El burro
cuento de Juan José Morosoli

Umpiérrez se levantaba, empezaba el mate, encendía el fuego y ponía un churrasquito en las brasas. Después desayunaba y se iba al horno de ladrillos donde trabajaba. Al mediodía se apartaba del grupo de "cortadores" que hacían un fuego en común, encendía su propio fuego, tomaba mate, ponía un churrasquito y almorzaba. De tarde, al regresar del horno, pasaba por el matadero, levantaba achuras, las asaba, tomaba mate y cenaba. Luego se sentaba frente a la noche, fumando. Por el camino ciego que moría en el horno, no pasaba nadie. A sus espaldas las tunas y cinacinas borroneaban la noche. Después se iba a dormir.

Una vez Anchordoqui le preguntó:
-¿Pero vos no vas nunca al boliche?
-¿Pa qué?
-A jugar un truco... A tomar una caña...
-¿Para salir peliando después?
-¿Y las mujeres, no te gustan?
-¿Pa qué? ¿Para llenarte de hijos?
Anchordoqui seguía preguntando. Esperaba dejarlo sin respuesta.
-¿Y perro no tenés?
-¿Pa qué?
-¿Como pa qué? -dijo Anchordoqui malhumorado-. ¿Pa qué...? Para tenerlos nomás, para lo que se tienen los perros!
-Para tenerlos nomás, mejor no tenerlos...
-Pero alguna diversión tenés que tener -dijo Anchordoqui en retirada.
-¿Querés mejor diversión que vivir como yo vivo?
Esta vez fue Anchordoqui el que no contestó.

Con los vecinos se llevaban bien. A Nemesia la lavandera, vecina de metros más allá, la veía cuando se levantaba. Ella le daba los buenos días, arrimaba el carrito de mano, en el que llevaba las bolsas de ropa al arroyo y al fin las cargaba. Alguna vez Umpiérrez la ayudaba a levantar las bolsas.

Con Vera -el guardia civil lindero del otro lado-, se veían a boca de noche, cuando regresaba de "el servicio", y solían cambiar algunas palabras. Una vez que este estuvo enfermo fue a acompañarlo. LLevó la pava y el mate y se sentó al lado de la cama, le preguntó si quería algo y luego se puso a tomar mate callado.
Al rato Vera le dijo:

-Yo no hablo porque tengo la garganta mal...
-Quédese callao nomás -respondió él-, yo no vine a hablar. Vine a acompañarle.
Así estuvo hasta que Vera se durmió.
-El hombre está dormido -se dijo-. Y levantó la pava, puso el mate en un bolsillo y se fue.

Un día partió hacia la estancia de Ramírez. Iba a hacerle cuatro "quemas" de ladrillo "por un tanto" con techo y comida.
Al terminar le dijo a Ramírez:
-El trabajo está... Si no precisa algo más...
Ramírez le contestó que no. Le dijo -además- que estaba muy contento con él y con el trabajo que había hecho.
-Le voy a regalar una manta de charque, medio capón y una bolsa de boniatos.
-La cuestión es llevarlo -comentó él.
-Cargue en el burro y cuando llegue a su rancho lo echa al camino...
-¿Y cabrestiará? -preguntó Umpiérrez.
-Pruebe...
Era un burro sin dueño y cansado de caminos, que había llegado allí un día que encontró la portera abierta. Era de pelo gris, con basteras que empezaban a pelechar, de orejas quebradas que le caían sobre las quijadas.
El ensilló su caballo, cargó el burro y partió. El burro emparejó el trotecito del caballo sin dificultad. Cabrestiaba que daba gusto. Había marchado como una hora olvidado del burro, cuando se le ocurrió mirar para atrás. El cabestro se había desprendido de la asidera, pero el burro seguía la marcha como si nada hubiera ocurrido.
-¡Mirá! -dijo Umpiérrez.
Desmontó, sacudió la clinera del burro con simpatía, ató otra vez el tiro y siguió camino adelante.

Llegó, desensilló, y luego de refrescar el caballo lo soltó allí nomás en el potrero lindero al horno. Luego consideró que el burro tendría sed. Sacó la lata de lavarse los pies, la llenó de agua y esperó.
-Sin duda el burro, después de beber -pensó-, tomará el camino. Hambre tiene que tener...
Pero no. El burro bebió y luego se paró frente a él, mirándole con curiosidad llena de ternura.
-¿Pero ha visto? -dijo Umpiérrez hablando para sí mismo a media voz. Y tras un silencio:
-Umpiérrez, traéle un poco de chala... te trajo el charque y el capón y los boniatos.
Y cuando él se aconsejaba, siempre aceptaba los consejos.
Por eso fue a buscar un brazado de chala.

Al otro día cuando volvió del trabajo, encontró a López -un español riquísimo dueño de medio pueblo-, parado frente al burro.
-¡Qué lindo animal! -le dijo y agregó-: Cuando yo era niño y cuidaba ovejas en la montaña, tenía uno igual...
Unpiérrez pensó que López se estaba riendo de él y del burro. Pero no, porque López siguió así:
-Mañana traigo a mis nietos a verlo y te mandaré un saco de maíz y otro de afrecho.
Umpiérrez se quedó cavilando. Halló que la actitud del burro con él, y la de López con el burro eran una cosa rara. Y aquella generosidad, conociendo a López, más. 

El iba al horno, venía. Se iba otra vez. El burro lo veía partir, de pecho al camino, como hace un perro cuando se va el amo. Al atardecer, cuando Umpiérrez volvía, el burro estaba allí esperándole.

Aquella tarde estaban López y Nemesia frente al rancho.
-¿Qué pasa? -preguntó Umpiérrez.
-Pasa que los muchachos casi matan al burro a pedradas. Si Nemesia no llega a tiempo... Mañana hacemos el alambrado y un galpón de cajones...

Era un galpón abrigado, de piso seco, con olor a pasto. Cuando llovía, Nemesia iba allí a lavar y a secar la ropa. Umpiérrez cebaba mate para los dos. Un día ella se comidió para hacer la comida, y él aceptó. 

Anchordoqui terminó el comentario:
-No quería bichos ni mujer, pero el asunto es que los tres se la pasan mejor que yo... 

cuento de Juan José Morosoli

Suplemento dominical de El Día
28 de agosto de 1955

Ver, además:

                      Juan José Morosoli en Letras Uruguay

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