Al costado de la sala Giribaldi del Hospital Penitenciario había un largo pasillo que llevaba a la residencia de las monjas, dos Hermanas de la orden de San Vicente de Paul.
Desempeñaban tareas de apoyo en la salita de Maternidad. La mayor de ellas, Inés, era un ángel de ternura. Conocía la vida en su totalidad, ya que había hecho los votos siendo viuda, y abuela. Era bondadosa y servicial, y para ser hermana de caridad, era picara.
Las pocas veces que mandaban una monjita joven para acompañarla en sus tareas, la Hermana Inés, al ver las miradas de los presos, cada vez que la monjita nueva atravesaba el patio, decía: "Si no la corro pronto de acá, vamos a tener problemas..."
Era un chiste, pues a ninguno de los presos se le hubiera ocurrido faltarles el respeto.
La Hermana Inés era una excelente cocinera, y en mis guardias siempre traía o mandaba alguna masita casera, o unas bombas de crema que ella misma hacía.
Eran una isla de bondad, en un lugar donde la maldad estaba concentrada, y surgía de repente, por hechos nimios. |