El garcero entra en el esteral como un gato montés en la maraña. Se desliza más que camina. En vez de hundir las maciegas, su paso blando parece levantarlas. Apenas si alguna flor de espadaña, rozada al pasar, echa a volar sus mil estrellas diminutas. Tras su paso queda un resuello de burbujas. El esteral recibe como un amigo cómplice.
Allí está el hombre callado y quieto, estirando su atención en miradas que rastrean a los mil habitantes que hierven entre el matorral de sagitarias, paja y caraguataes. Un croar unánime sube hasta su vivienda que tiene algo de nido. La forman palos y ramas cruzadas entre los árboles que disputan las pocas tierras firmes.
Otras veces, un ruido de flautas sube desde el fondo, en glus-glus verdes que revientan en la superficie de aguas muertas. Parece respirar la tierra en aquellas burbujas de música.
Los días nacen y mueren frente a su silencio, que más es de planta que de hombre.
Un día un oscuro collar aparece cerrándose y abriéndose en graciosos vuelos en el horizonte lejano. Puntea, centrando aquel tornear de miles de alas, un rutero, más negro en la soledad azul de la amanecida.
Son los maragullones que inician el regreso de sus viajes lejanos, llamados por los vientos primaverales.
Llegan al fin las garzas en pequeñas bandadas, largas y serenas, tendiéndose en vuelos lentos como nadadores del aire.
El garcero en su aripuca lacustre afilaba su puntería. Un plomo agujereaba el sonido, que el algodón verde del estero parecía sorber de inmediato. El silencio parecía escuchar pero el hombre no repetía nunca el tiro. El ave alcanzada se doblaba y se moría como una flor en leves aleteos. Cuando la noche llegaba el hombre hacía su cosecha.
Una brisa lenta iniciaba un concierto de cuerdas asordinadas al cruzar los matorrales de paja brava…
El hombre salía ahora hacia las tierras altas. Parecía venir de una enfermedad.
Los ojos ardían en el rostro pálido, afilado de ayunos.
Pero en sus manos colgaban nubes de plumas rosadas y blancas.
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