Por la noche veíamos el resplandor rojizo de las hornallas y el humo liviano y azulino de la "quema", subir suavemente a las estrellas.
Adivinábamos las figuras negras y apresuradas como hormigas de los cuidadores de "las bocas".
Algunas noches la música de un acordeón, lejano y leve como el humo, parecía salir del horno mismo y quedarse vagando por el monte.
Los carboneros eran los dueños del humo de la noche, de las bocas con fuego de las hornallas, de la música del acordeón vagabundo. Del monte entero donde de hora en hora cantaba algún pájaro sin sueño.
Deseábamos ser carboneros como aquellos hombres.
Un atardecer sin luz, cruzado de garúas, nos acercamos a ellos.
Sus chozas estaban mojadas. En el piso de barro hacían equilibrio míseros catres de guascas.
Vestían ropas absurdas y calzaban tamangos de lona. En sus caras erizadas de barba ardían los ojos febriles.
− Hace noches que vigilan, defendiendo su tesoro de vientos y lluvias −dijo mi padre…
Fogones abandonados rodeados de huesos iban señalando su camino de conquistadores de la selva…
Pensamos en las noches de sus chozas con barro y sin luz. En sus catres sin calor. En la vigilia entre garúas y vientos.
El calor de los viejos troncos que ardían bajo el retobo de barro de los hornos no sería para ellos.
Desde ese día dejamos de envidiarlos.
Empezamos a quererlos. |