al retorno, porque retornar es volver a vivir lo vivido para no dejar que muera.

Tal vez al estar más cerca del fin, valoro lo vivido y tengo la incertidumbre de no saber hasta cuándo me será dado el privilegio de la vida; esa vida que viaja por mis venas y que he podido transmitir a otros seres que también lo han hecho. 

El aire es una bocanada que expande el ardor de su llama. La llama es parte del regreso a la infancia con intensos veranos como caldos pegajosos, en que la esperanza de cambiar de temperatura parecía que ayudaba a atemperar, acercando al frescor de la noche que sucedería con estrellas radiantes y cercanas, colgadas de la bóveda, como ahora sucede con las empecinadas nubes que cuelgan quietas.

Cercano, el monte, hierve y se llena de mariposas que lo sobrevuelan, poniéndole al aire color y movimiento, como sucedía con los rojos malvones que decoraban la empalizada de mis años niños a la vez que se hartaba de abejas que doraban la hora de la siesta. Mis ojos dirigen la mirada lejos, donde la sombra de otros árboles contrastan con el brillo del monte, ahora abierto en una especie de callejón que significa un cortafuego por el riesgo existente de los incendios forestales. El silencio se empapela rasgado por las alas de los pájaros que cuelgan notas en las ramas. Troncos de árboles cortados funcionan como esculturas naturales, mostrando la riqueza variada de las formas. Presumo que el cambio de temperatura sobrevendrá con la noche puntual en la que las sirenas despiertan los duendes del temor activando la imaginación y golpeando las sienes con la sangre; porque la noche sabe de ancestrales miedos y de dudas, y el solo taconeo de pasos firmes, le dibuja escozores al alma que se pone en guardia.

Se nubla de pronto, y el sol distrae los rayos; las sombras emparentan los tonos variados de múltiples verdes. Se aquieta el aire y el calor agobia penetrando como puñal de brasas. 

La memoria me conduce a otros atajos. Los brillos tiemblan en ríos escamosos, movedizos, constantes, doblando ramas de sauces; ríos que he visto en tantos lugares y que aprendí en la lectura de páginas por las que desfilaban peces, palangres y chalanas. Un puente se sostiene en el vigor de columnas de cemento y acero. Lo transita de lejos mi mirada; su estructura y fortaleza están fijos en mis días del pasado, junto al denso arenal donde retozan breves ondas en orillas y barrancas. 

Nuevamente la luz averigua lejos, acercando la beatitud del paisaje. Se oyen distantes arrullos palomares. Acá, sobre los pastos caen hojas que la fronda del árbol desparrama.

Recordando, vuelvo a ser testigo de cómo llegaba la noche tímidamente en el croar de las ranas y de grillos raspando el pasto. Unas luces se estiraban haciendo los últimos dibujos sobre un verde que languidecía como ella y por ella, y que guardaba en las sombras el color verdadero. Corría una leve brisa invadiendo el espacio y poniéndole a la piel la flor de su frescura. En el cielo aparecía la primera estrella y una media luna comenzaba su reinado, allí, en la bóveda totalmente despejada, como adelanto de una noche excepcional. El olor de las plantas y los pastos era intenso, tanto como el que mi memoria rescataba en vías del recuerdo, que me devolvía el aroma de una playa junto al rumoreo constante del oleaje repitiendo la humedad de su canción. Como en una película transcurrían escenas de variados momentos compartidos con gente. Me asaltaban paisajes con deslizamiento de omnibuces llegando a pueblos en los que los habitantes subsistían compartiendo penurias. No sé por qué, recordé sobre todo a los pescadores en su mundo de botes y de redes, saliendo o llegando, con la interrogante originada en la seguridad y la supervivencia. Allá, en lo profundo de la noche, el mar guardaba peces como trofeo ambicionado, que día a día los remos ayudaban a conquistar.

Estrellas arracimadas lucían en la altura su belleza silenciosa rimando con la Eternidad. De frente, el monte umbrío era una boca oscura, y en la arboleda, de pronto, se aventuraban vuelos pájaros rezagados y urgentes.

Las hojas habían bebido luz por alimento, una luz delicuescente impuesta por el imperio de las horas; una luz que guardaba la memoria de mis ojos que al cerrarse recuperaban contornos precisos. Un resto de árbol semejaba la quilla de una nave quieta, callando para siempre el movimiento. El corte hecho a la madera mostraba los círculos que podían denunciar sus años. El cerno era todo un símbolo; por allí había viajado la savia nutriente desde las profundidad de la raíz, pero era de admirar también la corteza que parecía no querer capitular y fundaba menudos arabescos. 

Y como antes, ahora, todo sucedía a la vez: aún volaban las abejas en la empalizada de mi niñez junto a los plátanos, y a un corredor iluminado; arriba las estrellas decoraban la noche; el puente esbelto salía de mi memoria y se instalaba sobre el temblor del río que lamía la orilla arenosa y las barrancas; las chicharras volvían a la estridencia por el roce aserrado de las alas y volaban mariposas amarillas y azules junto a los techos color ladrillo poniéndole una sonrisa al aire tibio que insistía en soplar. Todo eso tenía que ver con mi visión del, y de los paisajes recordados y vistos, pero también con mi ausencia. Todo eso se repetía cuando yo no estaba, y era visto por otros seres parecidos a mí. Me daba escozor en el alma saber que yo no estaría y que ello le sería indiferente al Tiempo y al Espacio, que, como las tardes y las noches que he referido, igualmente sin mí, continuarían sucediendo, porque en el paisaje, yo era lo único que no importaba.

por Lucio Muniz 
Parque de Agadu - Atlántida - Enero de 2010.

Ver, además:

             Lucio Muniz en Letras Uruguay

Editado por el editor de Letras Uruguay

Email: echinope@gmail.com

Twitter: https://twitter.com/echinope

facebook: https://www.facebook.com/carlos.echinopearce

instagram: https://www.instagram.com/cechinope/

Linkedin: https://www.linkedin.com/in/carlos-echinope-arce-1a628a35/ 

 

Métodos para apoyar la labor cultural de Letras-Uruguay

 

 

 

 

Ir a página inicio

 

Ir a índice de poesía

 

Ir a índice de Lucio Muniz

 

Ir a índice de autores