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Sobre la creación novelística

Conferencia
Juan José Morosoli

Sres. y Sras.: comienzo agradeciendo a los dirigentes del club Wanders la oportunidad de charlar frente a ustedes. Aspiro a ser parte de un hecho afectivo sin pretensión de acto cultural o artístico. Y contento estaré si logro irradiar esa sencilla alegría que siempre tenemos los hombres del interior cuando nos encontramos con otros hombres del interior con quienes fatalmente nos entendemos por una suerte de afinidad espiritual que nos viene de nuestra actitud humana frente a los demás de una forma de solidaridad que sólo conocemos los que entendemos en su sentido integral la palabra-adjetivo: vecino. Es esta pues una visita de vecino a vecino y no otra cosa. No soy por otra parte ni conferencista ni charlista siquiera, sino un escribe papeles que trata de interpretar a las gentes humildes, a veces sin grandes accidentes psicológicos, entendiendo que los caracteres que revelo tienen que ser revelados por alguien, libertando así a nuestra producción literaria del círculo vicioso de la creación a distancia del medio y del hombre, terminando con el literato que en mérito de un título universitario y a pesar de vivir en la calle 18 de Julio de Montevideo, pinta el campo con sus hombres y sus problemas. Por otra parte, doy vigencia a un pensamiento que expongo frecuentemente. El de que la forma de absorción más dramática del centralismo es aquella que lleva a la ciudad capital a todos los hombres mejor dotados de la creación literaria, quitándolos del medio donde viven en el que son necesarios para no detener su evolución. Nuestras fuentes de material literario está donde estamos nosotros y si queremos crear un arte con cierta trascendencia universal, tenemos que revelar lo circundante, lo que nos va nutriendo por teluricidad, libertándonos del concepto equivocado de que lo regional es una limitación. Lo es sin duda cuando no contiene lo fundamental del medio que revela, pero cuando lo contiene, trasciende hacia lo universal que es al fin y al cabo el destino de toda obra de arte, ya entonces mensaje con destino infinito.

Por la fijación de la obra creada de un medio y una sensibilidad ha sido posible la historia del arte para la que vale más la creación rudimentaria de un indígena que la imitación imbécil de un pseudoartista orientado por la influencia de una falsa cultura. Tal vez parezca fastidiosa la repetición de que en cada pueblo, en cada lugar de nuestra tierra, así sea Sarandí del Yí, o Minas, o Pueblo Poncho Corto, hay caracteres novelables tan ricos de sugestiones psicológicas como puede haberlo en cualquier lugar ya historiado en el arte. El día que los escritores uruguayos salgamos a descubrir nuestra tierra y nuestro hombre produciremos, salvándonos del olvido, la obra que nos de presencia universal como pueblo creador de un arte universal. Voy a divagar a vuela pensamiento sobre la creación novelística. Lo hago por lo poco difundido, penetrado y analizado del tema y por una razón que afirmo con unas cifras. Desde 1860 hasta hoy se han catalogado en nuestra Biblioteca Nacional más de diez mil poetas y cuarenta o cincuenta novelistas. De los primeros, tienen vigencia hoy quince o veinte, a lo más. De los segundos, cinco o seis. El verso que acaparó el entusiasmo de muchas generaciones pagó tributo a una forma de cultura -no sé si puede llamarse así- libresca y de pedantería universitaria, de retórica asimilada de los poetas en auge en aquellos tiempos, de elocuencia poética sin contenido lírico alguno. Una producción cargada de la cartonería mitológica llena de libros y revistas. De aquella inmensa floración lírica se salva Herrera y Reissig que es una conciencia sublimadora de la buena lírica francesa de aquel tiempo. Quiero -antes de seguir- anotar cómo un mojón de término y principio una fecha: 1900. Queda dicho que aquellos poetas no nos revelan para el mundo. Son ellos hoquedades cargadas de ecos de otras voces. Trompería, bronce de charanga, música que muere en el oído, frustrado su mensaje, pues el oído es sólo el que recibe y transmite el mensaje que va a lo profundo del ser a conmoverlo -como una palabra a un remanso- y distribuirlo luego en ondas cada vez más amplias y más sutiles. La novela, que es la forma reveladora de la realidad por excelencia y el cuento que es la novela en pequeño -lo que el apunte al gran cuadro de composición- no tientan al escritor nuestro del medio al fin de siglo. De todos sus cultores queda, único y erguido, ya dueño de los tiempos historias de este arte, Acevedo Díaz, señor de sus creaciones, señor de su vida, primer conciencia ciudadana total -como artista, se entiende- desdeñoso de juegos de política, que establece en un momento la diferencia de nuestros partidos políticos con un criterio objetivo de pintor: el blanco y el colorado se parecen y son lo mismo en cuanto a color. Reyles, el otro universal nuestro, entra en esa universalidad con una obra de arte que no nos revela: "El embrujo de Sevilla". A nadie se le ocurriría, a pesar de la calidad de esta obra, entregarla a un extranjero para que él juzgue nuestra cultura y nuestra capacidad creadora. Su Gaucho Florido no salvará sin duda la prueba de la centuria. Tiene en su contra cierta perfección que no es otra cosa que su construcción cerebralista sin pasión y sin roce profundo con el hombre que pinta. Reyles era demasiado aristócrata de gustos -entiéndase bien esto: de gustos-, demasiado nutrido de cultura europea para convivir íntegramente con nuestro hombre. Habla de gleba, tierra, sarna y azufre, sudor, carniza, quereza, sudor y bajera no entran en sus libros como no entran en sus gustos por el campo que él goza en sus virtudes casi patricias y nada más. No era pues, hombre de campo, que no es lo mismo que hombre con campo, concepto que ahora parece haberse ganado puertas adentro de asociaciones nativistas, que creen que los gauchos son los estancieros y los poetas gauchos los doctores a quienes les gusta el campo con heladera y radio. Era Reyles el hijo del estanciero rico, dueño de una cultura universitaria, estanciero él mismo, afincado en Sevilla, Madrid y París, más parecido por eso mismo al argentino parisién que se da el lujo de ser parisién con el respaldo de su estancia heredada.

Quiroga, el inmenso, da otro ámbito. Su grandeza podrá ser reveladora de una capacidad creadora nuestra, pero la creación en lo que a nosotros se refiere tiene poco que ver -aunque nuestro patriotismo proteste por ello- puesto que su mensú, su chaqueño, su extranjero trashumante, son de un punto geográfico típicamente americano pero no uruguayo. Y entro en mi divagación. ¿Pero es que divagar es definir? ¿Pero es que divagar es construir? No. Pero es que no se trata de definir la novela como creación literaria. Ni de adivinar su destino, según algunos filósofos del arte en trance de desaparecer. De estas divagaciones podrán o no sacar conclusiones, podrán o no iniciarse discusiones pero el tema es fermental y cada uno podrá si lo desea, ahondar sacando conclusiones. Vamos simplemente a anotar algunos hechos, discutir algunos conceptos, enjuiciar algunas opiniones y analizar algo de lo hecho en América y particularmente en Uruguay.

Juan José Morosoli

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