La semiótica como lugar
femenino
Un lugar en el mundo
La semiótica es un lugar desde el cual se estudia al Universo,
considerándolo como multiplicidad de lenguajes. El filme Un lugar en
el mundo cuenta la historia del encuentro entre Mario (Federico
Luppi), un maestro rural, y Hans (José Sacristán), un arqueólogo abocado
a investigar el suelo argentino. Mario solicita a Hans que explique a
los niños de su escuelita en qué consiste la tarea de geólogo. Hans
comienza mostrando una piedra a los chicos. "Escuchad, a ver si os dice
algo", les pide. Los niños la pasan de mano en mano, atónitos: no hay
nada más mudo que una piedra. "Eso es porque no sabéis su lenguaje",
afirma. Hans la pone contra el oído pero, obviamente, no salen sonidos
de ella. Sin embargo, cuando la mira y la toca, "la piedra le cuenta
historias". Es que no hay únicamente un idioma de palabras. También hay
lenguajes visuales, táctiles, olfativos, sabrosos. Así, con sus colores
y rugosidades, la piedra le habla de "millones de años, de tormentas de
viento y de lluvias". Lo que Hans ofrece no es sólo una clase de
geología. Es una charla sobre semiótica. Explica a los niños que las
piedras llevan signos de "cielos, animales y plantas, de hojas
arrastradas por las tempestades". "Nada es insignificante -afirma-, nada
es lo que aparenta." Todo es signo de otra cosa y es susceptible de
suscitar en nosotros infinidad de imágenes mentales o "significados". El
fundador de la semiótica, Charles Sanders Peirce, la entiende como Hans.
Según él, es una ciencia que estudia los signos, inmensos o diminutos,
que emiten todos los componentes del Universo. Ferdinand de Saussure y
Umberto Eco la definen como disciplina que investiga los diversos
lenguajes, verbales y no verbales, de las diferentes culturas. Así, un
arquitecto puede "leer" una época, un gusto estético y, también, una
pasión, un deseo, un prejuicio en un arabesco, en el predominio de
determinado material de construcción, en el diseño de un espacio. La
iglesia de San Francisco, en Salvador de Bahía, tiene un atrio dispuesto
de manera que en él los//esclavos pudiesen rendir culto sin entrar a la
iglesia. En la mente del blanco, esa presencia negra estaba asociada con
imágenes contaminantes.
De hecho, todos somos semiólogos sin saberlo. Percibimos la diferencia
entre un escritorio, considerado propio de una oficina, y una mesa,
aceptada como apta para sala familiar. Pensamos que no podemos vestirnos
del mismo modo cuando visitamos a un amigo o cuando solicitamos empleo.
Reconocemos la diferencia entre un almuerzo informal y un banquete de
bodas. Sabemos que al alimento se le pueden atribuir significados
religiosos, como ocurre en el sabat o la misa. Más difícil es aceptar
que la comida ingerida sobre el suelo y tomada con la mano de la olla
común, tal como la practican tradicionalmente los senegaleses y otros
pueblos africanos, tiene significados de paz, amor y contacto con la
tierra, concebida como madre común. Es más fácil cancelar ese conjunto
de imágenes mentales y reducirlo todo al significado "falta de higiene".
Resulta más simple, pues responde a la doxa u "opinión común" de
nuestra cultura. Según ésta, los signos "contacto directo con
alimentos", "contacto con tierra durante la comida" y "no uso de platos
individuales" se asocian con la imagen mental de "suciedad". Dicha
imagen borra todas las demás. La comprensión de la propia doxa y
de la ajena es muy importante para una mayor libertad personal y una
mejor convivencia. La ley está escrita, puede consultarse y,
eventualmente, modificarse. La doxa es una normatividad difusa.
No sólo no está escrita sino que suele no verbalizarse nunca. A través
de ella, una sociedad entera o un microgrupo, como la familia o la
"barra" de amigos, atribuye valores positivos o negativos a otros grupos
sociales, étnicos, generacionales, a conductas, a modas, etcétera. Una
actitud es "buena" o "mala" porque viene de una persona joven o mayor,
judía o negra, porque es sentimental o erótica. La aprobamos o la
descartamos sin haberla considerado conscientemente, porque el grupo en
el que estamos nos indica, con gestos, muecas, tonos de voz, los
significados positivos o negativos que asocia con edades, sexos, etnias,
costumbres.
Uno de los objetivos de la semiótica consiste en cuestionar esa doxa.
La semiótica analiza el significado que el grupo social al que
pertenecemos atribuye a cada acto, consciente e inconsciente, voluntario
e involuntario de nuestra vida. Muestra también que el nuestro es sólo
un significado, entre los infinitos posibles.
La doxa también confiere significados a los actos de individuos
de otras especies. Mi amiga Suzanne Smith, una joven cineasta
estadounidense, está realizando un filme sobre los gatos. A lo largo de
una investigación previa, ha encontrado significados sagrados asociados
con ese animal (ha sido objeto de culto en muchas civilizaciones
antiguas, entre ellas la egipcia). Ha sido torturado y quemado por miles
o millones, durante el período de auge de la persecución de las brujas
(siglos XV al XVII). Durante esos siglos se le daban significados
demoníacos. Todavía hoy aparece comúnmente vinculado con imágenes
mentales de "traición", "egoísmo" o "feminidad". Los mismos lo reducen a
valores morales o a identidades culturales establecidas por el ser
humano.
La película termina con la imagen de un pequeño gato solitario en una
gran ciudad. Su supervivencia depende de las imágenes de amor, respeto y
solidaridad entre las especies que pueda suscitar en los habitantes de
esa ciudad. En este siglo, la etología (investigación sobre el
comportamiento de los animales) y la zoosemiótica (rama de la semiótica
que estudia los signos animales) tratan de percibir los signos que
emiten los animales, esforzándose por no proyectar ideas humanas sobre
ellos. En su libro Observando perros, el etólogo Desmond Morris
señala que el significado "inmundo", lanzado al perro que se revuelca
sobre excrementos, es, de nuevo, un significado humano. Morris se
aventura a interpretar que tal vez se trate de un esfuerzo canino por
eliminar los signos olfativos que emite su cuerpo, ante el eventual
encuentro con una presa. Aunque esté domesticado desde hace milenios y
no recurra a la caza para alimentarse, todavía quedarían en él rastros
de su antigua conducta lobuna.
La semiótica como lugar femenino
La semiótica muestra que todos los elementos de nuestra vida, por
pequeños o "insignificantes" que parezcan, tienen significado. Hay
muchos signos que la "historia oficial" no considera importantes. Son
los que hacen al diario vivir, a la sensibilidad y a la corporalidad,
especialmente la femenina. La cultura se identifica con un macromundo
donde la experiencia masculina es ostensible: guerras, viajes y
conquistas; monumentos, acueductos y ciudades. Las experiencias
tradicionales o biológicas de la mujer (cocinar, hilar y ocuparse de la
casa; menstruar, alumbrar y mantener la unión del hogar) no se registran
pues carecerían de significado. En ese sentido, el filme de Ettore Scola,
Un día muy especial, constituye una óptima clase de semiótica. La
película se inicia con un informativo oficial del período fascista. En
esa secuencia, se muestra el viaje de Hitler a través de Europa y su
arribo triunfal a Roma. Se ven las multitudes que lo vitorean, los
ejércitos, simétricamente alineados, las zonas monumentales de la ciudad
eterna. Mientras, la voz en off del periodista sostiene que se trata de
un "día muy especial. Ningún romano dejará de asistir al histórico
evento". La secuencia se corta y la cámara muestra a Antonietta (Sofía
Loren), despeinada y mal vestida, que prepara el desayuno para marido e
hijos. Les arregla la ropa, los despierta y, buena semióloga, capta cada
signo que emite el grupo familiar. Bajo una almohada, descubre la foto
de una mujer desnuda que uno de los varones disimula en el reverso de
una estampita: signo de que se masturba. Su marido le ordena que le
planche un traje para el día siguiente, pues desea "visitar amigos que
Antonietta no conoce": signo de que tiene cita con su amante. Cada
microsigno de esa jornada de signos grandiosos es percibido por la
mirada atenta de la mujer, que permanece al margen de los
"acontecimientos históricos". Como Cenicienta, Antonietta no asiste al
"gran evento". Se queda a limpiar la casa y traba una relación con
Gabriele (Marcello Mastroianni), un homosexual vecino suyo. Mirando un
álbum de fotos de Mussolini que Antonietta ha compuesto, Gabriele lee
una afirmación del Duce: "Inconciliable con la psicología y la
fisiología femeninas, el genio es siempre varón". Antonietta sostiene
que lo que dice Mussolini es verdad: "Son los hombres los que llenan los
libros de historia". Sin embargo, hay una minoría importante de
excepciones. Para citar sólo cuatro, escogidas en el período que se
extiende desde la Antigüedad hasta nuestros días, Safo (siglo VIII A.C)
hace una importante contribución a la literatura, Trótula de Salerno
(siglo XI D.C.) deja una valiosa herencia a la medicina, Mary
Woolstonecraft (siglo XVIII) realiza un significativo aporte al cambio
social, Marie Curie gana el Premio Nobel por sus descubrimientos
científicos.
Pero la mayor parte de los signos femeninos permanece anónima o son
efímeros: cesta para recolectar alimentos; tejido de lana hecho a mano,
que abriga generaciones durante milenios; guiso, sabroso a pesar de la
escasez de materiales; juguete de papel o trapo para los hijos. Como
responde Gabriele, "los hombres ocupan demasiado sitio en la historia
oficial. No queda lugar para las mujeres".
Sin embargo, en el marco de una reciente curiosidad por la historia
femenina, los investigadores encuentran documentos que no siempre las
pintan como víctimas. Por el contrario, puestas en situaciones
aparentemente fijas (hijas, esposas, madres que se definen
exclusivamente en su rol de tales), se adaptan al sistema familiar
patriarcal y desarrollan estrategias que les abren otras puertas:
agradar, observar, manipular, disimular. Más allá del valor ético de
esas actitudes, todas ellas tienen valor semiótico: captar signos
mínimos, reacomodarlos para que adquieran otros significados, hacerlos
desaparecer o transformarlos. Si aceptamos la definición de muchos
antropólogos según la cual "la civilización es la aptitud que demuestra
una comunidad para ajustarse a su entorno y desarrollar artes, técnicas
y relaciones sociales adecuadas", es evidente que las mujeres han
desarrollado una civilización propia. Mayoritariamente ausentes del
lugar donde los hombres dejan los signos de la academia o la política,
las mujeres trazan o "leen" la civilización de la vida cotidiana. Saben
detectar un incipiente embarazo y, en general, reconocen los signos de
las enfermedades. Hasta el siglo XVII, la medicina es la única carrera
académica que se les autoriza. Como curanderas o comadronas, hasta hoy
en algunos casos se las prefiere, descartando al doctor. Biólogas como
Giovanna Mérola no sólo investigan sino esperan un mayor reconocimiento
de tales "brujas", en un tiempo quemadas y despreciadas por curar a
través de medios tradicionales. Esta científica cita un fragmento del
historiador Michelet, en el cual se describe esa facultad semiótica que
haría a la mujer especialmente apta para cuidar y sanar: "Con sus
delicados órganos, su amor del más fino detalle, un sentido tan tierno
de la vida, es llamada a convertirse en la confidente penetrante de toda
la ciencia de la observación". Las mujeres conocen los signos de ropa,
muebles, jardines, limpieza y decoración. Saben, también, los de la
diplomacia. Mi amiga Muriel Nazzari, profesora de la Universidad de
Bloomington, Indiana, ha escrito una investigación sobre Mujer,
familia y cambio social en Brasil (1991). Actualmente está
terminando una Historia del concubinato. Su trabajo (y la
experiencia vital) indican que, frente a la doxa, el matrimonio
es responsabilidad de la esposa más que del marido. En muchas obras
didácticas escritas por hombres entre los siglos XV y XVIII se expresa
esa idea. Las historiadoras Anderson y Zinsser citan fragmentos de
varios tratados conyugales de ese período. En ellos se dice que las
esposas "deben aplacar los ataques de mal humor de sus maridos y
esforzarse por contentarlos, serenarlos y consolarlos con dulce y
modesta voz". También se espera que protejan a sus cónyuges de los
defectos de la naturaleza masculina y mitiguen las consecuencias de sus
desaciertos: "Con paciencia y palabras amables, destruye la orgullosa
crueldad de tu marido. Sutil, cautelosa y gentilmente logra, como
esposa, contener sus locuras y su naturaleza irracional". De nuevo, la
tarea de esposa aparece como tarea semiótica: detectar y amortiguar
ciertos signos del marido; encontrar aquellos signos susceptibles de
apelar a él y modificarlo. En su ensayo sobre la reina María Tudor, el
filósofo Juan Luis Vives (siglo XVI) dice que una mujer puede atraer
hacia sí a su marido "mediante suaves palabras". (Los signos no son sólo
las palabras mismas sino su halo para verbal: tono, volumen, etcétera.)
En el siglo XVIII, la reina Catalina, esposa de Jorge II de Inglaterra,
trata de ese modo a su esposo. Según el primer ministro Horacio Walpole:
"Vuestra Majestad sabe que este país está enteramente en vuestras manos,
que el cariño que el rey siente por vos, la estima en la que tiene
vuestro afecto y la consideración que experimenta por vuestro juicio son
las únicas riendas con las que es posible frenar la violencia natural de
su temperamento o guiarle hacia donde se desea que vaya". No se trata de
una influencia gratuita sino de una laboriosa tarea. Así lo reconoce
otro hombre de la corte: "A él ella le sacrificaba su tiempo, por él
modificaba su propia inclinación. Miraba, hablaba y respiraba por él y
le gobernaba (si la influencia así ganada puede llamarse gobierno),
siendo su esclava. Así es como mandaba: como lo hace cualquier esposa
sobre el marido que manda sobre ella". Verdadera tarea científica la de
esa reina: esforzarse por desaparecer como sujeto para mejor escuchar y
operar sobre el objeto con el que trabaja. Tanto entre la realeza como
en el marco de estratos sociales mucho más humildes, se ha esperado de
la mujer que obre como mediadora de los afectos. Se la ha asociado menos
con ideas, sistemas, modelos (redes sígnicas cuyos significados son
precisos o denotados). Ella debe comprender y suavizar emociones, iras y
pasiones que acompañan esas ideas. Los signos emocionales son más
complejos, pues sus significados son difusos o connotados.
Todavía en este siglo, el papel de la mujer como semióloga de lo
cotidiano es representado como decisivo en la constitución del hogar. En
el filme La familia, Carlo (Vittorio Gassman) dice de su mujer (Stefanía
Sandrelli) que, sin ella, "ni esta casa, ni esta familia, nada hubiese
existido".
El matrimonio puede aparejar otras actividades semióticas. En los siglos
XV y XVI hay esposas que introducen nuevos lenguajes en la comunidad.
Son mujeres como Valentina Visconti y Catalina de Médici las que, a
través de alianzas matrimoniales, traen a Francia los signos del arte
renacentista. En los siglos XVI y XVII, una mujer puede acceder a una
posición social importante al margen de matrimonio y familia. Es la
cortesana (similar a la hetaira, de la cultura patriarcal griega). Su
profesión consiste en hacerse amante de hombres ricos y poderosos. El
papel de cortesana requiere cualidades para las que la mujer se ha
preparado en el marco de una larga tradición. Si bien las prestaciones
sexuales pueden emparentarla con la prostituta, la cortesana debe tejer
una red semiótica mucho más compleja. Tiene que atraer a sus amantes no
sólo por la vía del sexo. Cuida vestido, moblaje y festines, con el fin
de proporcionar un entorno encantador al hombre que la visita. Hasta los
más mínimos detalles son signos del placer. En la mesa de una cortesana
del siglo XVI, los mangos de los cubiertos suelen representar ninfas o
diosas desnudas. También escribe poesía o compone música para deleitar
al señor. Es una semióloga del tiempo libre y sus delicias. Por medio de
ese manejo de los signos de ropa, casa, comida y ocio, logra gran
influencia. Por lo tanto, el puesto de "amante oficial del rey" no tiene
sólo significados sexuales o afectivos. De modo más encubierto se asocia
con imágenes sociales y políticas.
En Francia, en el siglo XVII aparecen mujeres solteras o separadas de
sus maridos, que abren salones y fundan un nuevo lenguaje, lleno de
minucioso refinamiento. A causa de su gusto por los signos estilizados y
sinuosos, se las conoce como "preciosas". En el XVIII, esos salones,
presididos por mujeres o salonières, hospedan a intelectuales y
políticos cuyo pensamiento y actividad contribuyen a promover la
Revolución Francesa. Así, algunas mujeres instaladas en posiciones
periféricas pero influyentes sobre la sociedad central, ayudan a
implantar cambios sociales significativos. Pero no son únicamente
"preciosas" o salonières quienes cooperan con la cultura oficial,
manteniéndola o transformándola. La mujer tiene un papel especial en su
difusión porque, como madre, es la primera transmisora de valores
sociales, morales y religiosos. Usualmente, el más temprano
planteamiento de metas que recibe un niño y el control para que las
mismas se cumplan se hace a través de la madre o de una mujer que cumple
su función.
Desde ámbitos más humildes, libros como El ama de casa, que
aparecen a mediados del siglo XIX constituyen verdaderos tratados de
semiótica de la cotidianidad. Explican, por ejemplo, cómo elegir una
tela: qué signos hay que buscar para averiguar si es durable, lavable,
etcétera. También las revistas femeninas son pequeños manuales de
semiótica: ¿en qué signos hay que reparar para saber si la piel necesita
hidratación o vitaminas? (¡Cuáles son los signos que caracterizan una
mesa elegante? ¿Qué signos vestimentarios dan apariencia juvenil y
cuáles otorgan presencia de secretaria?
Es sobre todo la condición de madre o la capacidad de "maternar" las que
confieren las pautas de la emisión y captación de signos casi
invisibles. En el siglo XIX, Louise Otto Peters escribe en sus memorias:
"Madre era madre. Estaba presente como el sol o la lámpara o las cuatro
paredes. Su presencia era algo que se daba por hecho; se encontraba al
acostarme y al levantarme, en el desayuno preparado, el delantal limpio,
las medias secas, en todo lo íntimo y superficial, de la mañana a la
noche". Como conocedora de todos los signos que se intercambian en el
hogar, los que significan las cosas y los que comunican las personas,
como emisora de silentes signos de amor (camisa planchada, sopa
caliente, gesto conciliador), la madre aparece como semióloga
privilegiada.
La semiótica de la Madre
En el siglo XIX, primero Bachofen, luego Morgan y Engels, hablan de
sociedades prehistóricas caracterizadas por la predominancia femenina.
En ellas se rinde culto a una Madre Terrestre, Celeste o Lunar. Sus
huellas se encuentran en los mitos patriarcales griegos. En Grecia, la
Gran Madre es destronada por Zeus, dios del trueno y del relámpago,
venido con invasores del Norte o el Este. Su presencia fragmenta a la
Diosa. Cada cualidad femenina da origen a una divinidad. Hera es diosa
del matrimonio. Demeter es divinidad de la tierra. Artemisa preside
menstruación y parto. Afrodita reina sobre el amor. Pero todas han
quedado subordinadas al poder del Dios. Sin embargo, los que la adoran,
saben que es una, bajo sus diferentes nombres y manifestaciones. En el
siglo II D.C., en El asno de oro, Apuleyo transcribe las que serían
palabras de la Diosa:"... mi divinidad es adorada en todo el mundo, de
diversas maneras, con diferentes rituales y bajo distintos nombres. Los
frigios me llaman Madre de los Dioses. Los atenienses, Minerva. Los
ciprios, Venus. Los cretenses, Diana. Los sicilianos, Proserpina. Los
eleusinos, Ceres. Para otros soy Juno, Bellona, Hécate. Los egipcios,
llenos de conocimiento, conocen mi verdadero nombre: Reina Isis".
Otro tanto ocurre en la religión judía. En el Antiguo Testamento, el
mundo aparece presidido por una divinidad abstracta, pero designada a
través de formas gramaticales masculinas. Sin embargo, en esos textos
bíblicos se conservan signos de la Gran Diosa. De acuerdo con el
historiador de la religión israelita Raphael Patai, "el judaismo oficial
enfatiza los aspectos morales e intelectuales de la religión, con un
relativo descuido de los aspectos afectivos y emocionales". La
importancia del estudio de la Ley sobre la fe llena de sentimiento
viene, según Patai, de una sociedad de predominio masculino, generada en
tiempos relativamente recientes. Para esa comunidad patriarcal, lo
abstracto es más importante que lo concreto y la moral tiene mayor
jerarquía que el amor. Pero si los libros del Antiguo Testamento
se consideran de cerca, se percibe la reiteración de un nombre: el de
Ashera y el de su hija Astarté, Istar o Anat. Ashera es diosa de amor,
fertilidad y abundancia. Cuando el profeta Jeremías quiere imponer el
culto exclusivo de Yavé entre los judíos de Egipto, éstos contestan que
quemarán incienso a la Reina de los Cielos, pues les ha dado pan y
felicidad en abundancia (Jer44:16). Desde los albores del cristianismo,
el culto a María, Madre de Dios y de todos los hombres, adquiere enorme
importancia. Su vigencia hoy en países de tradición agnóstica, como
Uruguay, puede comprobarse yendo a Lourdes un día 11 o a Nueva Helvecia
el segundo domingo de octubre.
En Montevideo, en estos últimos años, se verifica otro culto a la Madre,
bajo forma de Diosa marina o Iemanjá, que pertenece al panteón
afroamericano. Al comenzar febrero, en su honor, las playas
montevideanas se llenan de gente y de ofrendas florales.
La arqueóloga Marija Gimbutas rastrea los signos de la Diosa Madre en
una zona que denomina "Vieja Europa". La misma se extiende desde el mar
Egeo al Adriático y de lo que hoy es Polonia meridional al occidente de
Ucrania. Ya en el siglo pasado, Lewis Morgan muestra que no sólo en
Europa sino en África, Asia y América hay trazas inconfundibles de una
Diosa, cuyo lenguaje materno tiene signos similares en distintos
continentes. Recientes investigaciones interdisciplinarias confirman que
la Diosa está en todas partes. Su sombra protectora se proyecta sobre la
cuna del Homo Sapiens, dando testimonio de su nacimiento hace
treinta o cuarenta mil años A. C.. Las esculturas de una figura femenina
con enormes pechos nutrientes y un gigantesco vientre de vida son
conocidas por los estudiosos bajo el nombre de "Venus". Durante esos
treinta o cuarenta mil años de prehistoria, de esa "Venus" se espera
fecundidad y facilidad en los partos. No sólo protege al humano.
Indiscriminadamente, la Diosa nutre a niños, animales y árboles. Es
Madre física y espiritual, capaz de compartir con todos los seres sus
misteriosas cualidades. Las primeras respuestas a las preguntas "¿Desde
dónde?", "¿Por qué causa?", reiteran, de distintas formas, la misma
idea: desde el cuerpo de la Madre primordial o con su cuerpo está hecho
el Universo.
¿Porqué la Diosa?
Las representaciones de la Diosa son un
canto de amor a todas las criaturas. Aparece rodeada de hombres,
animales y plantas. O se manifiesta ella misma bajo la forma de un
animal o del árbol de la vida. Por eso, la gran literatura que, en los
últimos años, se ha escrito en torno a la Diosa no tiene sólo finalidad
investigativa. Distintos grupos políticos (ecologistas, pacifistas,
feministas) desean difundir sus propios significados a través de esas
imágenes divinas de carácter femenino. Recientemente se han publicado
"mitologías feministas", que intentan comprender el aspecto que revistió
la Gran Madre para culturas hoy degradadas o casi extinguidas, como las
comunidades indígenas de América o los pueblos polinesios. También es
fuente de inspiración para el arte, la moda y el comercio. En Estados
Unidos se hacen "almanaques de la Diosa". Para 1993, la artista Amy
Zemer elaboró doce tapices que la representan. El arte de tejer está
asociado por excelencia con lo femenino: las mujeres han hilado la ropa
de su familia. Las diosas, la textura del destino. Zemer incorpora al
hilado materiales como el polyester, que significan la actualidad de lo
femenino divinal. La fotografía de un tapiz correspondiente a cada mes
forma ese calendario. Así, los meses se asocian con Artemisa, Brigita,
Afrodita, rodeadas de plantas y animales simbólicos. En el almanaque de
Zemer, cada diosa se vincula con un oráculo, que contesta los asuntos de
"mente", "corazón" y "hogar". La parte dedicada a "hogar" explica cómo
entrelazar razón y afectividad. De ese modo encontramos hoy a la Diosa
entre los datos arqueológicos y los de la revista femenina. Saber
sagrado y saber devaluado.
Sin embargo, más allá de moda y comercio, para este fin de milenio,
desde su profundidad prehistórica, ella reviste significados opuestos a
los que presenta la cultura oficial de Occidente, con su sentido de
lucro y mecanización. También se opone a la idea según la cual el ser
humano está por encima de todos los otros seres y tiene derecho a
explotarlos o destruirlos en provecho de sus propios intereses. El
antropólogo Joseph Campbell señala que esa mirada puesta en la Diosa
tiene un sentido general de esperanza. La de lograr una vida en armonía
con los demás hombres y los otros seres vivos del planeta.
La ignominia de la Diosa
La literatura en torno a la Diosa lleva a reconsiderar imágenes, hoy
desprestigiadas, que fueron sus signos resplandecientes. He aquí algunos
ejemplos.
La primera menstruación de una muchacha era objeto de festejos rituales,
pues señalaba su pertenencia a la Diosa de la vida. Desde hace milenios
es un hecho íntimo (sólo se confía a madre y amigas) o rentable
(publicidad de toallas higiénicas).
La menopausia transformaba a la mujer en objeto de especiales muestras
de consideración y respeto, pues era signo de su participación en la
sabiduría de la Diosa. Nuestro tiempo, con su culto de la juventud,
generalmente la soslaya como a "vieja" (a no ser que se las arregle para
mantener signos juveniles).
Las hierbas vinculaban a la mujer con la Madre como sanadora. Desde el
siglo XIX, especialmente en Uruguay, el énfasis en la ciencia asocia
esas hierbas con manejos de curanderas ignorantes.
La Diosa solía aparecer como ave de rapiña (la Madre que mata). Pero, en
relación con la Madre, la muerte es sólo umbral hacia nueva vida. El ave
rapaz (lechuza, buitre, cuervo o corneja) significa el conocimiento que
la Diosa tiene de la renovación. Posteriormente, esos pájaros se
vinculan con mala suerte y brujería.
La Diosa también se manifestaba como serpiente, que cambia su piel
periódicamente como la Madre, que cambia su sangre cada mes. Por otra
parte, promete a sus hijos la eternidad del ciclo vital y sus
transmutaciones. Desde el Génesis bíblico, esa serpiente se convirtió en
signo satánico. En Apocalipsis 12,9, los ángeles echan del cielo a la
"Serpiente antigua", que se identifica con el "Diablo o Satanás".
Las vacas y cabras eran manifestaciones divinas pues dan leche, alimento
materno. Únicamente en India la vaca mantiene su carácter sagrado. Desde
hace mucho se ha olvidado su generosa mansedumbre. Se piensa en ella
exclusivamente en términos de industria cárnica (aunque los movimientos
ecológicos que hacen propaganda contra el consumo de carne están
llegando a Uruguay bajo forma de exitosos restoranes vegetarianos). Sólo
los cuernos, dibujados en paredes de cavernas o en jarras y ánforas,
eran signo del culto a la Diosa. Desde la Edad Media se han transformado
en signo ignominioso que la conducta de la mujer deja sobre la frente
del marido.
En las sociedades de predominio femenino, el sexo reviste carácter
sagrado pues es vehículo de transmisión vital. Posteriormente, o es
monopolio del marido o es ofrecido por la prostituta, personaje
tradicionalmente despreciable.
En su novela Mesías en Montevideo (Segundo Premio Municipal de
Narrativa, 1990), Teresa Porzecanski muestra cómo emerge la presencia de
la Diosa entre lo que generalmente permanece privado de nombre por
constituir lo "femenino trivial", lo "insignificante". En esa novela, la
vieja Lorenza se encuentra en la cocina cuando siente el llamado de la
Madre: "...la grasa de la vajilla se endurecía en la pileta. Lorenza,
entonces, se miraba las manos, corría al fondo, subía a la azotea. La
cuestión era cómo encontrar a Androisía, oficiante de toda ceremonia.
Generalmente la encontraba plantando almácigos o desplumando algún
pollo. Lorenza le alcanzaba su bastón y la empujaba hacia la casa.
"Vamos, hay que poner ofrendas para la Diosa'". Esas mujeres matan a
mano, no industrialmente, y plantan, manteniendo el vaivén muerte vida
bajo su cuidado diligente. También viven limpiando "grasa de vajilla",
purificando lo cotidiano. ¿El fragmento significa que las sacerdotizas
están degradadas? ¿O puede entenderse que, en cada mujer, en cada tarea,
aparentemente nimia, está la presencia femenina como dadora de
continuidad eterna?
Porzecanski también señala los aspectos supuestamente "ignominiosos" de
la Diosa. El lugar de su culto es confundido con un prostíbulo, donde el
sexo ha sido despojado de su significado sagrado para ser sólo signo de
vergüenza. La sacerdotiza sostiene que hombres impotentes (¿el temor de
lo femenino?) vomitan y la llaman "tarántula" y a las demás oficiantes
"Hijas de la mismísima". Pero la araña, que saca de su propio cuerpo la
sustancia de su tejido, fue sagrado signo materno. ¿Y quién es esa
"mismísima"? ¿O esa "gran puta" de los insultos callejeros? ¿Deben
entenderse como alusiones a la madre biográfica de cada uno ?¿0 pueden
leerse como signos que buscan ofender a la Madre del mundo reconociendo,
a hurtadillas, su poder? Es "grande", es la "mismísima", la innominable.
Una semiótica de la ignominia
La noción básica de la disciplina semiótica es el signo. El análisis de
las definiciones clásicas del signo muestran hasta qué punto ese
concepto es elusivo. En La doctrina cristiana, San Agustín dice que "el
signo es algo que, además de ser abarcado por los sentidos, hace que
otras imágenes acudan al pensamiento". Por ejemplo, percibimos la
temperatura y el sabor de la sopa con la lengua y el paladar. Mientras,
el cobijo del hogar y el amor de la madre acuden a nuestro pensamiento.
Pero "hacer acudir al pensamiento" constituye un acto difuso, teñido de
afectividad, prejuicios o secretos impulsos. Así, si consideramos al
cuerpo femenino en tanto que signo, vemos que el mismo aparece asociado
con imprecisas y contradictorias imágenes de ignominia y pureza.
Inserto en un sistema social, en relación con otros signos que sin cesar
lo ensombrecen o iluminan, el cuerpo femenino ofrece muchas lecturas en
permanente devenir. La perspectiva semiótica permite escuchar los
significados que otras épocas y culturas le han atribuido. Ellos
repercuten en los significados que le confieren hoy la publicidad, la
televisión y el cine. También en los que le acordamos nosotros en el
diario vivir. La semiótica contribuye a la comprensión de valores
presentes y a la aclaración de nuestra sensibilidad, con sus iras,
temores y soterrados deseos.
En su Tratado de semiótica general, Umberto Eco reconoce dos
grandes corrientes: semiótica de la comunicación, que se ocupa de
cualquier proceso social, de la moda al rito, como proceso comunicativo.
Por debajo de esos hechos se establecen códigos, estudiados por la
semiótica de la significación. Así, en el código de la ciudad de Los
Ángeles, en los años ochenta, un chico maquillado significa simplemente
"chico". En el código montevideano significa travestí. Finalmente, una
semiótica de la expresión estudia signos espontáneos. Julia Kristeva,
que es a la vez semióloga y psicoanalista, se ocupa de aquellos signos
espontáneos que resultan innombrables. ¿Qué caracteriza a aquel signo
que produce un asco, físico o moral, que va hasta la náusea? En
Poderes del horror, Kristeva analiza signos triviales (como la nata
que se forma sobre un líquido enfriado) o atroces (como los zapatitos de
los niños muertos en Auschwitz). ¿Cuáles son los signos de quien se
enamora hasta enloquecer? En Historias de amor, estudia los
discursos de Narciso, Don Juan y Julieta y los compara con los de sus
propios analizantes enamorados. ¿Qué provoca un lapso de dolor
insoportable? En Sol negro, investiga pinturas de Holbein, poemas de
Nerval y novelas y películas de Margueritte Duras. Kristeva no sólo
busca averiguar cómo son los signos de dolor, pasión y asco. También se
interroga sobre enamoramiento, sufrimiento y repugnancia en tanto que
signos. ¿Qué significados yacen bajo el espasmo del rechazo o el delirio
del deseo?
El presente libro no se propone investigar esos signos límites. Su
objetivo es estudiar algunos de los signos que el cuerpo femenino emite,
inevitable y cotidianamente. O aquellos otros que, según la tradición,
suele dejar a su paso. Son signos más o menos triviales. Pero la doxa
los tacha de "ignominiosos": privados de nombre por considerarse
vergonzantes. Es tarea de la semiótica traer a la palabra y buscar los
significados de toda productividad humana, premeditada o involuntaria,
palpable o fantasiosa.
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