Una cura cuento de Juan José Morosoli
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Ir a buscar un hombre cogotudo como Montesdeoca luego de haber andado —como era público— consultando Doctores y Especialistas, era una cosa seria. Por eso Abella entró disculpándose. —Si han puesto mano en él, yo no tengo la culpa, dijo. Correa, el enfermo, era medio caudillo. Y rico para mejor. —Fueron “los de'la departamental”..., terminó. Montesdeoca pareció conformarse con la explicación. Contestó sencillamente. —Y... a veces aciertan... Preguntó después: —¿Y en resumidas cuentas, qué carculan? —Nada. —¿Nada? ¡Y el hombre se les va!... ¡ Lindo! —Dicen que no le encuentran nada. Eso es lo que dicen después de andar con papeles y análisis y fotografías. Nada. Abella espera la decisión de Montesdeoca. Éste callado ha quedado pensando, la cabeza levantada mirando al techo. Tras un silencio largo vuelve a preguntar: —¿Hicieron "analis” de la ropa? —No. No han hecho. Ni siquiera han tocado la ropa. —Bueno, dijo, vamos. Si podemo hacer algo, haremo... • • • • Ahora está, sondeando a Correa. Quiere saber las cosas por boca de él. Claro que sabe mucho del hombre. De la vida que hace en la estancia vieja, donde no hay una sola mujer. Pero lo que sabe es por boca de otros. La enfermedad empezó la noche que fue a lo de “la Colorada”. Él iba allí una vez por mes. A veces antes, si ella le avisaba "que tenía alguna cosa que valía la pena". Él era un sesentón fuerte, de pescuezo corto y grueso y pecho levantado. Siempre fue buen diente. Del estómago no sufrió nunca. Dormir, dormía donde se acostara y “casi al caer”. Pero aquella noche volvió de la ranchada como había ido, luego de pasar vergüenza, porque no se había portado como se tiene que portar un hombre que se acuesta con una mujer. Llegó a su casa con la frente apretada. Se acostó y en vez de dormir comenzó a cismar. —Cisma que empezaba al apagar la vela y terminaba con el día... Tinguitanga que siguió hasta hoy... Proseguía. —A los tres días volví al rancho, a desengañarme... —Uno no se va a hacer viejo de golpe, dijo... Una vela se apaga de golpe pero se consume de a poco. ¿Es así o no es así? ... La muchacha se había ido. Pasó un circo con unos pruebistas, y un brasilero que trabajaba con unos monos le prometió hacerla artista y se la llevó... —Eso, ¿a los cuántos días jué?, preguntó Montesdeoca. —A los tres. • • • • Tres días pasó Montesdeoca encerrado con las ropas de Correa. Alguna vez entraba Abella a ofrecerle comida. —Don Montes, ¿no se le anima a un asadito? —Vayasé, contestaba éste. Y señalando las ropas agregaba: —¡Demasiao asao tengo con este bruto misterio!... A los tres días partió hacia el rancho del suceso. • • • • Lo esperaban anhelantes Abella y Correa. —No está lejo que andemo bien... Abella se dirige a Correa. —Entonce pronto está como nosotros... —No está lejo no quiere decir que esté cerca, responde Montesdeoca. Esto detiene la conversación. Don Montes deja que el silencio se espese y aprete los hombres. Al fin aclara: —La enfermedad se fue con el circo... —Parece reanimarse de golpe. Él, tan callado se pone barullento, palmea al enfermo: —Ahora,; dice, vamo a comer los tres... Precisamo comer y chupar... La madrugada los encuentra hablando fuerte. El asado y la caña pone locuaz al grupo. Montesdeoca no tiene por qué negar que está lleno de esperanzas... —¿Miren, dice, cuando yo digo esto quiero decir mucho... Con el día partió siguiendo las huellas del circo. • • • • A los cinco días volvió. Había encontrado la enfermedad. Con él llegaba una sobrina, pues se necesitaba una mujer que conociera el reloj “para dar a horas ciertas los remedios". • • • • Correa mejoraba. No había duda. El hombre comía y dormía. Cocinaba la mujer que era una especialidad para eso. Hacían mesa los cuatro. Buen asado. Buen vino carlón. Gallinas. Pasas de higo. Café. Alguna vez Abella —medio “adobado”— dejaba caer alguna frase picante. Montesdeoca se dirigía a la sobrina: —Retírese, le decía. Y al compañero suelto de lengua: —Cuando ella esté, me hace el favor... —Sí compadre... Entre la gente hay que ser boca limpia, tercia Correa. Se ponían un escarbadiente en la boca —como en los hoteles— y se iban a descansar la comida. • • • • Aquella mañana Correa encontró a Montesdeoca emponchado para partir. Se asombró. —¿Qué le pasa Don Montes? Nada. Se iba. —Toy casi de agregao aquí... Además, del pueblo “lo pedían”. También allí había enfermos... —Pero cristiano, responde Correa, ¡de agregao!... ¡Estaba vivo por culpa de él y salía con eso! Además él podía pagar cualquier plata. ¿Habría plata mejor gastada que en la salud? Montesdeoca se achica, humilde: —Taría de Dios en salvarse... Entra a agradecerle el trato. La confianza. —Usté se me entregó... Su casa ha sido un hotel... Falta poco para terminar la cura, además. Le deja la sobrina. Cuando las ropas que vistió la noche de la ligadura “avisen la cura’' el vendrá por la muchacha. Y termina: —Vine a ver un muerto y dejo un amigo... ¿Taré! o no taré contento? Correa lo despide conmovido, • • • • Don Montes llega a lo de Abella, a quien encuentra misterioso. —Han pasao cuatro meses sin noticias... Él está preocupado. Por eso viene. —¿No mejoró el hombre? ¿Está enferma la muchacha? Abella sigue callado, disparando con los ojos de la presencia del curandero. —Tendré que pensar en alguna desgracia... Abella, de golpe salta de su timidez, en un esfuerzo por sacarse de arriba la revelación. —¡Dejemé amigo!... ¡entre los dos han hecho una barbaridá bárbara!... • • • • Dea Correa tiene dos hijos. La sobrina está cada día más buena moza. El matrimonio se da buena vida.. Dos veces han hecho venir un auto del pueblo para ir al biógrafo. Montesdeoca es el que administra todo. —¡Qué quiere, dice, dejé la medicina!.... Uno se cansa de salvar gente, y uno también es dueño de tener sus expansiones... Ver, además, Juan José Morosoli en Letras Uruguay |
cuento de
Juan José Morosoli
Revista "Escritura" Nº 9
Montevideo, noviembre de 1950
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Juan José Morosoli en Letras Uruguay
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