Ocupaba la celda 50 del sector de planta baja llamado El Cantegril. Lo rodeaban vecinos de celda del más bajo nivel en la escala del penal. En el tiempo que lo conocí jamás tuvo problemas con nadie, a pesar de sus antecedentes de pistolero de la pesada y de ser un hombre de pocas pulgas.
Era de Rosario, Argentina. Pistolero de gran inclinación por los bancos, no los de las plazas, claro.
Conocía todas las cárceles del país hermano: Devoto, Las Heras, Olmos, Coronda, y hasta la legendaria Ushuaia, en Tierra del Fuego. Un historial cañero envidiable por la experiencia de vida y de sufrimiento que había tenido que pasar por sus "trabajitos".
Era afable, muy culto, pasaba horas leyendo. No hacía deportes por su edad, y contaba jugosos relatos de su vida carcelaria, en realidad, casi toda su vida.
Con él teníamos largas charlas en las horas de patio, de las que siempre se aprendía algo más para moverse en ese duro ambiente de la cárcel. Y realmente era duro aun para los médicos, por las situaciones que podían surgir repentinamente, y que nos podían involucrar.
El respeto de los presos por los médicos era proverbial. Ellos nos precisaban y debían cuidar de nosotros; de hecho, lo hacían, evitando que tuviéramos roces innecesarios o cualquier tipo de trastorno durante nuestras guardias.
Hubo una época en Punta Carretas en que el médico de guardia, a última hora de la tarde, repartía la medicación, celda por celda, en forma personal.
Estaba frente a la celda 50, absorto en el reparto de remedios "domiciliario", cuando se originó una situación de riesgo para mi persona, sólo por el hecho de estar cerca.
Una cuadrilla de fajineros barría y pasaba el lampazo por el corredor. De repente, uno de los presos le pegó con el trapo de piso a otro, y este le respondió dándole con el cepillo en la cabeza. Sacaron los cortes y empezó la esgrima, todo a un metro de mí, que contaba para protegerme sólo con una caja con medicamentos.
De repente el Ruso abrió la puerta de su celda y, tomándome por el cuello de la túnica, me introdujo en ella. Mientras tanto, en el piso había dos heridos por los puntazos. El Ruso se deshizo en disculpas por la forma en que me había retirado del lío, y me explicó que en el fragor de la pelea, aun sin tener nada que ver, un puntazo te puede tocar.
El Ruso me había salvado.
Supe que se fue en libertad. Lo vieron en Colonia, trabajando cerca del puerto. |