Por los reflejos de la calle se encienden los recuerdos, tal si bajaran con la lluvia que luego de caer, se expande y toca las cosas uniéndolas, convirtiéndose en piel brillante y uniforme.
Indiferente, el cielo gris y mudo, sucede guardando entre espesos telones las espadas del sol; de ese sol revivido en la memoria de la piel que parece conservar su tacto tibio, que adelgaza para penetrar en la más pequeña hendija, no queriendo olvidar la soledad de ningún rincón, y allí, donde la noche reina, enciende una brasa de su luz que ha partido hace millones de años y que sabe de infinitas distancias.
Miro los brillos instantáneos y los que persisten en las mínimas lagunas que hace el agua, y siento goterones golpeando las plantas que responden con sonido, estableciéndose un coloquio de verdes alimentados por la profundidad de la generosa raíz, que oculta y silenciosa, trabaja para dar belleza y color, para posibilitar el movimiento producido por el soplo de la brisa, que dialoga con el perfume de la flor.
Miro los brillos y por las vías de la memoria llego hasta los patios de la infancia, me zambullo en el caldo del verano y escucho zumbar a las abejas que con vuelos inician el dorado del panal, a esa hora en que la siesta domina la región del sueño y las flores en los jardines son un pequeño paisaje de múltiple color.
Llueve. Llueve y basta con decir lluvia para que se moje la palabra y suene fresca; para que los ojos descubran las salpicaduras brillantes que se abren en vidrios al caer las gotas, esparciéndose, ya incorporadas a la corriente en la que viajan las hojas muertas. Llueve; lo dicen el relámpago con su rápida linterna y las ruedas del trueno pregonando el metal. |