En el mar hay cementerios de barcos.
−Sí. Y en mi pago hay cementerios de caballos. Como en la India hay cementerios de elefantes. Una cañada, unos sauces criollos y unas piedras que están al borde de la huella parecen tentar con su paz a los viejos caballos sin querencia que ambulan por los caminos…
−Mi pueblo es el cementerio de los circos…
Es un pueblo perdido en el campo. Trasmano de toda huella. Para allí no vienen ni van caminos. Los circos llegaban allí a reparar sus fuerzas. Como los barcos en los diques careneros. A veces no lo lograban y se morían allí. Restos de sus lonas y de sus letreros estaban por los bordes del pueblo como restos de un naufragio. Frente a la pulpería de las carretas hay un letrero que dice: Fenómenos, bestias y leones…
Por eso mi pueblo está lleno de viejos artistas que no tienen sino recuerdos. Uno de estos hombres –el domador Arbelo- es quintero.
Tenía treinta años cuando llegó allí por primera vez. Me dijo que cuando juntara algún dinero compraría tierras y haría una quinta.
Cuando llegó allí por última vez, viejo ya, se le murió el último león. Entonces era domador y caramelero, pues el dueño no dejaba vender dentro de la carpa sino caramelos que fabricaban allí. Como llovió durante varios días seguidos, el circo quedó cercado por el barro. Uno a uno, comenzaron a irse los artistas. A Arbelo se le enfermó el león. Decía que lo había muerto la humedad. La noche se llenaba de unos rugidos mezclados de golpes de tos que daban mucha lástima.
Arbelo terminaba:
−Perdí el león que era lo único que quería en el mundo, pero si el circo no hubiera terminado, nunca hubiera sido quintero…
|