El cordero guacho había crecido mucho.
Ya le resultaba chico el guarda patio. Con sus carreras y brincos destrozaba las plantas que eran orgullo de mi madre.
Mi hermana optó por ceñirle una cuerda al cuello que ató luego a un hierro de la verja.
Pero pronto hubo que ponerle en libertad nuevamente, pues el animal tiraba de la cuerda con todas sus fuerzas, con peligro de ahorcarse.
Fue entonces que mi madre dijo estas palabras:
–O el guacho o el jardín.
Mi hermana se echó a llorar:
–Lo matarán– decía, –lo matarán…
Cuando llegó mi padre y se enteró, dijo simplemente:
–Mañana resolveremos…
Al otro día nos llamó:
–Ustedes vendrán conmigo. Juan lo llevará. Lo soltaremos con sus hermanos.
Tras una pausa agregó:
–Volveremos dentro de un mes y lo traeremos nuevamente a casa. La penitencia le hará bien. Se corregirá.
Lo dejamos con el rebaño. En la espuma gris de la majada, su lana blanca parecía un copo de nieve.
Volvimos al mes.
–Llámale por su nombre– dijo mi padre. –O búscale por el color.
Mi hermana le llamaba mientras caminaba entre el apretado rebaño. No pudo reconocerle por su color. El copo de espuma había desaparecido en la espuma gris de la majada. Tampoco el guacho respondió a su reclamo donde temblaba el llanto.
Tras una pausa dijo mi padre:
–En el rebaño todos son iguales… son todos grises… y no desean que se les reconozca.
Y regresamos tristemente a casa.
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