Serie: Signos (IV)
Para una semiótica del sueño: La Cama Ensayo de Hilia Moreira
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Un acto tan natural como el dormir despliega, en una misma sociedad, una multitud de significantes: dormitorios separados, camas gemelas, gran cama familiar, animales fuera o dentro del dormitorio. Los mismos suscitan una confusa nube connotativa: higiene, temor al incesto, miedo a la oscuridad, dependencia, autonomía, necesidad de un cuerpo tibio que respire y palpite junto al nuestro. A una amiga, la cineasta Suzanne Smith, le debo esta encantadora historia autobiográfica. En la noche de su octavo aniversario, Suzanne le pregunta a su mamá: —Ya soy grande: ¿estará bien que continúe durmiendo con mi osito? La madre responde: —Todos necesitamos dormir con alguien. Yo también soy grande y duermo con papi. Cama y matriz La necesidad de dormir junto al cuerpo de alguien se origina, según el psicoanalista Otto Rank, en el dolor de abandonar la matriz. Siempre según Rank, tal sufrimiento, de modo potencial, acompaña de por vida a los mamíferos. (El humano es el mamífero más estudiado y, por lo tanto, en lo hondo mismo de su enigma, el menos misterioso.) Cada noche, el adulto, al sumergirse en guarida o lecho, persiste en un simulacro de retorno. Tal idea se corrobora por la posición recogida que muchos adultos asumen al dormir. Y, en la lucidez de la vigilia, la habitación, la casa, la ciudad, constituirían otras tantas metáforas subliminales de la matriz. Obsedido por la caricia prenatal, el humano contemplaría tierra y cielo, el universo que le ofrece un hábitat, como similar al útero gozado en tiempos embrionarios. Eso explicaría que, de modo ampliamente transcultural, se atribuya una lectura antropomórfica a los crepúsculos vespertino y matutino: la del retorno del sol al seno materno y la de su alumbramiento. El significado de los símbolos que pueblan nuestra vida onírica no puede decodificarse plenamente. Pero, según Otto Rank, los sueños del analizante durante su psicoanálisis, cuyo desciframiento permite entrever posibilidades y medios de curación, tienen un significado último. Esos símbolos oníricos, cuando van acompañados de paz, representan la realización del deseo de regreso al período embrionario. Bajo los que tienen una carga de angustia, yace el trauma del nacimiento como expulsión del paraíso. Y eso asociado con las sensaciones y detalles somáticos realmente sentidos por el bebé cuando emprende la desgarradora travesía vaginal que lo traerá a este mundo. Según otros médicos, en cambio, el viaje hacia el territorio posnatal es vivido de modo muy diferente. Como los demás bebés mamíferos, una de las más importantes necesidades del chico humano radica en tranquilizarse mediante signos que le llegan a través de la piel. En el punto de lanzarse hacia un nuevo ámbito, las contracciones del útero sobre su cuerpo constituyen vigorosas caricias que traen otros tantos mensajes de vida. Algunos médicos sugieren que esas contracciones tienen significados equivalentes a las lamidas que reciben los pequeños de otras especies. Signos táctiles que consuelan de la separación y prometen una vida feliz. Esta mano viviente En su poema La mano, John Keats despliega una pesadilla que, gradualmente, se transforma en sueño amoroso y confiado: Esta mano viviente, ahora cálida y capaz De asir con firmeza, si estuviese fría Y en el glacial silencio de la tumba, Hasta tal punto obsedería tus días y helaría tus noches soñantes Que tú desearías que tu propio corazón se secase, Así en mis venas la roja vida podría fluir de nuevo, Y tú, calmada en tu conciencia -mira mi mano, aquí está- Yo la tiendo hacia ti. El poema se desenvuelve en un clima onírico que crece hacia el tormento hasta alcanzar la paz. De la tranquilidad táctil del primer verso se desciende a un pozo pesadillesco. En él, se abren múltiples experiencias afectivas: doloroso contraste entre ardor presente y muerte futura, odio hacia la amada, quien acaso conservará la vida después de morir el amante. Y todas ellas se resuelven a través de la mano del poeta. Asida a una delirante soledad, ésta puede hostigar sin tregua. Viva, pide y convida al amor. El tacto es, acaso, el principal sentido en los procesos de inmersión en el sueño. Para los pequeños de muchísimas especies, es más fácil dormirse si sienten el cuerpo de la mamá cerca del suyo. Cuando se dan las condiciones necesarias, muchos animales continúan durmiendo con sus madres mientras dura la vida. De lo contrario, si es posible, buscan la compañía física del ser humano o de un amigo de la propia o de diferente especie. La tibieza, el ritmo de la respiración, la suavidad del otro, su presencia, convocan la serenidad de un perdido paraíso. Pero el edén que para el hijo despliega el cuerpo materno entraña un ambiguo privilegio. El sueño de retorno Los chimpancés son aquellos primates cuya estructura genética es más parecida a la nuestra. En los bosques de Tanzania, cada noche construyen su nido en la cima de un árbol. La etóloga Jane Goodall ha tomado fotos de esas frondas jaspeadas de lechos aéreos, levantados por miembros de la misma familia. En uno, la abuela, que también es madre, descansa con su bebé. En los otros, las hijas mayores reposan abrazadas a sus chiquitos. Los lazos entre madre, hijos y hermanos se mantienen a lo largo de los años. Los nietos conocen a su abuela y suelen brindarle aquellos momentos de ternura, juego y diversión que las preocupaciones de la maternidad impidieron. Aunque la sociedad chimpancé es muy rica en lo que se refiere a comunicación táctil, hay intercambios de piel reservados a la mamá y a su hijo pequeño. Durante el primer año de vida, mientras ella, junto con la colectividad a la que pertenece, erra en busca de nuevos espacios, el chiquito viaja colgado de su vientre. Entre los dos y los cinco años, trepa al dorso materno y desde allí, bien abrazado, participa del itinerario de sus compañeros. Por la noche, goza del sueño compartido. Los cálidos vínculos familiares son para siempre, pero el pequeño chimpancé disfruta de ese paraíso sensorial durante los cuatro o cinco primeros años de vida. Luego la mamá le impedirá subirse a sus espaldas y deslizarse en su nido. Será necesario aprender a hacer la propia cama, andar por sí mismo y dormir solo. A través de sucesivas maternidades, la hembra recobrará la experiencia de abrazarse a un cuerpo amado hasta hundirse en el sueño. El macho, nunca más. Tanto la pequeña como el pequeño chimpancé reaccionan dolorosamente ante esa separación impuesta. Dejan de jugar, durante el día permanecen pegados al cuerpo de la madre tratando repetidamente de treparse sobre ella y, en la noche, intentan deslizarse en su nido a hurtadillas. Para recuperar el contacto perdido, las hembras se valen de mimos y halagos. En cambio, los machos suelen hacer verdaderos escándalos, arrojándose por el suelo, arrancándose pelos de la cabeza y llorando como niños para convencer a sus madres de que les permitan regresar al antiguo abrazo. Jane Goodall convivió más de treinta años con los chimpancés de Tanzania. Su meta, alcanzada de modo deslumbrante, era probar las profundas analogías afectivas e intelectuales que nos unen a esos primates. Durante su largo período de observaciones, Goodall registró dos jóvenes que jamás lograron dejar el nido materno ni alcanzar el camino de la independencia. En el caso de uno de ellos la madre, que era excelente para maternar, tenía más de cincuenta años en el momento del corte. El hijo era un macho vehemente y ella inició una nueva gestación, lo que agotó sus fuerzas. No tuvo vigor para obligarlo a abandonar el cobijo. Rodeado por sus hermanos, ese pequeño había sido especialmente mimado y tenía una conducta caprichosa, con la que todos los miembros de la familia se mostraban condescendientes. Cuando la madre intentó destetarlo e impedirle andar sobre su lomo durante el día, armó bataholas extraordinariamente violentas. Así, logró mamar hasta que su hermanita nació. La necesidad de leche de esa hermana impidió que siguiera con tal forma de alimentación. Pero la madre no consiguió prohibir que se metiera en su nido junto con la bebé ni que trepara a su dorso. A veces hasta se colgaba de su vientre, ocultando con su cuerpo a la hermanita y regresando a la posición de su primer año. Al mismo tiempo, se deprimía más y más, jugaba raras veces y permanecía sentado largas horas junto a la madre, haciéndole caricias. Así ocurrió durante los seis meses de vida de la pequeña. Entonces, la madre contrajo pulmonía y se debilitó tanto que no conseguía subir a un árbol para hacer su nido a la noche. La hermanita murió y la madre, aun después de pasada la enfermedad, estaba agotada, física y psicológicamente. Ya ni siquiera intentaba impedir que el hijo se metiera en su refugio o viajara sobre su lomo. Este sólo dejó de subírsele cuando tenía ocho años y la madre carecía de la energía suficiente para aguantar el peso. En otro caso, el pequeño tenía cinco años en el momento en que regresó el ciclo menstrual de su madre. Esta era muy atractiva. El cortejo, especialmente en el caso de una hembra codiciada, suele generar un ambiente tenso dentro de la comunidad. No sólo los rivales se agreden entre sí: la propia hembra puede resultar golpeada. En el caso que nos ocupa, el pequeño no se soltó nunca de la madre, ni durante los acoplamientos ni mientras los machos se atacaban u hostilizaban a la compañera. Trataba de interferir mientras la madre copulaba y hacía cuanto le era posible para protegerla cuando la violentaban. En una de esas confusiones, se dislocó la pelvis. Disminuido, rengo, quejándose casi permanentemente con la voz y el gesto a causa del dolor, no podía mantener el ritmo de su familia nómade. La madre, que lo estaba destetando vigorosamente, le permitió andar sobre su lomo. Todavía después de llegar el bebé que esperaba, lo siguió cargando. Cuando pretendía ignorar su llanto, la hermana mayor lo subía sobre sus propias espaldas. Tal vez debido al estado físico del hijo, la madre no hizo ninguna tentativa para alejarlo de su nido. Así, continuó durmiendo abrazado a ella y al bebé. Aún después de los siete años, cuando ya había aprendido a hacer su propia cama, de vez en vez se deslizaba en el lecho materno, junto a la hermanita. Para cualquier pequeño chimpancé, la muerte de la madre supone un duelo que bordea la muerte propia. Sin embargo, los hermanos mayores suelen acompañar a tal punto a un chico durante ese dolor, que logran devolverle el interés por la vida. La mayoría supera la depresión. Pero, en los casos en que la intimidad física con la madre se ha mantenido ininterrumpidamente, durante sueño y vigilia, su ausencia supone una pérdida generalizada de inclinaciones. Si ella muere, el hijo la acompaña. Como el hombre y otros animales, los chimpancés conocen caminos para despedirse. No obstante, la pervivencia de un lazo físico tan continuo es muy rara. A la partida obligada del nido sigue, en el curso de aproximadamente diez meses, el nacimiento de un hermanito. Este devuelve al mayor la curiosidad y la alegría permitiéndole, al mismo tiempo, adquirir otras aptitudes, como las de cuidar, proteger y desarrollarse. El cuerpo de quien cuida En el ámbito humano, durante la primera infancia especialmente, el contacto con los padres, el ser llevado en brazos, mecido y acariciado, dan modelos de sueño que regirán la vida del adulto. Aun si numerosos psicoanalistas reconocen que el chiquito se beneficia con la presencia de mamá o papá en el momento de dormirse, invocan reglas de higiene según las cuales los hijos deben descansar separados de los adultos. El miedo a que el niño asista a la escena primitiva, manchando definitivamente su propia vida sexual y emocional, persigue hasta hoy a numerosos freudianos ortodoxos. Sin embargo, de acuerdo con la misma Anna Freud, la cultura occidental ignora la urgencia biológica que siente el chico por el cuerpo de quien lo cuida. Con más frecuencia que en tiempos de la hija de Freud, muchos niños de hoy experimentan largas horas de soledad. En general, tales niños ruegan a sus madres para que los dejen descansar a su lado o, por lo menos, compartan la cama hasta que ellos se duerman. Los interminables pedidos de agua, puerta abierta, luz encendida, cantinela o relato, son supersignos de una urgencia física de padres. En su investigación inédita sobre La cama familiar, la psicóloga Tine Thevenin señala las ventajas de dormir en contacto. Según ella, los niños que reposan en la misma cama que sus hermanitos durante los primeros años, mejoran humor y sueño, se muestran más sensibles y afectuosos y resultan más alegres. El hecho de descansar juntos disminuye peleas y rivalidades. La práctica de la cama familiar produce personas más cómodas con sus propios cuerpos y con mayor libertad para comunicar amor. La cama familiar En su novela Extraño fruto, la escritora Lillian Smith presenta a Alma, esposa del doctor Tracy (a quienes sus allegados llaman Tut). Alma Tracy plantea una visión de la familia que se funda en la cama compartida: A veces lo único que podía recordar de sus noches con Tut era la forma en que se separaba de ella. Había algo casi disipado en el modo en que Tut dormía, de manera tan descontrolada, podía decirse. Alma había pensado en camas gemelas. Pero no había hecho nada por conseguirlas porque, en el fondo del corazón, dudaba de que esposos y esposas debieran dormir separados. Era bastante vago para ella, pero el hecho de dormir juntos, con tiempo frío o caliente, parecía una hebra necesaria para la construcción del entramado matrimonial. Si esa hebra se rompía, todo el tejido podía deshenebrarse. De qué modo, no estaba segura. Pero creía firmemente que la costumbre que tenía su madre de dormir en una habitación separada de la de su padre había determinado que la vida familiar de su infancia no hubiera sido todo lo cálida que habría podido ser. En el teleteatro Cuerpo a cuerpo, una familia en crisis encuentra su reconciliación en el lecho de los esposos. Eloa (Debora Duarte) es una floreciente profesional que ha debido despedir a Osmar (Antonio Fagundez), su cónyuge y subordinado, a causa de un grave error cometido en el trabajo. Aunque el hecho deja sus señales en el matrimonio, los esposos están dispuestos a dialogar para resolverlo. Pero el hijo de diez años escapa de la casa. No quiere vivir con una mujer que manda a su marido. Cuando los padres logran hacerlo regresar, los tres conocen un momento de euforia. Tendidos en la gran cama, descalzos, bromean y juegan. La madre muerde un pie del hijo. El padre le hace cosquillas en el estómago. Brazos y piernas vuelan en alegre confusión. Ese es el paisaje de la xora, del que la semióloga y psicoanalista Julia Kristeva nos habla a lo largo de sus investigaciones: paisaje de risas, roces, caricias. Espacio donde los significados precisos y los valores asignados se suspenden para permitir un provisional olvido de jerarquías, deberes y prejuicios. En su novela La casa de los espíritus, Isabel Allende muestra el contacto entre abuelo y nieta como el único que permite a un hombre de masculinidad opresiva, vivir un poco de cariño: Esteban Trueba, que siempre había tenido dificultad para expresar su necesidad de afecto y que desde que se deterioraron sus relaciones matrimoniales no tenía acceso a la ternura, volcó sus mejores sentimientos en su nieta. La niña le importaba más de lo que nunca le importaron sus propios hijos. Cada mañana ella iba en pijama a su pieza, entraba sin golpear y se introducía en su cama. El fingía despertar sobresaltado, aunque en realidad la estaba esperando y gruñía que no lo molestara. Alba le hacía cosquillas. Con esos juegos matinales, el Senador Trueba satisfacía su necesidad de contacto humano. Las caricias para despabilarse y algunos paseos por el campo de la mano de su nieta, inmensidad de potreros y atardeceres, constituyen para Esteban Trueba, los mejores momentos de su existencia. Contacto con lo infinito de la naturaleza y con lo pequeño e íntimo de una piel de niña. Cuando la abuela muere y el abuelo, entre su duelo y la política, la descuida, Alba, que ha tenido una niñez solitaria y diferente (por lo que, como es general, se la vitupera y rechaza), sólo cuenta con el amor de su madre. La ausencia de su abuela la acosa con pesadillas y el médico sugiere trasladarla a la habitación materna, para darle tranquilidad: Desde que empezó a compartir el dormitorio con su madre, esperaba con secreta impaciencia el momento de acostarse. Encogida entre sus sábanas, la seguía en su rutina de terminar el día y meterse a la cama. Terminado su ritual, Blanca se introducía en el lecho y apagaba la luz. A través del estrecho pasillo que las separaba, tomaba la mano de su hija y le contaba cuentos que su mala memoria siempre renovaba. La cama de la amistad La cama es también el lugar que eligen los amigos para abrigarse en momentos de dolor extremo. En su filme Una historia simple, Claude Sautet cuenta la historia de Marie (Romy Schneider), quien hace años ha abandonado a su marido (Bruno Kremer) por ser compañero y padre ausente. Acorazado en su trabajo, no sabe lo que ocurre en el hogar. Una noche, súbitamente, el pequeño hijo de ambos arde de fiebre. La madre llama la emergencia y se le informa de que la criatura corre peligro. Su marido está de viaje laboral: imposible comunicarse con él. Acude entonces a una pareja de amigos. Son ellos quienes le brindan ese apoyo que se requiere cuando a una persona la despedaza el miedo frente a la posible pérdida de alguien amado. Con la misma rapidez con la que se había agravado, el niño se recupera. Cuando el padre regresa, está sano. Pero su esposa ya no quiere vivir con él. Sus verdaderos compañeros de vida son aquellos contra quienes puede adosarse cuando la angustia no le permite mantenerse en pie. Años más tarde, presa de una depresión, su amigo se arroja de un décimo piso. Sautet concede menos de un minuto del filme a los funerales. En cambio, muestra una larga secuencia donde Marie y su amiga viuda, en la cama matrimonial de la última, brazo a brazo, piel a piel, lo recuerdan, lo lloran y logran reírse con sus dichos, sus gestos, sus chistes. El roce y calor de sus presencias permite trabajar el dolor de la ausencia. Lecho de vida, amor y muerte Muchos artistas han visto en el mar una uterina cama, llena de líquido acariciador. En la novela Ulises, Dedalus llama al mar lecho nupcial, lecho de parto, lecho de muerte iluminado por cirios espectrales. Símbolo de la regeneración en sueño o amor, la cama es, también, el lugar de la despedida. La novelista Katherine Anne Porter recuerda un viaje que hizo a Luisiana con su hermana mayor. Querían comprar muebles antiguos para ésta última, que acababa de casarse. Juntas visitaron una casa, habitada por un caballero anciano quien tenía cosas que vender. Era un hombre viudo, de unos noventa años. Vivía rodeado de sus criados y mantenía su belleza en la vejez. Dijo que, efectivamente, había algunos muebles en venta. Las guió en un recorrido por la residencia y, cuando llegaron al dormitorio, surgió ante los ojos de la novelista y su hermana, una cama matrimonial de deslumbrantes líneas clásicas. -Ésa es exactamente la cama que deseo, exclamó la hermana de Katherine, a lo que el caballero respondió: - Señora: ésa es mi cama matrimonial, la que mi esposa trajo consigo como recién casada. En esa cama dormimos juntos durante sesenta años. Todos nuestros hijos nacieron ahí. Ahí moriré yo y después mis herederos podrán disponer de ella como gusten. Cama de nacimiento, tálamo nupcial, lecho funerario, ese mueble se transforma en objeto de cuidados y de una especie de veneración. No representa la vida en lo que la misma tiene de fluente. Pero es centro sagrado de misterios vitales. Como la tierra, absorbe vida y la comunica. Lecho y milagro En la tradición bíblica, el lecho aparece, primero, como lugar desde el que se trasmite la bendición de Yavé de primogénito a primogénito. Es desde el lecho que Isaac, ya ciego, toca el brazo de su hijo Jacob y lo confunde (o finge confundirlo) con el de su mellizo Esaú (el primero en traspasar el umbral de la madre). Así, le confiere una bendición que él creía destinada al primer nacido (Gen 27:1-29). (En esos tiempos bíblicos se creía que el que primero llegaba al mundo era el primogénito. Hoy se sabe que el primogénito, el que se concibe primero, nace último). Rubén, el primogénito de Jacob, pierde esa bendición por haber deshonrado el lecho paterno, uniéndose con una concubina de su padre (Gen. 49:4). Y, desde el lecho, Jacob conversa con sus hijos y decide trasmitir la bendición a Levi, un hijo que tuvo con su primera esposa Lea y no a José, su favorito, vástago de Raquel, la esposa amada (Gen 48:2, 49:32). En los textos evangélicos, la cama no significa sólo un lugar de reposo. También simboliza el cuerpo como vestidura, especialmente la corporalidad manchada y restaurada por la gracia. Así, algunos exégetas interpretan que, cuando el paralítico curado por Cristo recibe la orden de llevarse su litera, lo que se le está mandando es usar su cuerpo purificado y reforzado por el don divino: Pues para que sepáis que el Hijo del Hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados (dice entonces Jesús al paralítico): Levántate, toma tu cama y vete a tu casa. Entonces él se levantó y se fue a su casa. Y la gente, al verlo, se maravilló y glorificó a Dios, que había dado tal potestad a los hombres. (Mt. 9: 1-8; Mr. 2: 1-12; Lc. 5: 33-39) (Este artículo es adelanto de una investigación sobre Caricias. Para una semiótica del contacto, que se realiza en el marco de la Cátedra de Semiótica de la Universidad ORT Uruguay. Referencias Ackerman, Diane Una historia natural de los sentidos. Barcelona, Anagrama, 1992 Allende, Isabel La casa de los espíritus Sudamericana, 1994. Biblia de Jersusalén. Bilbao, Desclée de Brower, 1966. Braga, Gilberto y Denis Carvalho Cuerpo a cuerpo Teleteatro con Antonio Fagundez, Deborah Duarte, Xexé Mota. Brasil, O Globo, 1988. Chevalier, J. y A. Gheerbrant Diccionario de los símbolos. Barcelona, Herder, 1988 El oficio de escritor. Entrevistas con E. Pound, T.S. Eliot, K.A. Portery otros. Era, México, 1968. Freud, Anna The psychoanalytic study of the child, 1954, Vol IX. Goodall, Jane Through a window. 30years with Chimpanzees of Gombe. George Weidenfeld & Nicholson, London, 1990. Keats, John Poetical works. London, Oxford University Press, 1966. Kristeva, Julia La révolution du langage poétique Paris, Seuil, 1974. Kristeva, Julia Polylogue, Paris, Seuil, 1977. Kristeva, Julia Pouvoirs de l’horreur. Essais sur l’abjection Paris, Seuil, 1980. Joyce, James Ulysses. Badley Head, London, 1960. Mann, Th. Joseph andhis brothers. Alfred A. 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Ensayo de Hilia Moreira
Autorizado por la autora
Publicado, originalmente, en: relaciones Revista al tema del hombre 22/06/2014
Tomado de Federación Latinoamericana de Semiótica https://www.felsemiotica.com/
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Editado por el editor de Letras Uruguay
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