El barrio de los rayos |
Aquella noche, en la esquina de la calle doblada, Rodolfo trajo a colación su preocupación de que en el pueblo hacía rato extendido que no pasaba nada. “¿Pero nada, en qué sentido?” –fue la pregunta-respuesta que largó El pintor, dando por sentado que la vida es una cuestión de sucesos y que por eso es imposible que pase “nada”. “Nada en el sentido de que nada transcurre; no sé. El tiempo parece haber muerto en estos parajes. Ya no hay nada que invite al comentario. Todo tomó un raro tono de normalidad, como si esta fuera una eternidad inmutable” –contestó Rodolfo. Cuando el mate estuvo en sus manos, Rodolfo puso cara de empeño y arrancó a tomar con visible trabajo (no por el hecho de tomar el mate, sino por el esfuerzo intelectual de recopilador), trayendo a cuento varias cosas que habían dejado de ser en Joaquín Suárez. Recordó algunas cosas que fueron vox populi y que prácticamente hacían a la mitología del lugar, como por ejemplo el desamparado barrio de los rayos: barrio que quedaba de camino a la pista de carreras, que situada en las afueras del pueblo, en las tardes de domingos, solía producir un ruido a enjambre de mangangá que llegaba a todos los rincones de la población sin excepciones. En aquel barrio, durante los días tormentosos -y dada la falta de pararrayos-, los enviados de Zeus saltaban al vacío en busca del amor. Los habitantes del barrio –y Rodolfo lo supo porque el amor de su vida vivió en ese barrio- sostenían que los rayos eran asiduos a ese punto geográfico porque las cantidades de agua que allí se juntaban, multiplicaban las luces de las casas del barrio, creando la ilusión de que se trataba de luces temblorosas con ansias de aparearse; y de ese modo sus pares moradores de los negros nubarrones bajaban al falso llamado del amor, estrellándose y perdiendo sus incandescentes vidas contra los embarrados charcos de la calle Carmelo. Pero no todo era tan puro en esta historia de amor luminoso, pues a consecuencia de estos amores idílicos que se figuraban los rayos en el fondo de aquellos charcos, las personas del lugar padecían toda clase de calamidades: televisores, radios y demás artefactos eléctricos quemados; sustos de desproporcionada envergadura; lesiones y hasta la muerte en algunos casos. Pero como Rodolfo venía diciendo en el medio de la tertulia de la calle doblada, ese hecho formaba parte, junto con otros tantos, de una cada vez más fantasmagórica memoria colectiva que últimamente venía cediendo ante los embates constantes de la instantánea rutina moderna. Los celulares, las computadoras y la televisión estaban suplantando a los reyes magos, y regalaban ilusiones plásticas e inmediatas, y se llevaban el fresco pasto de los sueños y el agua de los recuerdos y las nostalgias. Junto con ese progreso tecnológico, los habitantes del barrio de los rayos, en vista de que tanto amor a veces mata, hicieron una campaña en pro del sembrado de pararrayos y elevaron un pedido a la junta sanitaria para que se levantara el nivel de las calles y se taparan los baches, con el fin de evitar la acumulación de agua. Luego de eso, nunca más se supo de aquellas encendidas pasiones; ni de la sensación a bañado en plena ciudad; ni de las migraciones de los sapos gigantes cruzando la calle; y ni de dos personas que se quisieran tanto como Rodolfo y el-amor-de-su vida. En las noches de tormenta, después de las disposiciones que se llevaron acabo, no se volvieron a ver rayos por la zona y los vecinos vivieron más tranquilos, más quietos, más adormilados y cada vez más abandonados de recuerdos sobre amores que hacen temblar el piso. En esas vidas ya nada volvería a sacudirse. |
Claudio Munist
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