Fronteriza
cuento de Juan José Morosoli

ilustrado por Sifredi

El sueldo era bueno. Pero él —Cedrés— no tenia interés en el empleo.

—Soy enemigo de responsabilidades, dijo. Y poco amigo de recibir ordenes de mujeres ... Soy de la idea de que las mujeres son buenas para prosear, tomar mate dure, y echar hijos al mundo...

Sabia bastante de la vida de “Chiquiña", pero estaba “buscándole la boca” al almacenero que le había ofrendo el puesto.

—¿Prosear y tomar mate? —contestó el otro—. Puede estar seguro que Chiquiña es capaz de estar un día entero haciendo las dos cosas. . ¿Echar hijos al mundo? Eso es lo que menos le gusta ... Al menos la historia que anda por el pago dice algo de eso...

—¿Entonces? — se afirmó Cedrés — ¿Tiene algún hecho feo?

Si. Chiquiña había pasado de la sala a la cocina. . De fregaollas a señora. Y parece que era verdad que entre ella y el Comandante “afrentaban" a la patrona. También se supo que Chiquiña estuvo por ser madre y que de la noche a la mañana quedó señorita otra vez ... La pobre mujer del comandante murió más de disgustos que de enfermedad. El comandante se cadó con Chiquiña cuando las coronas de la sepultura de la finada estaban aun sin deshacer ...

Cedrés iba dejando caer “fijeses" y “mireusted” con aire inocente y distraído o colocaba preguntas que parecían no tener importancia.

—¿Medio derrepente murió el comandante?

—El pobre murió sin caracú en los huesos ... Para algunos la juventud ajena es una enfermedad... Enfermedad que no pueden curar los doctores..

—¿Por?

—No ve que ella no quiso abandonar la pieza... Calculo que Chiquiña con mirarlo nada mas lo debilitaba...

Asi fue como un día la mujer se encontró con una estancia con un camposanto adentro.

Cedrés pensó un poco y dijo estas palabras:

—No está lejos que me dé una vuelta por allí... Total, a mí no me va a comer el caracú...

Soltó la risa, monto y partió

Chiquiña le dijo que en el puesto del rincón robaban todas las noches. Que sus peones eran “unos negros caducos” de la gente del finado comandante. Que había tenido dos o tres puesteros pero con familia ... Y que hombres así no quieren ver sangre...

—¿Usted es soltero? —pregunto.

—En buena hora —respondió Cedrés sonriendo.

Ella no pareció oír la frase.

—Por eso le digo —siguió— yo preciso un hombre que se haga respetar...

—¿Y habrá dao con él? — preguntó Cedrés.

—Figura tiene.

Y nada más. Ni ella agregó palabra ni él preguntó cosa alguna. ¿Se quedaba? ¿No se quedaba? Por ahora estaban callados. El grande y parejo, de bombacha fina que dejaba adivinar los muslos fuertes. Vestido sin coquetería paisana. Irradiando una fuerza de macho, segura y tranquila. Ella parada frente a él midiéndole la fuerza sin aflojarle, en una actitud retadora. Era un poco gorda —“ni tanto, tal vez, sólo de buenas carnes"—, de mejillas redondas, bien regadas de sangre ‘‘apeligrando reventar de maduras, como una fruta". El pelo tirando a mota, actuado hacia atrás para no dejarla hacer caracol.

Chiquiña se presento al puesto a los cuatro o cinco días. Cabalgaba como un hombre y tras ella venia un negro viejo como asistente.

Cedrés regresaba de la recorrida mañanera. Desensillaba cuando se presentó ella.

—¿Anda de recorrida con la fresca? — preguntó.

—No señora. Vigilando las vacas. Parieron dos... Cuerié otra...

Lo dijo casi humildemente, en una información de peón a patrón.

Después fueron al potrero lejano. Sin hablar. Los caballos emparejados. Y con el negro viejo detrás, cuyos ojos y cuyo silencio sentía Cedrés en la nuca.

Llegaron al potrero donde las vacas servidas comenzaban a parir. Se detuvieron frente a una vaca que caminaba trillando en circulo, cuyo centro era un “sombra de toro" gigantesco.

La vaca se detuvo detrás del árbol y luego se corrió hacia un bajo. La sierra caía en rápido descenso y moría en un cañadón.

Cedrés se levantó parándose sobre los estribos, visteándola.

Fue cuando Chiquiña lo vio realmente. Tal cual era. Parecía levantar el caballo con las piernas. En el cielo claro coronando la sierra, donde se recortaba, parecía subir de la tierra, despegándose.

Volvió luego.

—Tengo ganas de comer bacaray con pelo largo —dijo ella.

—No sé matar vacas en ese estado — contestó él, y agregó: —Pa eso tiene mucha gente en la estancia...

La mujer no respondió. Luego al viejo:-

—Vamos, ordenó, y dio la espalda a Cedrés.

Cedrés sonrió. Hizo un cigarro lentamente, le dio fuego y silbando, sin prisa regresó al puesto.

Chiquiña se levantaba a media mañana. Se sentaba bajo la amplia enramada que enfrentaba a los galpones de la peonada y allí iba dando cuenta de la cebadura de mate dulce acompañado de roscas y pasteles.

Sus mediodías eran largos, de guisos dulces y postres abundantes, bien regados de vino seco.

Tras la siesta larga, volvía a lo mismo, mientras la “negrita piecera" le alisaba el cabello, en un esfuerzo repetido por hacérselo lacio. Y la negra vieja le acarreaba mate con canela.

A los tres o cuatro días de hacerse cargo del puesto, ya andaba Cedrés a los tiros. El sabía que matar un hombre porque robaba una oveja era un crimen. Pero no le gustaba que no lo respetaran. Pensó bien lo que tenía que hacer y una noche descargó un arma de repetición sobre el alambrado que dividía el campo de su patrona con el pueblo de les negros. Al otro día se presentó a la comisaría.

—Anoche les prendí bala a los ladrones de oveja... Calculo haberle pegado a alguno...

El comisario fuá al “pueblo” de los negros, revisó los ranchos, hizo preguntas, indagó. No encontró muertos, ni velorio. Pero antes de irse dejó caer esta frase:

—Tengan cuidao!... El hombre que puso Chiquiña es agalludo. Le gusta más matar que casarse, según me dijo.

Después fué a lo de Chiquiña a informarle.

—No pasó nada... Pero ha dao con un hombre que es capaz de todo... Me parece que pronto les va a atar las muñecas a los mano larga... ¡Y va a ser a tiros!

Como pasaban los días y él no venía a comunicar novedades ella lo mandó buscar.

—Que se venga temprano, le dice al mandadero.

El llegó temprano cuando aún Chiquiña estaba en la cama. La negra vieja parecía tener instrucción pues apenas él llegó, sin esperar nada, avisó a la patrona y volvió con la respuesta.

—Dice que dentre, anunció.

Chiquiña estaba en la cama. Era una cama grande, “como pa tres, lo meno", llena de colgajos y puntillas. Una bata de seda punzó le abrazaba cuello, busto y rostro.

Más que para esperar un peón parecía vestida para esperar un novio.

Cedrés consideró la pieza. No había una sola silla para sentarse, pues la única que había desaparecía bajo un montón de ropas.

Entonces se volvió, cerró la puerta y dijo naturalmente:

—No sea cosa que oigan !o que no les importa.

Cuando salió lo hizo acompañado da Chiquiña. . .

Fue a los cuatro o cinco meses que encontró en el campo a Gregaria Lemes partera y curandera “que lo mismo ayudaba a entrar al mundo que empujaba para salir de él”. Sabía Cedrés que Chiquiña estuvo embarazada del comandante y que luego de una visita de días de Gregoria, aquella había “aparecido señorita otra ver".

—¿Qué andás haciendo?, preguntó Cedrés a la mujer.

—Me mandó buscar Chiquiña.

—¡Vos te das vuelta antes de que te curta a mangazosl

La vieja se asombró, pero frente a la actitud del hombre dio vuelta.

—Y ojo con mandar mensajes, ¿oíste? porque te prendo fuego al rancho con vos adentro, le dijo como despedida.

Cuando él llegó a la casa encontró a Chiquiña sentada frente a la puerta.

—¿No vio a nadie en el campo?, preguntó ella.

—Sí. A la vieja Gregoria. La hice dar vuelta.

—¿Por?

—Porque no me gusta que deshagan lo que yo hago.

La mujer se irguió, en un súbito estallido de su energía.

—Usted es un sinvergüenza. Busca que le abran la portera y lo pongan en el camino.

El contestó simplemente:

—Está bien. Quien manda, manda.

Y se fue.

Anochecía cuando ella lo mandó buscar. El llegó con la ropa del camino, aquella que traía la mañana que viniera a buscar trabajo. Se sorprendió ella.

—¿Qué le pasa?, preguntó.

—No me gusta estar de más... Es mejor estar de menos... Y que me abran porteras. Las sé abrir solo.

Usté es un consentido Con muchas pretensiones ... Sabe que no tengo quien cuide el capital.

Había bajado los ojos. Las manos sobre el vientre como protegiendo algo.

El no dijo nada. Esperaba que ella siguiera o esperaba encontrarle los ojos con la clave de su actitud o su decisión.

Como ella no dijera nada ni levantara la mirada que él buscaba, preguntó:

—Bueno. ¿Y en que quedamos?

Entonces ella levantó los ojos. Estaban al borde del llanto.

—En que tiene que cuidarme todo, dijo débilmente.

El se acercó ablandado por aquella voz míe tenía las últimas fuerzas de la mujer. Le puso las manos sobre los hombros y dijo simplemente:

—Usted cuídese usted, que yo respondo por lo demás oyó?

Se volvió hacia la puerta, la cerró y ya junto a ella, casi sobre el rostro de ella, terminó:

—Y «hora vamos a hablar de nosotros, despacito, ¿quiere?

cuento de Juan José Morosoli

 

Publicado, originalmente, en: Suplemento dominical de El Día Montevideo, 28 de marzo de 1954 Año XXIII Nº 1106 (formato pdf)

Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación

Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)

Ver, además:

                      Juan José Morosoli en Letras Uruguay

Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce 

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