Sin la pretensión de plantearse como un
estudio semiótico, esta recopilación de pequeñas historias vividas
ilustra algunas nociones expuestas por varios autores acerca de un hecho
tan axial en nuestras vidas como el de la comunicación no-verbal.
Al integrarme como estudiante al
Departamento de Cine de la Universidad de California, conocí, como es
natural, a mucha gente. Mis nuevos conocidos me presentaban a sus
amistades y yo me inclinaba hacia ellos para intercambiar nuestro
proverbial beso de saludo latino. (En Uruguay damos uno, en la región de
Turena, Francia, se dan tres, en París, dos, en Lieja, Bélgica, también
tres). Pero me enfrentaba una y otra vez a la desagradable situación de
balancearme sobre el vacío, ya que parecía que la persona no se
inclinaba hacia mí o hasta se retiraba, eludiéndome. No podía evitar
"leer" un mensaje implícito de rechazo y hasta de desagrado, que me
parecía específicamente dirigido a mi persona. Por otra parte, sola y
sin locomoción propia en la gigante área urbana de Los Ángeles, pronto
debí un sinnúmero de favores a conocidos recientes. A éstos acostumbraba
a saludar efusivamente, palmeándoles los hombros y señalándoles con
entusiasmo qué inmensamente serviciales habían sido en tal o cual
ocasión. Noté gradualmente que varias de esas personas tendían a
apartarse y a mirarme con una cierta desconfianza.
Se plantearon luego algunos casos de advertencia explícita contra esta
actitud gestual. En una oportunidad debía mudarme. A causa de mi falta
de locomoción, la operación ofrecía dificultades serias. Un compañero de
cursos se ofreció a cargar él mismo mis bártulos en su camioneta y
llevarlos a mi nuevo domicilio. Había dos valijas pesadas y algunos
pequeños muebles, de modo que se trataba de un trabajo duro. Por otra
parte, él se encontraba filmando en ese momento.
Yo había estado preocupada durante días por las dificultades de la
mudanza lo que me sentía genuinamente reconocida. Fue muy sinceramente
que le palmée el hombro al tiempo que le expresaba verbalmente con gran
calidez mi agradecimiento. La actitud corporal de mi interlocutor fue
rígida y su mensaje verbal, terminante: "Stop that".
Poco tiempo después, un compañero americano-filipino con quien habíamos
trabajado durante un día en un ejercicio fílmico, me acercó varios
kilómetros en su automóvil hasta la universidad. Cuando me incliné
maquinalmente para despedirme con un beso, se apartó y dijo con frialdad
"Stop doing that".
Su conducta reticente hacia mí se manifestó luego de varias maneras.
La frialdad de los latinos
Al poco tiempo, esta persona y otras cuatro que pertenecíamos al
Departamento de cine, decidimos alquilar juntos una casa en el barrio
costero de Santa Mónica. Las dificultades, para mí misteriosas, que
habían tenido mis relaciones con el filipino-americano, hacían prever
una convivencia no muy tranquila. Por eso, en el momento de mudarnos,
tuve con él una conversación de esclarecimiento.
La detallaré aquí porque, en mi opinión, resulta extremadamente
interesante desde el punto de vista de la comunicación intercultural.
El compañero explicó que era la primera vez que tenía oportunidad de
tratar con una latina y que ese contacto le había permitido comprender
que los latinos eran "personas frías", "inclinadas a fingir" y "de pocos
sentimientos". "Sólo en el caso de un acontecimiento de importancia
vital me permitiría yo abrazar a mi madre del modo que tú abrazas y
palmeas a un sinfín de personas que apenas conoces, todos los días".
El compañero explicó que era la primera vez que tenía oportunidad de
tratar con una latina y que ese contacto le había permitido comprender
que los latinos eran "personas frías", "inclinadas a fingir" y "de pocos
sentimientos". "Sólo en el caso de un acontecimiento de importancia
vital me permitiría yo abrazar a mi madre del modo que tú abrazas y
palmeas a un sinfín de personas que apenas conoces, todos los días".
Estábamos tocando el famoso cuadro comunicacional de Román Jakobson.
Para que haya comunicación entre un emisor y un receptor, señala el
investigador eslavo en su célebre trabajo sobre funciones del lenguaje,
es necesario que exista un código común. Lo que yo no había comprendido,
pese a mis estudios teóricos, es que los códigos a través de los cuales
se vehiculan las tendencias afectivas son diferentes en las diversas
culturas.
El impulso de simpatía y agradecimiento que experimenta una persona tras
recibir una ayuda significativa de otra, es, tal vez, semejante en
distintas comunidades culturales. Pero la función expresiva o emotiva
del lenguaje se manifiesta, en el caso del latino, de un modo diferente
que en el caso de un norteamericano. Entonces puede ser "leída" por el
norteamericano como frivolidad, fingimiento y hasta frialdad (ya que el
segundo supone que el primero expresa afectos que no puede sentir, por
lo tanto tal vez nunca sienta afecto).
Fue sólo después de mis lecturas de los textos de Edward Hall que supe
que cada cultura tiene un espacio comunicacional diferente. Los miembros
de la cultura latina utilizan para comunicarse un espacio menor que los
pertenecientes a la cultura anglosajona. De este modo, cuando se produce
un contacto intercultural entre personas desprevenidas, el latino se
siente rechazado y el anglosajón, invadido o mistificado.
Cuando nos comunicamos, generalmente sólo somos concientes de aquellos
que comunicamos verbalmente. Olvidamos que cada acto de comunicación se
realiza a través de una serie de canales diferentes (movimientos
corporales, expresión facial, distancia al interlocutor y a los objetos
que nos rodean, aspectos vestimentarios, tiempo en el que se desenvuelve
la comunicación, etc).
Los mensajes que vienen a través de estos cana les pueden apoyar el
mensaje verbal de modo coherente o ser contradictorios y perturbarlo.
Nos ponemos entonces en la difícil situación de transmitir
inconcientemente dos o más mensajes diversos y de distraer así la
atención del receptor del mensaje principal. Citaré aquí algunas
experiencias ilustrativas.
El ruido de los gestos
De 1981 a 1983 dicté cursillos de semiótica en diversos centros de
nuestro país, así como en una universidad del Brasil.
En general, los cursillistas aprobaban mi trabajo, fundamentalmente a
"causa de lo que llamaban "la calidez" con que el mismo era realizado.
En términos de comunicación no verbal, lo que se denominaba "calidez"
era el hecho de que el mensaje verbal se apoyaba en tonos de voz,
expresiones faciales y movimientos corporales, que eran percibidos por
los receptores latinos como constituyentes complementarios de un único
mensaje.
Entre 1984 y 1985 dicté cursos de literatura y composición en el
Departamento de Español y Portugués de la Universidad de California. En
las universidades norteamericanas existe una norma de acuerdo a la cual
los estudiantes deben evaluar a sus profesores al cabo de cada
trimestre. En la primera evaluación que recibí, un estudiante japonés
-cuya opinión fue compartida por varios norteamericanos- estimó que "la
profesora hacía tantos gestos que era muy difícil atender lo que decía".
Lo que los receptores latinos habían percibido como "calidez", los
receptores japoneses y anglosajones lo percibían como desorden. Los
mensajes no verbales no apoyaban el mensaje verbal y, de ese modo, "fisuraban"
el mensaje global. El receptor sentía que cada canal (manos, rostro,
tono de voz, lenguaje verbal) enviaba un mensaje distinto.
Durante el segundo trimestre, alarmada por esta dificultad, traté de
suprimir (en la medida de las posibilidades que me dejaba mi cultura
latina) los mensajes gestuales, para concentrarme solamente en el
mensaje verbal. Otras diversas experiencias pusieron de manifiesto de
modo vivido, algo que sabía teóricamente: la enseñanza de una literatura
no puede abarcar los textos sin los contextos culturales del escritor y
de sus lectores. Pensé entonces que era inútil analizar en español
textos hispanoamericanos si yo suprimía todos los otros modos de
comunicación utilizados por un hispano hablante nativo.
Por eso, al iniciarse el tercer trimestre, advertí a mis estudiantes que
no sólo el curso sería dictado en español sino que, además, se
utilizaría el lenguaje no verbal propio de la cultura latina. Los
estudiantes eran libres de solicitar explicaciones más amplias sobre los
textos hispanoamericanos, pero también eran estimulados a detener a la
profesora para analizar el lenguaje no verbal que estaba utilizando.
Después de estas advertencias, el curso fue exitoso. Las evaluaciones
abundaron en comentarios interesantes y, en general, muy divertidos,
sobre el tono de voz y la gestualidad de la profesora, que los
estudiantes habían observado como otros tantos elementos a tener en
cuenta en la cultura que deseaban aprender.
Enemistad entre el gesto y la palabra
Observa Paul Watslawick en su obra ¿Es real la realidad? que uno de los
fenómenos de comunicación que más perturba el comportamiento es el de la
confusión. El investigador austríaco entiende por confusión aqueja
situación de comunicación en la cual el emisor le transmite al receptor
un mensaje verbal muy preciso: pero, a través de otros canales, envían
mensajes que no sólo no son complementarios sino que son percibidos como
exactamente opuestos al mensaje verbal.
En su película "Danton", Andrej Wajda ha utilizado magistralmente las
oposiciones entre los lenguajes verbal y no verbal, señalando al mismo
tiempo las consecuencias desastrosas que las mismas pueden acarrear. El
clima narrativo de la película se alcanza cuando Danton invita a
Robespierre a una cena en la cual los líderes deben solucionar, por el
bien del pueblo francés (y la seguridad de sus propias cabezas). los
conflictos que los separan. Ambos se reúnen con la intención de lograr
un acuerdo, aun al costo de importantes concesiones recíprocas. Pero,
mientras Danton expresa verbalmente a Robespierre su deseo de una labor
concertada y participativa, en los platos desbordantes que le ofrece
(cuando todo París padece hambruna), Robespierre "lee" un mensaje de
poder y arrogancia. El discurso verbal de conciliación continúa, al
"tiempo que Danton le sirve a su interlocutor una copa de vino tan llena
que Robespierre debe inclinarse a beber. Después de este mensaje no
verbal, donde Robespierre "lee" su propia humillación, el resto del
discurso verbal queda condenado al fracaso, del mismo modo que ambos
líderes se condenan.
Lo mismo se transforma en otro
consecuencias positivas y hasta terapéuticas que pueden resultar de una
respuesta impredecible en una situación de comunicación estereotipada.
Efectivamente, numerosas terapias actúan haciendo que el paciente, que
vive situaciones comunicacionales conflicti-vas y reiterativas, dé una
vez una respuesta verbal o no verbal imprevisible, que altere ese
cuadro. De este modo se cambia la manera de representar la situación
global. Esta suele volverse así otra, más aceptable, la eliminación de
la agresividad y de los problemas que la misma acarrea pueden ser la
consecuencia más inmediata.
Intuitivamente, todos nosotros damos a veces una respuesta imprevisible
ante una situación conflictiva. A veces logramos con ello cambiar la
percepción de la situación y evitarnos molestias. Como ilustración de lo
anterior relataré una pequeña historia que me ocurrió en el tiempo en
que era estudiante en París. Viajaba una mañana a la hora pico en un
metro atestado, junto a mí quedó libre un asiento. Cuando hice el gesto
de sentarme, la señora que viajaba a mi lado, ocupó vigorosamente el
lugar. Pensando que yo había intentado competir con ella por el sitio,
me miró indignada e inició un discurso en el cual se manejaban
aproximadamente estas nociones: "Tengo edad, estoy cansada tengo derecho
a viajar sentada, mucho más derecho que Ud. porque yo viajo en esta
línea a mi trabajo desde hace cincuenta años ¡cincuenta años!"
En este punto, su monólogo fue interrumpido por el comentario siguiente:
"¡50 años! ¡Cuánto debe amar esta línea, señora!" La respuesta
imprevisible introdujo una nueva imagen de la situación. Ese fragmento
de realidad no sólo podía ser representado como una rutina penosa.
Asimismo era posible aprehenderlo como una relación de afecto construida
por el tiempo entre un medio y su usuario. La reacción de la señora
también fue sorprendente. Cambió completamente de tono, contó anécdotas
de su vida y, al despedirse de su interlocutora, le tomó las manos y le
deseó buena suerte. La respuesta imprevisible introduce una nueva
aproximación a la realidad, que puede amortiguar o saldar el conflicto.
Lectura de la amenaza
En la obra ya citada, Paul Watslawick se ocupa especialmente de una
situación de comunicación particularmente importante de resolver: la
amenaza.
Para que una amenaza sea eficaz, dice Watslawick, debe reunir tres
condiciones: ser creíble; el amenazado debe poder realizar lo que se le
solicita; la amenaza debe alcanzar al amenazado. Si expresamos esta
tercera condición en el lenguaje de Román Jakobson, diremos que el
emisor y el receptor deben compartir el código.
De acuerdo a la experiencia de muchas personas en una situación de
comunicación. si el mensaje que emite A supone consecuencias no
deseables para B, y B pretende no comprender el código que usa A. las
consecuencias no deseables son eludidas.
Las mujeres que viajan solas recurriendo al método del autostop,
conocen la eficacia de este recurso. Cuando, en una carretera solitaria,
un conductor recoge a una "autostoppeuse" con visibles
intenciones de seducción (y ella no desea ser seducida), la
autostoppeuse puede no "leer" el código del seductor y responder con
el código de cortesía que utilizaría en una reunión formal. La colisión
de códigos disipa el intento de seducción.
La eficacia de este recurso también es conocida por las mujeres que
trabajan o estudian hasta altas horas dé la noche y deben volver solas a
sus casas. Cuando se sienten seguidas en su camino de regreso, se
dirigen al "seguidor" y le solicitan cortésmente que las escolte hasta
su casa para protegerlas de posibles entrometidos.
Es mi opinión que numerosos delitos pueden ser prevenidos a través de la
no-lectura o de la lectura imprevisible del código del delincuente
potencial. Si la víctima potencial pretende no comprender el mensaje del
victimario y, al mismo tiempo, a través de los distintos canales de
comunicación de que dispone (actitud corporal, expresión facial, etc.).
no se da a "leer" como víctima, el delito generalmente no se produce.
Al respecto, realicé la siguiente experiencia. Había oído que algunas
gitanas piden prestado a sus ocasionales "clientes" un billete
relativamente elevado para realizar un acto de magia. Probablemente
valiéndose de una maniobra de prestídigitación, devuelven a la indignada
víctima un trozo de papel. Cuando se me presentó la ocasión, acepté el
ofrecimiento de una joven gitana de adivinarme la suerte "por nada"
mientras otras cuatro gitanas ofrecían sus habilidades en las
inmediaciones. Mi interlocutora me solicitó algunos billetes que debían
actuar como instrumentos mágicos y que, me aseguró, me serían entregados
luego. Un momento más tarde me devolvía un trozo de papel.
Inmediatamente, las demás gitanas iniciaron en conjunto un mensaje de
amenaza verbal y no verbal. Elevaron el tono de voz, me rodearon,
estableciendo una distancia física menor a la de la comunicación verbal
habitual en nuestra cultura. El mensaje verbal, más o menos inteligible,
se refería a los efectos positivos de la magia, de valor
incomparablemente mayor al del dinero invertido y a la maldición que
recaería sobre mí si reclamaba mi dinero.
Traté primero de que mi mensaje no verbal fuera no previsible y
coherente con mi mensaje verbal. Me coloqué de frente a mi principal
interlocutora, con el cuerpo erguido y relajado, las palmas vueltas
hacia afuera y los ojos fijos en ella. El mensaje verbal, emitido en
tono de voz normal, con claridad y sin vacilaciones, era el siguiente:
"Estoy segura de que tu trabajo es muy valioso. Pero tú seguramente por
error, ofreciste hacerlo gratis. De modo que ahora, seguramente me
devolverás el dinero". Al cabo de aproximadamente un minuto, el dinero
me fue restituido.
Insultos disipados
La no lectura del código por parte del receptor también opera
neutralizando los insultos y disipando así sus enojosas secuelas.
La antropóloga italiana Melina Pignato me refería al respecto la
siguiente historia. Al comenzar el siglo, un tío suyo, perteneciente a
la más rancia aristocracia siciliana, viajó a Milán, donde se casó con
una humilde prostituta. De regreso a Sicilia su padrino sólo le prohibió
el acceso a la residencia familiar, sino que le cortó los estipendios.
El ofendido padre era miembro de un exclusivo club palermitano, una
mañana en que se encontraba visitándolo, su nuera logró entrar y
solicitarle dinero. El noble, que deseaba expresarle su ilimitado
desprecio, pensó que el mejor modo de ofenderla era mostrarle que no
condescendía a entrar con ella en una situación de comunicación verbal.
Escogió entonces un ultraje no verbal: arrojó una suma de dinero al piso
y le volvió la espalda. No había comprendido, sin embargo, que el código
no verbal de un noble de situación desahogada no es de ningún modo el
mismo que el de una prostituta callejera, cuya niñez ha estado
probablemente caracterizada por hábitos de mendicidad. Efectivamente, la
mujer se sentó en el suelo, contó el dinero y, tras agradecer
calurosamente la largueza de su suegro, se retiró muy contenta del club.
Los objetos hablan
La semiótica ha dedicado extensos estudios al lenguaje de los objetos.
Ya Roland Barthes, en sus trabajos sobre literatura, publicidad y
fotografía se refería indirectamente al tema. Señalaba cómo la presencia
de un montón de colillas de cigarrillos "dice" la nerviosidad de James
Bond, así como la presencia del tomate y el perejil junto a los fideos
"elogia" la frescura del futuro plato de pastas cubierto de salsa; los
libros y los cuadros que rodean a Mauriac en su foto de París-Match
comunican su "intelectualidad".
Abraham Moles, Jean Baudrillard y otros han realizado trabajos
específicos sobre el lenguaje de los objetos en la sociedad
contemporánea. Y, por supuesto, desde siempre los novelistas y poetas,
dramaturgos y cineastas han utilizado los objetos para expresar la
acción irrevocablemente cumplida o esperada, la naturaleza de un ser o
un estado de ánimo. En torno de nosotros, los objetos mantienen su
lenguaje silencioso y revelador y, a menudo, conciente o
inconcientemente, los utilizamos para expresar lo que no logramos
vehicular a través de las palabras. En ese sentido, me referiré a dos
experiencias que me parecen suficientemente reveladoras.
Durante mi estadía en Los Ángeles una señora de mi' conocimiento padeció
una aguda crisis nerviosa en torno a sus cincuenta años. No lograba
aceptar el pasaje del tiempo y su grave estado emocional terminó
ocasionándole daños físicos. En una ocasión me encontraba acompañándola
cuando llegó el médico. Me retiré a la sala, esperando que terminase la
visita del doctor y recorrí con la mirada los objetos allí presentes. En
un lugar de privilegio se encontraba un cuadro de amplias proporciones,
que representaba a una mujer joven frente a un espejo. La mujer se
encontraba inclinada, casi "vertida" sobre su propia imagen, con ambas
manos colocadas en las mejillas a modo de pantallas, de manera que su
mirada estuviese más exclusivamente dirigida sobre la figura de su
"doble". No muy lejos, en un estante, se hallaba la fotografía de la
dueña de casa. El cristal que protegía dicha fotografía se encontraba
atravesado en diagonal por una fisura. La situación emocional de la
persona estaba así fielmente representada por los objetos que la
rodeaban.
Mi primer año en Los Ángeles estuvo marcado por alojamientos precarios.
Uno de mis domicilios circunstanciales fue la casa de una anciana señora
austríaca a quien alquilé una habitación. Sus condiciones (no podía
utilizar la ducha, la cocina o el teléfono entre las nueve de la noche y
las ocho de la mañana) eran muy duras. Pero en ese tiempo me encontraba
tan ocupada que me pareció que, teniendo un lugar donde dormir,
cualquier condición era buena. Un día encontré sorpresivamente en mi
habitación, un enorme espejo de marco dorado. Era decididamente un
mueble que no necesitaba y ocupaba un gran lugar en el cuarto, pero
pensé que mi casera, Frau María, no tendría otro sitio donde colocarlo,
de modo que no dije nada. Al poco tiempo, apareció en mi dormitorio una
inmensa cómoda, también con relieves dorados, cuya presencia tampoco
discutí. Rápidamente, las condiciones impuestas por mi casera se
revelaron imposibles de cumplir, lo que determinó un creciente malestar
en nuestras relaciones.
En una de las discusiones originadas
porque yo recibía llamados telefónicos después de las nueve de la noche,
Frau María me recriminó, no sólo mi incumplimiento de las normas sino mi
total falta de afecto para con ella, a pesar de sus expresivas
manifestaciones de cariño. Esta afirmación me desconcertó, pues la
señora me había tratado siempre con parquedad y distancia extremas.
Apenas si cambiábamos los saludos diarios, a los que yo solía agregar
algún comentario sobre el tiempo o la actividad, siempre estrellados
contra respuestas monosilábicas. Traté de averiguar entonces cuáles
habían sido esas manifestaciones de afecto. La señora señaló los grandes
muebles, perfectamente inútiles, que habían aparecido en mi habitación.
Sin duda éstos querían expresar los mensajes afectivos que ella no podía
comunicar a través del lenguaje verbal o gestual.
Durante los primeros meses de mi estadía en Los Ángeles la presencia de
los objetos me afectó como una agresión. En el Weswood Boulevard muchas
vidrieras están adornadas con gigantescos billetes de dólares, hay
tiendas que venden una boca o un labio solo, de paño o de plástico, uno
o varios dedos, un ojo gigante. En una oportunidad, en la gran tienda
Bullock's, una empleada me ofreció un cepillo de dientes musical.
En ese tiempo un amigo uruguayo trabajaba como chofer en la casa de una
acaudalada señora. Ella vivía en Bel Air. Este barrio, según se dice en
Los Ángeles, es el más caro del mundo. Y, según el semiólogo de la
arquitectura Charles Jenks, es uno de los que realiza de modo más
perfecto la idea de Kitsch. Jamás entré en la casa de dicha señora, pero
una vez que acompañé a mi amigo a su lugar de trabajo, debimos atravesar
dos especies de murallas automáticamente corredizas para llegar al
garaje. La señora estaba siendo atendida por un especialista, pues sus
uñas se habían caído debido al uso permanente de uñas postizas.
Acababa de llegar de Uruguay y esa agresiva presencia del objeto oneroso
e inútil me sublevaba y se me imponía como una forma de violencia. En
esos días conocí, en una cena, a un americano de mediana edad y le
pregunté si se sentía orgulloso de ser norteamericano. Los "very" que
antecedieron a "proud" no finalizaban nunca. Le pregunté si estaba
orgulloso de las mansiones de Beverly Hills y Bel Air, de la multitud de
objetos superfluos, de las montañas de desechos, del derroche fabuloso.
No era un hombre rico y lo que asociaba a Estados Unidos era la
tradición democrática, la nación construida y abierta a millones de
inmigrantes, la oportunidad tendida a todos. Hablamos luego de Europa.
Con nostalgia y entusiasmo recordé la Ciudad Universitaria de París, las
doradas paredes de Roma, las estrechas callecitas de Urbino. Entonces mi
compañero de mesa hizo esta observación: "Cuando hay ciudades interiores
no se necesita tanto de lo exterior. Pero cuando, como ocurre con
frecuencia, no hay habitaciones en el interior de las personas, es
imprescindible construirlas fuera".
De acuerdo a esta afirmación, el lenguaje del objeto oneroso y superfluo
(que de ningún modo es privativo de la sociedad norteamericana) estaría
comunicando en algunos casos una carencia afectiva, una frustración en
las actividades de la imaginación y la memoria. Las residencias
aparatosas, los comercios extravagantes, las mercancías absurdas podrían
ser a veces otros tantos signos de una vida afectiva, contemplativa o
creativa trunca que, de desarrollarse, ya no los produciría.
Lecturas del tiempo
En la sociedad contemporánea, sobre todo en las últimas décadas, las
relaciones intergeneracionales han sufrido modificaciones importantes.
Cuando los ancianos conviven con sus hijos o los visitan en ocasión de
una fiesta, ocupan, en general, un lugar relegado. Los nietos no sienten
ningún interés por sus abuelos y tienen a menudo conductas agresivas
hacia ellos o hacia los mayores en general. Estas conductas de
indiferencia u hostilidad constituyen un mensaje hacia su propio
porvenir, que los niños leen inconcientemente. La desvalorización del
viejo comunica implícitamente una desvalorización del futuro en general.
En ese sentido, los niños que han hecho una experiencia de aprendizaje o
iniciación a nuevas actividades o experiencias a través de la figura de
un tío, un padre o un abuelo, han recibido además del mensaje explícito
en ese aprendizaje, un mensaje implícito de promesa. Algún día, ellos
alcanzarán la edad de ese adulto o de ese anciano y obtendrán esa
cualidad de experiencia y sabiduría. De ese modo, el respeto y la
admiración por el mayor operan como formas de reconciliación con el
tiempo. El desprecio por el viejo que se verifica en nuestra sociedad y
el culto de la juventud, que los medios de comunicación exaltan hasta el
extremo, implican un mensaje de no aceptación del porvenir que
constituye poderosa fuente de angustia.
El mensaje de los alimentos
Nuestros hábitos constituyen otros tantos mensajes que transmiten datos
implícitos sobre nuestra percepción de diversos problemas vitales. Entre
ellos, los hábitos alimenticios son particularmente comunicativos.
En la Facultad de Humanidades, la licenciada Esther Ferrando hizo la
siguiente observación: "Un niño solo, que pide comida, no me apena tanto
por su hambre. Me apena sobre todo por su desamparo afectivo. Al
rehusársele el alimento, se le está diciendo que no es amado". Más
tarde, en París, un experto senegalés en educación comunitaria comentó
que uno de los aspectos de la cultura occidental al que más le costó
adaptarse, fue a la costumbre de calcular la cantidad de alimento que ha
de cocinarse de acuerdo a un número fijo de comensales. También le costó
habituarse al reparto de las porciones en platos diferentes, aislados.
En África Occidental se pone diariamente una cantidad no calculada de
arroz o couscous (sémola preparada de un modo especial que se consume en
el norte y el oeste de África) en una gran olla. Sería un acto de
desamor para con un semejante, conocido o desconocido, llegado
imprevistamente, el no tener alimento para compartir con él. Tampoco se
separa el alimento en porciones. Todos se sirven de una fuente común,
que es un modo de simbolizar la presencia materna.
Más tarde, tuve oportunidad de visitar a Seye en su país. Entonces
conocí la rica experiencia de sentarme sobre la tierra (otro símbolo
materno), y extraer alimento de la gran olla común, a veces en compañía
de amigos, a veces en la de desconocidos que abrían sus puertas de
acuerdo a los hábitos de hospitalidad del África. Por ese tiempo, Seye
publicó un artículo a propósito de la poca popularidad de la psiquiatría
y el psicoanálisis en Senegal. "Pocas personas se sienten aquejadas de
angustia o soledad en mi país", observaba Seye. Y añadía que, en
conversaciones con profesionales franceses, éstos señalaban los hábitos
alimenticios como uno de los factores determinantes de la relativa
ausencia de estos sentimientos.
En la actitud hacia el alimento se "lee" la presencia de una madre común
original, la de una comunidad y una alianza fraternal duradera. Al tomar
su alimento, el individuo está percibiendo también un mensaje que le
dice, justamente, que él no es un individuo solo, desamparado,
desvinculado de todos los demás. Aunque se lleve a la boca unos pocos
puñados de couscous o arroz, ese gesto, realizado en común, le comunica
un intenso significado de grupo integrado, compromiso colectivo, unión.
Un itinerario personal
Comienzos de la década del 70.
En la Facultad de Humanidades y Ciencias de Montevideo, los estudios
semióticos aplicados a los textos literarios producían una fascinación
notoria en los estudiantes. Se trabajaba, sobre todo, con el
instrumental ofrecido por los formalistas rusos (Propp, Jakobson,
Tomashevski, etc.) y los estructuralistas franceses y francoeslavos (Barthes,
Bremond, Todorov, etc.). Los estudiantes se ejercitaban en reconocer
aquellos signos que en un texto trasmiten datos psicológicos,
socio-históricos y relativos a la acción propiamente dicha, debían
establecer también las formas de interrelación entre esos signos.
Señalaban desde qué punto de vista estaba narrado un relato, a qué
distancia se ubicaba el narrador con respecto a! mundo narrado y cómo
estaba presentado y organizado el tiempo que transcurría en el interior
de ese mundo. Se sentía entonces la euforizante sensación de comprender
no sólo qué comunicaba el texto, sino cómo lo comunicaba.
Segunda mitad de la década del 70. En la
universidad francesa tales exploraciones del texto estaban cayendo en
desuso, En cambio, existía una verdadera eclosión de seminarios e
investigaciones sobre otros campos de aplicación de la semiótica. Los
estudiantes de Todorov y de Violette Morin analizaban los artículos y
fotografías relativos a una misma noticia, aparecidos en diarios de las
más diversas ideologías. Se observaba cómo se comunicaba la actitud
ideológica a través de la selección de datos, organización del discurso,
elección y elaboración del material fotográfico.
El estudio de la edificación carcelaria y hospitalaria y de la
legislación concerniente a los regímenes de reclusión e internación
permitía dibujar la imagen cambiante que el occidental se ha hecho del
delincuente y del enfermo.
Minuciosas investigaciones sobre la iconografía relativa al niño o a la
pareja (en sus variantes homo, heterosexual, etc) delineaban el devenir
de la concepción europea de la infancia o la sexualidad.
Entre estos investigadores de la comunicación no explícita, Julia
Kristeva ya había llamado la atención por su libro Semiotiké (1969).
Estudia allí zonas de comunicación que, aparentemente, poco tienen que
ver con ella, como la moda. O zonas de comunicación. difícilmente
codificables, como la gestualidad.
En su capitulo referido a la gestualidad. Kristeva describe las
disciplinas especialmente dedicadas al estudio de la comunicación a
través del espacio y de los movimientos corporales (proxemia y quinesia).
La semiótica franco-búlgara plantea la complejidad de toda situación de
comunicación; explica que el mensaje lingüístico, que pasa
intermitentemente entre el emisor y un receptor, es sólo parte de un
mensaje mayor que se vehicula de modo permanente a través de los
movimientos corporales, expresiones faciales, distancia entre ambos
interlocutores, etc.
Kristeva revisa las investigaciones realizadas en el campo de la
antropología, la psiquiatría y el psicoanálisis, la psico y la
sociolingüística para plantear caminos de profundización en los estudios
de la comunicación no verbal.
Aun cuando la cultura francesa es muy diferente de la nuestra, las
culturas latinas utilizan el espacio y los movimientos corporales para
vehicular significados muy similares. Por lo que el uso de esos
poderosos instrumentos de comunicación no es percibido concientemente
por los miembros de dichas culturas. De este modo, las características
de la comunicación en países como Uruguay, Francia o Italia, no me
impusieron la necesidad de conocer y valorar los lenguajes no verbales.
1983, UNIVERSIDAD DE CALIFORNIA. Alguien que recién llega se encuentra
en situaciones en las cuales no sólo comunica datos que no desea
transmitir, sino que no esta segura de los datos que comunica. Se le
impone entonces como una necesidad, el extender sus estudios semióticos
del campo literario o fílmico a otros más directamente relacionados con
la experiencia cotidiana, tomando contacto con los textos de Ray
Birdwhistle y, sobre todo, de Edwara Hall y Paul Watslawick. Algunas
nociones extraídas de estos textos permiten aguzar la observación sobre
las situaciones comunicacionales que se viven diariamente, así como
reflexionar sobre otras situaciones comunicacionales anteriores.
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