Achurero
cuento de Juan José Morosoli

Suplemento dominical de El Día 

Año XVI Nº 759 Montevideo, 3 de agosto de 1947 pdf

Siempre ardía, en la noche el fogón de Farias. El resplandor del fuego y el lengüeteo de las llamas salían puerta afuera y jugaban en el tartagal del patio como un viento de luz.

Farias iba y venia con su tridente enorme. Se detenía a veces frente a la olla de tres patas donde hervía la grasa.

La sombra se alargaba por la pared, subía hasta el techo, doblándose, y quedaba allí mirando para abajo.

Algunos perros rondaban el rancho en busca de desperdicios. Cuando alguno muy atrevido aparecía en la puerta. Farías le arrojaba un cucharón de grasa hirviendo en tanto exclamaba aludiendo a las gentes de ranchada cercana:

—... que los lambió! Muertos d´hambre y llenos e perros!

*****

Farías era achurero y derretidor de grasa, pero su especialidad era el “arreglo de vacaraises"

Su trabajo empezaba en la noche cuando terminaba la carneada. Los carros que iban a buscar las reses al matadero descargaban allí la grasa sobrante de los puestos de carne. Al volver, cargados ya, sangrantes y pesados, vaciaban los cajones de achuras para que el viejo las preparase.

*****

Farías colocaba las achuras sobre las tablas adosadas a la pared. Separaba, clasificaba. Primero los mondongos, como alfombras verdes, uno encima del otro. Luego los racimos de tripas y chinchulines, los intestinos de oveja o cordero de retobar los chotos o torcidos.

Al fin, colgados del degolladero, los nonatos o vacarayes estirándose hacia abajo.

Los enviones de luz los contraían o alargaban como si estuvieran vivos.

Parado frente a ellos Farias “les calculaba la edad".

Mientras las achuras escurrían el agua de la lavada, él aprontaba el mate y rastrillaba algunas brasas, acercándolas a la parrilla petiza, cargada con la flor de la carneada. Tomaba algunos tragos de caña y se sentaba en el cabezal de la puerta a matear, mirando hacia afuera.

La luz danzante de las llamas lo empujaba de atrás hacia la noche.

*****

Cuando le parecía comía y empezaba el trajín. Las manos suaves y blandas, como sin huesos, destrenzaban tripas, desprendían festones de grasa o vaciaban los intestinos en un juego de tirones suaves. Los dedos parecían ver entre el enredo palpitante del achurerío.

Con hábiles cortes iban apareciendo los rosquetes de chinchulines a los que cerraba por las puntas con rápidos nudos de piolín acarreto. Luego armaba los chotos, cortando las tripas gordas en filetes parejos, que envolvía luego con los finos intestinos de oveja, con lo que quedaban perfectos como cuerdas. Al fin se ocupaba de los “vacaraíses”.

*****

Preparar bien el vacaray sin destrozarlo es cosa difícil, que sólo Farias sabía hacer perfectamente.

—Meterle cuchillo es fácil... pero... ¿Y?... Es una carne como seda, que se abre de nada.

Él los aprontaba para asarlos enteros, rellenos con sus propias achuras. Había que vaciarlos de entrañas, arreglar éstas como hace un cirujano para una operación, todo dentro.

—Aprontar un vacaray relleno de entrañas es asunto serio, ¿no Farías?

—Es. Viene de los indios, responde.

—¡Ajá! ¿Y usted es raza de indio?

—Talvé... Creo que mi abuelo era... Dicen q’era...

*****

Acercaba el instrumental para la faena como hace un cirujano para uno operación. El lebrillo para recoger la sangre. El cuchillito lengua de víbora. Los espeques de guayabo, lustrosos y finos para tener abiertos los costillares.

Empezaba.

—¿Ve? Clava el cuchillo en la ollita v lo baja derecho.

Con la otra mano, haciendo fuente en el vientre, recoge las achuras.

Después lavar. Con salmuera tibia.

Se detiene a mirar los ojos del animalillo, cerrados. Los dedos apartan los párpados como abriendo una flor.

Le seduce ese visteo. Los ojos parece que se hubieran ido, con miradas y todo, de regreso, que no estuvieran ya allí. O que nunca hubieran estado. Al fin las pezuñitas de ámbar. También llevan en la entrepezuña un espequecito.

—Como si fueran a pisar. ..

Aquel goce de los dedos abriendo el sueño del animal y aquel placer de separar las pezuñas, repugna. Ahora mete vientre adentro todo el juego de achuras. Es el fin.

—Mañana don fulano se lo pasa abajo el bigote. . .

Tenía la clientela clasificada. Hay a quien le gustan casi sin huesos. Otros los apetecen ya sobre el tiempo de nacer.

*****

Cegatón y viejo Farías.

Cada vez llevan menos achuras. Menos “vacaraises'’.

—Mandan todo a Montevideo, dice... Montevideo se come todo... Cualquier día nos come a nosotro...

*****

Una noche no ardió el fogón de Farías.

Sin duda se le alargó el trago de caña. El cuchillito lengua de víbora se clavó en un muslo y por allí, despacito, despacito, se fue Farías.

Era un tajito de nada, ancho como una uña.

cuento de Juan José Morosoli

Publicado, originalmente, en: Suplemento dominical de El Día  Año XVI Nº 759 Montevideo, 3 de agosto de 1947

Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación

Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República) y Biblioteca Nacional

Ver, además:

                      Juan José Morosoli en Letras Uruguay

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