Semiótica y teoría de la recepción

 

Lo semiótico mismo

Ensayo de Hilia Moreira

hiliamoreira5@gmail.com

Las imágenes táctiles traducen una intensa presencia de sentido en el pequeño que todavía no es un sujeto, aún incapaz de intercambiar significados precisos. La semióloga y psicoanalista Julia Kristeva habla de lo propiamente semiótico como proceso primario, durante el cual el bebé desplaza y condensa su energía. Gritos, murmullos, flexiones, roces de quien, más tarde, se transformará en sujeto. En la vía de su devenir, a través de cuerpo, voz y movimiento, el pequeño, desde y para siempre, semiotiza. Conjunto de ritmos y roces determinados, sin embargo, desde el inicio, por mamá, papá, hermanos, otros familiares, amigos, la sociedad. Cuerpo asido, gimiente, desatendido, mirado, golpeado, zarandeado, que se deja caer, se instala en la ausencia, se cubre de besos, se moja y paspa, es limpiado, se desliza, toca, pellizca, succiona otra piel. Tal energía corporal que, al mismo tiempo, es marca psíquica, articula lo que Kristeva llama jorá: espacio constituido por un estremecimiento urgente pero reglamentado.

El término jorá aparece en el Timeo platónico para distinguir una articulación provisoria, compuesta por palpitaciones y sonidos efímeros. Estadio incierto, indeterminado, es anterior a la representación. La jorá no es todavía signo, pero se engendra en vistas a significar. Es un receptáculo del contacto donde la caricia aún no despega un cuerpo del otro, un llamado en el cual quien llama no se distingue como diferente de la presencia que le falta. Instancia de mezcla o adherencia, necesaria al niño antes que se produzcan las sucesivas separaciones. La jorá es la madre o aquel ser capaz de transformarse, transitoriamente, en continente, matriz, alimento, piel a piel. Caos que deviene hasta el lento emerger de los límites. Espacio que debe generarse y al que es necesario volver provisionalmente si se quiere que juego, sueño y los caminos erráticos que conducen al erotismo pleno, al arte o a la religión se tornen transitables. Cuando estamos o regresamos a la jorá, no hay signo denotativo, objeto significado y, por lo tanto, tampoco conciencia operante de un yo que razona. Continente anterior al nombre, a lo uno y lo otro, a la norma: reino pleno de la madre o de quien la representa. La jorá, nuestra primera experiencia de la vida, es un no todavía yo, no aún tú, que se relaciona con el éxtasis que me saca de mi identidad, con lo sublime que me ubica por encima de mi umbral, con el abrazo en que emerjo de mi pátina social para transformarme en invocación, conmoción, humedad, victoriosa negación de mí.

De lo semiótico a lo simbólico

Todo intento de significar parece surgir de la jorá, esa especie de cuenca materna inicial e inconsciente, que apoya con su roce y calor. Mariela Michel, psicóloga del Hospital Pereira Rossel tiene, durante un tiempo, una guardería particular con una colega. En ese contexto surge Yeny, hija de una pareja que orillea la marginalidad. Al padre, policía, probablemente alcohólico, se lo conoce en el barrio por episodios violentos. Las psicólogas no tienen ningún contacto con él: jamás se acerca a averiguar sobre sus hijos. La madre está empleada en el Consejo del Niño: una mujer desidiosa, greñas y pucho. El hijo mayor pasa en la calle. El barrio murmura: en una ocasión, unos hurgadores lo atraparon y lo subieron a su carrito. Se desgañitó hasta que lo dejaron escapar. El hijo siguiente, de cuatro años, merodea por la guardería. Finalmente, la madre lo inscribe dos horas diarias, solicitando permiso para traer también a la hermanita, de un año recién cumplido.

Yeny no requiere ser asida. Pero necesita contacto físico permanente. Ninguna manifestación de deleite, solicitud o respuesta de amor. Ni una sonrisa. Sólo la urgencia de ese signo táctil que la continúa en otro ser vivo, permitiéndole tranquilizarse y hasta jugar. Apoyada en el cuerpo de una de las psicó-logas o tan cerca como para poder rozar manos, piernas, faldas o percibir el calor físico, inicia actividades propias de un bebé un poco menor: mira, toca y desplaza objetos. Ese juego primario, ese vacío volátil constituye una posibilidad de desembocar en signos más elaborados. Tal vez el hecho de palpar y mover cosas estimule a Yeni para aprender a comunicarse y actuar sobre la realidad. La caricia aparece como albor del signo con sus consecuencias sobre mundo y otro. Paradójicamente, parecería que, sin fusión o confusión táctil con la madre o un subrogado, no existe posibilidad de que haya algo o alguien. Por ende, la ausencia de caricia ocluye los caminos que conducen a la individuación. Al dar y recibir contacto, se comienza a ordenar, diversificar, simbolizar rudimentariamente. Sin roces, Yeny queda en el abismo.

En una ocasión, una de las psicólogas establece, inadvertidamente, una mínima separación con el cuerpo de la niña. Al perder momentáneamente esa prolongación física, Yeny gatea a una velocidad no común y muerde, con fuerza propia de alguien mayor, al chiquito más cercano, lastimándolo. ¿Se trata de una agresión? El desplazamiento es automático, maquinal, desafectivizado. Más bien parece una respuesta a la ausencia. Yeny, en la nada, quiere fundirse en otro, perderse en él hasta lacerarlo, acaso abrirle una cavidad para situarse dentro. Tan solo el roce la sostiene, le da forma y le permite iniciar una actividad lúdica.

Kristeva sostiene que la continuidad con lo maternal, profundamente relacionado a lo imaginario, es lo que, paradojalmente, confiere identidad al individuo. Según ella, lo imaginario que la actividad lúdica o artística desdobla, es una perturbadora imitación de la dependencia entre niño y mamá. La labor de quien juega (de quien crea), constituye una afirmación de independencia, conquistada a través de un dramático corte con la filiación natural, con padre y madre, donde el niño (o el artista) despliegan su obra, soberanamente solitarios. Pero, si se mira detrás del cortinaje, como hace el psicoanalista, se encuentra un vínculo, una madre secreta que brinda el espacio sobre el cual construir ese paisaje simbólico.

El juego impregna la acción

Acaso la jorá pueda plantearse como base de la dimensión pragmática o terceridad, tal como la formula el fundador de la semiótica. Según Charles Sanders Peirce, tal dimensión se refiere a la práctica en la realidad. Pero la terceridad no aparece simplemente como acción: conecta, al mismo tiempo, con las zonas de lo lúdico imaginario. Lo real es reinterpretado y reconstruido a la luz de lo posible. Así, no hay acción sin imaginación. Y la imaginación nace cuando el sujeto está emergiendo en la seguridad de caricia y contacto con cuerpos amantes. En su trabajo sobre El lugar de la imaginación en la semiótica de C.S. Peirce, el semiólogo Fernando Andacht reflexiona sobre esos etéreos vacíos constituidos por juegos y sueños que, sin embargo, son susceptibles de producir frutos concretos en el mundo externo. Según Peirce, «Todo hombre que efectivamente logra grandes cosas suele levantar intrincados castillos en el aire y luego los copia sobre tierra firme». El especular sobre itinerarios de la imaginación nos ayuda a realizar viajes en un futuro incierto pero posible.

Cabe aclarar que, al igual que lo afirma Aristóteles en su tratado Acerca del alma, Peirce extiende esa facultad de jugar e imaginar más allá de la barrera de las especies. También los animales la poseen, al menos en una manifestación rudimentaria. O tal vez sea más exacto calificar su imaginación lúdica, no de rudimentaria sino de desconocida o misteriosa. En todo caso, que el juego inventivo existe hasta grados de sugestiva complejidad está siendo probado, de modo fehaciente, por zoosemiólogos y estudiosos del comportamiento animal. La etóloga Jane Goodall, quien convivió más de treinta años con una comunidad de chimpancés en Tanzania, hizo algunas importantes observaciones al respecto. Las congregaciones son muy estructuradas, con vínculos familiares y sociales definidos y duraderos. Cada colectividad se rige por lo que los etólogos llaman macho alfa. Éste está encargado de preservar la paz en el interior del grupo, así como de dirigir las estrategias de ataque y defensa en relación con otros animales. Goza de privilegios (acceso a las mejores porciones de comida, séquito de machos que le apoyan, obedecen y tributan signos de respeto, derecho sobre las hembras más codiciadas). El rey puede volverse letal en la defensa de su posición. No es fácil convertirse en alfa.

Los pequeños machos de diez o doce años se yerguen, erizan el pelo, arrancan ramas y se golpean el pecho con ellas o con los puños. Es un comportamiento que se aprende en la adolescencia, observando estrategias de exhibición (cada individuo usa variantes sígnicas) del alfa y de aquellos que están más próximos a él. Los chicos las repiten a escondidas de los adultos. A medida que crecen, las exhibiciones se hacen notorias. Tales espectáculos, que los adolescentes despliegan a hurtadillas y los grandes públicamente, tienen por función enviar mensajes que amedrentan, evitando así trabazones de peligrosa violencia. El propio alfa los practica de continuo hasta su caída, cuando un joven se atreve al envite del jefe, logrando incautarle el poder.

La exhibición permite al individuo parecer más forzudo y pujante de lo que es. Complejo de signos persuasivos que simulan una potencia aún no alcanzada o, a veces, a punto de perderse. Red semiótica cuyo fin es evitar el choque directo con una realidad para la que no siempre se está preparado. Formas de preservar la paz. Así construyen y mantienen su congregación los chimpancés: mediante las argucias de lo verosímil (de lo que se parece a lo verdadero sin serlo).

Mike es un joven primate que se ensancha en espectáculos sobrecogedores. Pero aún no se atreve a arremeter contra el macho reinante. En cambio, va más allá de los mensajes aprendidos de sus mayores y reelaborados por sus pares. Es capaz de jugar con un objeto hasta ver en él una posibilidad nueva, lo que le permite estrenar una situación y hurtarse a los riesgos de un enfrentamiento con el jefe.

A los chimpancés les gusta asomarse a la ventana de los investigadores y curiosear en su depósito. Toman sus pertenencias: latas, cajones, cubas, y los experimentan con tacto, olfato y hasta lengua. Mike suele entrar en el cobertizo, detenerse delante de un par de bidones, acariciarlos y golpearlos suavemente durante largo rato.

Una noche se aleja con ellos. Al alborear, un poco antes de que la comunidad despierte, con ayuda de ambos botes, desencadena una baraúnda no sólo colosal sino desconocida. Los chimpancés, que duermen dentro de nidos en lo alto de la fronda, huyen en todas direcciones. Por virtud de ver en un objeto una posibilidad que nadie había percibido hasta entonces, Mike elude la agresión al alfa, transformándose en él. Tales son las consecuencias de la imaginación en la acción animal y humana. Prepararse y actuar en una situación, aunque sea urgente y amenazadora, no necesariamente inhabilita el entorno expandido de la imaginación. Siguiendo las palabras de Fernando Andacht, «... por el contrario, gracias a ese salto posibilista, alguien es capaz de encontrar una solución inesperada, móvil, inédita para aquello que parece encerramos, claustrofóbicamente, en la opresión inexorable de su insistencia ciega. ¿Dónde quedaría la salida que soñamos para escapar a la opresión sufrida y la que tememos por ser muy probable? Esa otra puerta es la que nos muestra el objeto, no tal como lo conocemos, sino en relación a las nuevas ideas que nos hacemos de él». Esa otra puerta es el sesgo imaginante que puede propender hacia la nada, cuando tomamos lo aparente, lo banal, la doxa. O puede elevarse a alturas inauditas en arte, ciencia o la vida cotidiana de hombres y animales.

Hace dos siglos, en Una defensa de la poesía, el poeta P. B. Shelley habla de un principio latente en el lenguaje, los colores y formas que habitamos, en los hábitos y acciones que cumplimos. Todos ellos pueden transformarse, por virtud de la mirada que los interpreta descubriéndolos, en poesía. Shelley entiende por poesía algo que va mucho más allá de lo literaria o filosóficamente considerado bello: un potencial fundamento de nuestra experiencia; lo que nos permite propiciar, acoger, invocar lo verde, inesperado, innovador en la red vital de la humanidad y las otras especies.

Regresando a los chimpancés y su mundo, en tantos aspectos empalmado con el nuestro, Goodall destaca que, como los demás machos alfa registrados, Mike proviene de una madre que brinda maternación óptima: perenne cariño corporal en el primer tiempo de vida y firme comportamiento de separación a medida que el pequeño crece. Sin embargo, los límites que impone al hijo a partir de los cuatro o cinco años no impiden que continúe sosteniéndolo con ayuda y caricias cada vez que el joven necesita apoyo. El desarrollo de la imaginación, tanto animal como humana, parece depender de una trama táctil suficientemente tranquilizadora como para que el sesgo inventivo se dilate.

Bibliografía:

ACKERMAN, D. Una historia natural de los sentidos. Barcelona, Anagrama, 1992

ANDACHT, F «Hacia una fundamentación semiótica de la imaginación: el fundamento de Ch.S. Peirce». Ponencia inédita. VI Congreso Internacional de Estudios Semióticos. Guadalajara, México, 1997

ARISTOTELES Acerca del alma. Madrid, Castalia, 1992

GOODALL, J. Through a window. 30 years with Chimpanzees of Gombe. George Weidenfeld & Nicholson, London, 1990

KRISTEVA, J. La révolution du langage poétique Paris, Seuil, 1974 KRISTEVA, J. Polylogue. Paris, Seuil, 1977

KRISTEVA, J. Pouvoirs de l’horreur. Essais sur l’abjection. Paris, Seuil, 1980 MOI, T. The Kristeva reader. New York, University of California Press, 1989

MONTAGU, A. Touching: the human signifcance of the skin. Harper & Row, New York, 1986

MOREIRA, H. Espacio materno en Antes del asco. Excremento entre naturaleza y cultura. Montevideo, Trilce, 1998, p.p.144-156

PEIRCE, CH.S. The collected papers of Charles Sanders Peirce. The Belknap Press of Harvard University Press, 1939, Vol. I

PLATO Timaeus. London, Harvard University Press, 1953

SHELLEY, P.B. Una defensa de la poesía en Deslindes. Revista de la Biblioteca Nacional, 2/3, 1993

Este artículo es un adelanto de una investigación sobre Caricias. Género, comunicación y contacto, que se realiza en la Cátedra de Semiótica de la Universidad ORT Uruguay.

La autora:

Hilia Moreira es Licenciada en Letras por ¡a Facultad de Humanidades y Ciencias de Montevideo (1975). Entre 1976 y 1980 reside en París donde realiza un Doctorado en Semiología bajo la dirección de la semióloga y psicoanalista Julia Kristeva. Entre 1983 y 1985 reside en Los Angeles. Hace estudios de cine en la Universidad de California, Los Angeles, y enseña en su Departamento de Español y Portugués. Ha publicado artículos en Francia, España, Italia, Estados Unidos, México y Uruguay. Es autora de Mujer deseo y comunicación. Imágenes femeninas en la literatura y el cine (Montevideo, Linardi, 1992, ed. Montevideo, Arca, 1995); Cuerpo de mujer. Reflexión sobre lo vergonzante (Montevideo, Trilce, 1994, dos ediciones), y Antes del asco. Excremento entre naturaleza y cultura (Montevideo, Trilce, 1998, Premio Nacional de ensayo filosófico, lingüístico y educacional, Ministerio de Educación y Cultura, 1999). Actualmente es Catedrática de Semiótica, Narrativa y Persuasiva de la Facultad de Comunicación y Diseño (Universidad ORT Uruguay).

 

Ensayo de Hilia Moreira

hiliamoreira5@gmail.com

Autorizado por la autora

 

Publicado, originalmente, en Revista InMediaciones de la Comunicación Vol. 2 (2000)

Revista InMediaciones de la Comunicación es una revista académica de la Escuela de Comunicación de la Facultad de Comunicación y Diseño de la Universidad ORT Uruguay.

Link del texto: https://revistas.ort.edu.uy/inmediaciones-de-la-comunicacion/issue/view/231

 

Editado por el editor de Letras Uruguay

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