El agua que corría por la calzada se llenaba de pequeños barcos de papel, que arrojábamos uno detrás de otro. Luego los seguíamos con la imaginación en su viaje por las calles del pueblo. Mi padre nos reprendía. Aquel continuo ir y venir bajo la lluvia, terminaría por mojarnos la ropa.
− Déjalos –decía abuelo. − No son los botes, son ellos que viajan…
Siempre el agua en nuestra alegría. El agua corriendo como nosotros.
Tras los ríos de la calzada, las cañadas llenas de saltos y con enaguas de espuma como las niñas.
Las cañadas llenas de encanto, con la juguetería de sus piedras de colores, redondas y sonantes como monedas.
Quisimos hacer una colección pero comprendimos que era imposible. Era tan difícil como coleccionar nubes.
− ¿No ves que todas, todas, son de colores distintos?...
Había de colores que solo se podían definir por comparación. Colores que solo tenían las frutas, los pájaros y las nubes.
Las golondrinas volaban sobre su cauce sonoro flechando la mañana. Peces como hojitas iban en la corriente.
Junto con los pantalones largos conquistamos el arroyo que ya era cosa de muchachos y no de niños.
Y luego las noches del arroyo.
Íbamos a pescar con los amigos.
La noche se escondía en el monte. Algunos pájaros cantaban las horas como relojes. La corriente se cargaba de estrellas. Las lagunas le tiraban de la cabellera a los sauces.
Nos reuníamos en torno de los fogones donde llameaban azules y amarillos los leños del pago.
La noche se iba corriendo hacia los bordes del campo y el arroyo se guardaba monte adentro…
Siempre había una corriente de agua en nuestras horas mejores.
Pero las cañadas eran las más queridas. Las cañadas son la niñez. |