Cuernos y homosexualidad
En el teleteatro Dueño del mundo, Felipe (Antonio Fagúndez) es un
prestigioso y adinerado médico. La primera vez que el personaje aparece,
está teniendo una aventura con una paciente en su consultorio. Mientras,
el marido aguarda en la sala de espera. Posteriormente, Felipe comunica
ese dato excitante a un amigo suyo: "Fue de locura. Y el esposo,
sentadito". El mismo día se entera de que un empleado suyo está por
casarse con una joven virgen (Malú Mader). Organiza viajes, destruye
documentos, inventa mil mentiras hasta que logra colocar una "cornamenta
retroactiva" sobre la cabeza de su funcionario: la esposa ya no es
virgen cuando llega a la noche de bodas. Dueño del mundo propone
el viejo tema del "otro hombre", que René Girard estudiara en la
literatura occidental, desde Cervantes a Dostoievski. Lo que el seductor
desea no es la virginidad o el cuerpo de una mujer, sino la posesión de
un objeto que pertenece a otro. En última instancia, lo que desea es
"ocupar el lugar", "tener", "ser" ese otro. El objeto anhelado no es la
mujer sino su "dueño", cuya propiedad él manosea. El que,
compulsivamente, "pone cuernos" sobre la cabeza de otros hombres, ¿no
sería un homosexual reprimido, que toca "mujeres ajenas" porque no puede
aceptar que desea tocar a los varones que las "poseen"?
Los cuernos del débil
En el Diccionario de la Academia, "cabrón" es aquél que consiente
el adulterio de su mujer Consiente: siente con ella. A través de esa
"solidaridad" con el sentimiento femenino, el marido queda profanado.
Cae bajo dominio del diablo y debe llevar su signo como mancha que
atestigua la concupiscencia de su esposa. Las sanciones populares son el
ridículo y la burla, como destructores de reputación (aunque en algunas
legislaciones se establece un castigo preciso para al marido
complaciente).
Los cuernos del esposo traicionado también pueden representar el signo
fálico del amante, con quien la mujer satisface su lujuria. En su
estudio sobre el honor, el antropólogo Pitt Rivers menciona un caso,
ocurrido en Andalucía, en que un hombre rico se hizo amante de la esposa
de uno pobre. En los chistes populares, éste pasó a llamarse "cuerno de
oro". Así, el adúltero no sólo traspasa al esposo el cuerno, signo de su
virilidad, también desplaza hacia él su poder económico, que se
transforma en signo de vergüenza del engañado. La literatura española ya
había consignado un caso semejante. En el siglo XVI, Lazarillo de Tormes
exhibe sus "cuernos" con aparente desvergüenza. Niño pobre y sin padre,
su madre lo entrega a un ciego, que se lo lleva a trabajar con él. A lo
largo de la infancia, pasa de un amo a otro, golpeado, humillado y
hambreado. Al finalizar la obra, ya hombre, se casa con la concubina de
un cura. Para él también los cuernos no son sólo signo de "ignominia"
sino de un poder, político o económico, que se ejerce sobre marginales y
desamparados. El antiguo signo de la Diosa se transforma en el de sus
hijos despreciados por una sociedad de lucro e irreligiosidad.
Originariamente, "religión" significa "religarse". Pero, en sociedades
individualistas, donde el dinero es la primera meta y la naturaleza es
degradada, los hijos, desligados de su Madre, llevan su cornamenta, no
como signo de fecundidad sino de ignominia.
Los cuernos en la película La
historia oficial
En su película La historia oficial (Oscar al mejor filme
extranjero 1985), el director Luis Puenzo agrega un nuevo significado a
la cornamenta. El protagonista masculino de la historia es Roberto
(Héctor Alterio), importante jerarca de una empresa
argentino-estadounidense. La misma se beneficia con el golpe de estado
militar. La avasalladora intervención extranjera y el despojo de la
economía nacional se significan a través de grupos de ejecutivos
impecablemente trajeados que avanzan hablando en inglés, con el cuerpo
muy erguido. La actitud corporal y la vestimenta les confieren un aura
triunfante. Ante ellos, la cámara retrocede con un movimiento que,
cinematográficamente, se conoce como travelling back. Dicho
movimiento de cámara subraya el significado de fuerza incontenible. Sin
embargo, uno de esos ricos empresarios estadounidenses está casado con
una argentina quien, ostensiblemente, "le pone cuernos". La patria está
siendo diezmada por extranjeros. Pero una argentina se las arregla para
humillar a los interventores en la figura de su esposo. Adjudicándole
"cuernos" a un "yanqui", Puenzo expresa su rechazo a la política
estadounidense en América Latina.
La mujer no es cornuda
La gravedad de los cuernos masculinos es tal que, para borrar su
ignominia, es necesario que corra la sangre de la adúltera, de su amante
o de ambos. La novela de Jorge Amado Gabriela, clavo y canela se
inicia con un crimen. Un marido ha "limpiado sus cuernos" matando a su
mujer y al amante. El protagonista (que en el cine fue Marcello
Mastroianni) ve el hermoso cuerpo de la joven esposa y decide no casarse
nunca porque, en el caso de que su mujer lo engañe, no quiere verse
obligado a asesinarla.
Otras veces, ante la mera duda se requiere un ignominioso abandono. El
caso más célebre es el de César, que repudió a su mujer sin que el
adulterio estuviese probado "porque nadie debe dudar de la mujer de
César". El caso más popular es el de Red Buttler (Clark Gable), en Lo
que el viento se llevó. Ante la sospecha, abandona a Scarlett (Vivien
Leigh). Cuando ella le dice, llorando, que lo ama, él responde:
"Francamente, mi querida, no doy un bledo". La versión original es mucho
más grosera ("I don't give a damn"). Hasta hoy las revistas de
difusión sostienen que se trata de la secuencia más aplaudida del cine
de todos los tiempos. Más recientemente, en el popular teleteatro
Vale todo, es claro que director y guionista están de parte del
marido (Cacio Gabos Méndez), cuando violenta a su esposa (Gloria Pírez)
al enterarse de su adulterio. La doxa exige que el esposo por lo
menos humille a la mujer que echa sombra sobre su honor.
En cambio, la mujer tiene la ventaja de no transformarse en "cornuda"
cuando su marido la engaña. No está obligada a matar al esposo o a la
amante. Más bien, la doxa simpatiza con ella, porque tiene que
soportar esas "cosas de varón". Como la mujer es buena semióloga, libros
y películas tampoco la presentan como propiamente "burlada". Rosalie, la
protagonista de la novela La engañada, de Thomas Mann, sabe que
"los frecuentes desvíos de la fidelidad conyugal de su amable marido
sólo constituían manifestaciones de una vitalidad exuberante". Rosalie
no se siente "deshonrada" cuando afirma: "Constantemente tenía que
cerrar yo los ojos ante su comportamiento, lo que prueba los elásticos
límites de la vida sexual masculina". En el ya mencionado filme Un
día muy especial, aunque él ni lo sospecha, Antonietta ha leído las
cartas que el marido y su amante intercambian. En la película Sexo
mentiras y videos, Anne (Andie Mac Dowell) encuentra en el suelo de
su propio dormitorio la caravana que su hermana ha perdido. Pero, antes
de hallar signo alguno, intuye el adulterio. "Si no me engañas, ¿por qué
siento que lo haces?", le pregunta a su marido. En el filme de Woody
Alien, Alice (Mia Farrow), revestida de poderes chamánicos, entra en el
escritorio del esposo, sorprendiéndolo in fraganti. Algunas de estas
esposas toman el "traspié" del marido con filosofía, otras con
indignación. Pero sobre ninguna recae la ignominia. Aparentemente, los
cuernos de la Diosa sólo pueden revestir significado de corona cuando
están sobre las cabezas de sus hijas.
El cornudo como mal semiólogo
Sea que cierren los ojos o que los abran, esas esposas muestran que el
marido adúltero debería ser mejor semiólogo, capaz de eliminar signos
(cabellos, marcas labiales, perfumes) o de inventarles significados
diferentes. En cambio, los maridos cornudos, cuando no son complacientes
sino propiamente engañados, aparecen como semiólogos deficientes. En su
pieza teatral La mandrágora, Maquiavelo presenta a Nicia, el
marido cornudo, como alguien incapaz de "leer" la realidad. Nicia es un
hombre mayor, casado con Lucrecia, una mujer bella y joven. A pesar de
que el matrimonio dura desde hace un tiempo, los hijos no llegan.
Entonces, el médico le aconseja que utilice la mandrágora. De acuerdo
con una leyenda, ya Raquel, la esposa de Jacob, habría usado con éxito
esa planta para combatir su esterilidad. Pero, según el médico, la
mandrágora plantea un problema. La mujer que ha bebido un té hecho con
ella, mata al hombre con el que tiene relaciones inmediatamente después
de tomarlo. Sólo tras esa muerte, su cuerpo fértil deja de tener efectos
fatales. En consecuencia, la estrategia sería la de ofrecer el té a
Lucrecia y ponerla luego en brazos de algún infeliz, cuya desaparición
nadie percibiría. A partir de entonces, los hijos vendrían en
abundancia. Lucrecia se rehúsa a "someter su cuerpo a semejante
vituperio y a ser la causa de que un hombre muera por vituperarla". Pero
el marido solicita a su suegra y a un fraile que ejerzan presión sobre
ella. Finalmente, la esposa accede. Así, Nicia demuestra ser un pésimo
semiólogo, capaz de atribuir sólo un significado a los signos que lo
rodean. Con su esposa, asocia únicamente la imagen de la reproducción.
Olvida que otros pueden vincularla con imágenes de deseo y amor.
Efectivamente, la historia de la fatalidad de la mandrágora ha sido
inventada por Calimaco, un joven enamorado de Lucrecia. Una vez que pasa
una noche en sus brazos, ella percibe la diferencia que existe entre él
y su marido. En consecuencia, lo acepta como amante estable. Mientras,
Nicia, encantado, la manda a la iglesia, pues piensa que, después de
haber bebido el té de mandrágora, "Lucrecia ha nacido de nuevo".
En las últimas décadas, el cine ha ofrecido imágenes de maridos cornudos
asociadas con autoritarismo, poder económico y libertinaje. Esos hombres
están demasiado absorbidos por sus ideas fascistas o por hacer dinero.
Sobre todo, están demasiado distraídos con sus aventuras amorosas. Por
lo tanto, son incapaces de descubrir los signos del descontento de sus
esposas. En Un día muy especial, la elección de los actores
confiere un intenso halo semiótico a los personajes y a las relaciones
que entablan entre sí. Antonietta, la esposa engañada, es interpretada
por Sofía Loren, "diosa" internacional del sexo durante las décadas del
cincuenta y el sesenta. Al iniciarse la película, el esposo se seca las
manos en sus polleras. Cuando ella masculla que "no es un repasador", el
marido contesta que "da asco". Mientras, los espectadores están viendo a
una mujer que, por su belleza, ha salido en las carátulas de
innumerables revistas y hasta ha dado su nombre a calles de ciudades. Si
un hombre la trata como a un repasador y la considera "asquerosa",
significa que no sabe "leer" la realidad. Durante ese "día muy
especial", en que su marido y sus hijos se van a presenciar el encuentro
de Hitler y Mussolini, Antonietta conoce a Gabriele y hace el amor con
él. Es una experiencia sensual y emocional que nunca había conocido y se
siente profundamente enamorada. Cuando el marido regresa, Antonietta
lleva los signos de ese amor. El vestido está desprendido a la altura
del escote. Durante la cena, su mirada erra, sin prestar atención a los
relatos sobre el "histórico evento". A veces, una ligera sonrisa aparece
en su cara. Pero lo único que percibe el marido es que Antonietta "es
una infeliz: ¡qué día se ha perdido!".
En Sexo, mentiras y video, la primera vez que aparece John, el
marido, se está lamentando de no haberse casado antes: "¡Las mujeres
caen como moscas cuando ven en su dedo el anillo nupcial!". Mientras Ann,
su esposa, le está contando al psicoanalista que el contacto físico con
su cónyuge la repele. Hacia el final de la película, John se enfurece al
saber que Ann ha aceptado dejarse filmar por Max (James Spader), un
joven impotente. "Por lo menos, estoy seguro de que no tuvieron
relaciones", dice. Ann lo mira en silencio. Max la atrae profundamente y
ha logrado hacerle recuperar su virilidad. John la considera una "niña
inocente", incapaz de tomar iniciativas sexuales. Demasiado convencido
de su propio encanto, atribuye al rechazo de su esposa un único
significado: el de la "inocencia".
En el filme de Woody Alien, Alice está casada con un hombre rico y buen
mozo (William Hurt). Pero se siente infeliz. El primer signo de
insatisfacción es el dolor de espalda. El segundo, su súbita atracción
hacia otro hombre. Preocupada por su sintomatología, consulta a un
chamán. Este le da unos polvos mediante los cuales cobra coraje y se
declara al que será su amante. Luego, bebe otros polvos que la vuelven
invisible. De ese modo, escucha los chismes de sus amigas. Así, se
entera de que su marido siempre le ha sido infiel. Esa noche, al
acostarse, le pregunta-"¿Me engañas?". El marido responde que no y
luego, con aire irónico, pregunta a su vez: "¿Y tú?". Pero en seguida se
arrepiente y dice: "Perdona, Alice. No tienes que contestarme". Alice ha
pasado la tarde haciendo el amor con su amante. Pero el marido sólo
puede asociarla con significados de formalidad conyugal.
También son interesantes las imágenes que estos filmes ofrecen de los
amantes. Son hombres a quienes los maridos jamás vincularían con
significados de seducción. Gabriele es homosexual. Max es impotente.
Ninguno de los dos se asocia con la tradicional imagen del seductor
experimentado y avasallante. Esos esposos creen que los únicos signos de
seducción son los de viril agresividad. Son incapaces de imaginar que
ciertas imágenes masculinas, consideradas ignominiosas (homosexualidad,
impotencia) pueden ser muy atractivas para sus esposas. No consideran
que esos hombres ofrecen modelos que permiten a sus mujeres
identificarse con ellos. Por una vez, son ellas las que conquistan hasta
conseguir no una "posesión" sino una entrega. "Con mi marido es tan
diferente", le confiesa Antonietta a Gabriele después del amor. En el
caso de Alice, su amante no significa para ella el descubrimiento de la
pasión sino un paso hacia el conocimiento de sí misma. Deja al marido,
no para casarse con otro hombre, sino para realizar metas frustradas que
yacían en su interior. Pero las imágenes de confianza y ternura que
Gabriele y Max suscitan en Antonietta y Ann o la imagen de realización
personal que su amante despierta en Alice, no son comprendidas por sus
maridos. Ellos sólo asocian con sus esposas significados fijos: "no es
deseable", "no es deseante", "es inocente", "es católica". No ven que
hay fisuras significativas y posibilidades paradojales. Sólo leen sus
propios signos o los que impone la doxa. Así, en esas películas,
el cineasta, el personaje femenino y el público disfrutan de la falta
semiótica del cornudo.
Cuernos y heroísmo
Según una conocida definición, el héroe es aquél que va más allá de las
regiones pobladas, más allá de creencias aprobadas y leyes establecidas,
para traer a la comunidad un nuevo conocimiento. Muchos son los peligros
de ese viaje. Su soledad y desamparo pueden desatar la locura. La
búsqueda de un conocimiento prohibido o, simplemente, no previsto por la
opinión común, suele desencadenar severos castigos de parte del orden
social. Sin embargo, el héroe lleva adelante su aventura. A veces,
después del ostracismo, la sabiduría adquirida le supone recompensas.
Otras, el reconocimiento sobreviene tras su muerte. Así ocurre con las
ideas planteadas en torno al matrimonio por Percy Bysshe Shelley
(1792-1822), el ilustre poeta inglés. Es el inicio del siglo XIX, el
imperio británico combate a Napoleón, también porque, hasta cierto
punto, es un peligroso difusor de las teorías sociales de la revolución.
En ese momento, caracterizado por un particular conservadurismo y
autoritarismo de la sociedad británica, el joven Shelley se permite
cuestionar las instituciones religiosas, las jerarquías sociales y la
incipiente industrialización de Inglaterra, con su margen de cantegriles.
Como consecuencia, es expulsado de Oxford y se le impide el acceso a
todas las universidades del Reino Unido. Más tarde, sus padres no sólo
le prohíben regresar al hogar paterno: también vetan la mención de su
nombre entre las paredes del hogar. Casi todos sus amigos dejan de
recibirlo. Un tribunal le retira la custodia de los hijos nacidos de su
primer matrimonio. A los veintinueve años se ahoga, a consecuencia de un
naufragio en el Golfo de la Spezia (Italia). Muchos diarios ingleses
festejan su muerte como el fin de un demonio. Las demandas de Shelley en
favor de la libertad religiosa o de una mayor igualdad social indignaron
a la opinión pública. Pero nada desató tanto odio como su ataque a las
instituciones encargadas de legislar amor y sexo y su puesta en práctica
de esas ideas. Shelley defiende la libertad de hombre y mujer. Le
repugnan las "escapadas" autorizadas al marido, cuyo precio de ignominia
sólo la amante paga. Pero también afirma que es la amistad la que debe
permanecer entre los integrantes de una pareja. En el caso en que uno de
los compañeros se sienta atraído por una tercera persona, el otro debe
aceptar esos sentimientos. Shelley desafía a "un sistema moral que tiene
una tan estrecha concepción del amor*. En un "orden renovado, el llamado
'honor' del varón y la castidad de su compañera serán despreciados o no
tendrán significado alguno", afirma. En la sociedad inglesa de la época
y en algunas legislaciones vigentes hasta este siglo, el matrimonio sólo
puede disolverse por adulterio de la mujer. "Hay que leer el contrato
matrimonial, antes de someter a una mujer amable y amada a semejante
degradación", escribe Shelley a un amigo. Lo que lo subleva
especialmente es que la esposa aparezca como propiedad del marido en un
sistema donde la propiedad es la mayor fuente de prestigio. Por eso, la
infidelidad femenina constituye, sobre todo, un atentado al derecho de
propiedad del varón. En un sistema semejante, no sólo las mujeres sino
los propios hombres "generalmente sólo encuentran frustración en sus
relaciones con el otro sexo". El poeta afirma que, si la exclusividad
emocional y sexual (que se exige principalmente a la esposa) desaparece,
las relaciones entre los sexos se volverán más felices para ambos. La
doble moral, la resignación femenina, la convivencia de personas que han
dejado de estimarse y que se faltan el respeto delante de sus hijos, el
fracaso afectivo y sexual pueden solucionarse. En cambio, la amistady la
aceptación por otras inclinaciones del compañero o compañera contribuyen
a una relación más satisfactoria. "La unión de la pareja es sagrada
únicamente mientras sus integrantes encuentran plenitud en ella."
Reiteradamente, en sus cartas, sostiene que la pareja establece
compromisos de amistad y mutua asistencia para los que la forman. Pero,
como dice en su poema "Epipsychidion", "otros amores no dividen sino
aumentan el amor". En 1992, en su investigación multidisciplinaria sobre
Maternidad, lenguaje y subjetividad, Barbara Charlesworth señala
que, más allá de un cambio institucional, lo que Shelley busca es una
nueva comprensión de la afectividad humana. En el fondo de su crítica
social, el poeta está proponiendo identidades emocionales más flexibles.
Rechaza a una mujer cuyo centro es el marido y los hijos. Desaprueba a
un hombre cuyo núcleo vital es el trabajo y, eventual-mente, alguna
"escapada". Al tener escasa presencia en el hogar, el hombre entiende
poco la vida afectiva que allí se desarrolla. La esposa se siente
frustrada porque para ella el único hombre posible es un marido que no
la comprende. En cambio, una mujer con mayor presencia social y una vida
afectiva menos focalizada en la familia y un hombre más presente en la
crianza de los hijos y más comprensivo de las necesidades de la
compañera, pueden desarrollar una relación más feliz.
El "infame Shelley" paga un alto precio por esa búsqueda. En cambio,
después de la segunda guerra mundial, las vidas y los trabajos de Sartre
y Simone de Beauvoir son bien acogidos, por lo menos dentro de un
círculo de opinión. La propuesta de la "pareja abierta" aparece como un
ideal que pueden alcanzar las personas, si se muestran maduras y
generosas. La novela de Simone de Beauvoir La invitada, y, sobre
todo, sus libros de memorias, donde detalla los avatares de su "pareja
abierta" con Sartre, constituyen un éxito en medios intelectuales y aun
en otros, ajenos a la "vanguardia cultural".
El cornudo como héroe en cine y tevé
En las sociedades patriarcales existen leyes que protegen el derecho del
marido. Pero, desde el surgimiento de la poesía trovadoresca, alrededor
del siglo XII, existe una doxa que exalta, por lo menos desde el
punto de vista estético, a la esposa adúltera. En su trabajo sobre El
adulterio en la novela, Tony Tanner afirma que, sin ella, "la
historia de la literatura occidental hubiera sido muy diferente y mucho
más pobre". En cambio, tanto en el terreno moral como en el estético, el
marido, "cornudo" porque comprende las necesidades de su esposa, está
menos respaldado. Así, el cine lo ha mostrado relativamente poco. Pero,
en general, cuando aparece, tiene carácter heroico. En 1970 , David Lean
realiza su filme La hija de Ryan, que se ambienta en el inicio de
este siglo, en un pueblo costero de Irlanda. Es la historia de un
maestro mayor (Robert Mitchum) que se casa con la hija de Ryan (Sarah
Miles), una joven alumna suya. Es ella quien se le declara. El futuro
marido queda encantado con esa presencia juvenil que se le ofrece. Pero,
desde el principio, muestra ser un buen semiólogo. Antes de aceptarla le
advierte: "No me amas a mí sino a Byron, cuyos poemas estudias conmigo;
o a Beethoven, cuya música te hago escuchar". Comprende que poemas y
sonidos le han conferido una aureola de imprecisos significados. En el
deseo de la joven, su maestro se ha transformado en músico, poeta,
amante, héroe, porque lee libros de poetas heroicos y escucha a grandes
músicos. Rápidamente, la jovencita experimenta su matrimonio como
frustración. Poco tiempo después, conoce a un joven soldado de la
ocupación inglesa en Irlanda. Porque es adúltera y porque se ha hecho
amante del enemigo, la comunidad entera la rapa y desnuda públicamente.
Pero también el marido recibe una golpiza y es obligado a presenciar el
castigo de su mujer. En una conversación con la esposa hacia el fin de
la película, admite haber conocido su romance desde antes que se
iniciase: "¿Pero tenía yo derecho a impedir tu felicidad?". Después de
la afrenta pública, abandonan juntos el pueblo. Ella lleva su cabeza
rapada cubierta por un sombrero y se sujeta al brazo de su esposo. Todos
los postigos están cerrados. Pero una jovencita se escapa corriendo de
su casa y les entrega un ramo de flores. John Boldman, el guionista de
la película, dijo que había sido una difícil tarea escoger al actor
encargado de representar al marido. Sólo un intérprete con un halo
semiótico de fuerza y valor, elaborado a lo largo de muchos roles, podía
encargarse de ese papel, que la doxa considera "ignominioso".
La misma difícil elección recae sobre Claude Sautet cuando, en 1972,
filma César y Rosalía. César es un chatarrero enriquecido que
tiene una relación de convivencia con la bella Rosalía (Romy Schneider),
una mujer de condición cultural mucho más alta que la suya. Al iniciarse
la película, Rosalía reencuentra al hombre que amó años atrás (Sami Frey).
César tiene violentas explosiones de celos. Finalmente, compra la casa
de playa donde Rosalía pasó su infancia y logra así separarla del
amante. Pero, pocas semanas después, va a buscarlo. Rosalía no es feliz.
César es un hombre poco familiarizado con la llamada "gran cultura". Sin
embargo, su explicación del estado de Rosalía tiene que ver con la
definición de "imaginario" que da el psicoanalista Jacques Lacan:
"Rosalía está enamorada de tu ausencia. Yo no puedo combatir las
fantasías que le produce. Que sea feliz contigo. Si tu presencia la
defrauda, tal vez vuelva a mí. Pero yo no deseo ser la causa de su
infelicidad". De nuevo, para interpretar a César, Sautet eligió un actor
cuyo halo semiótico es el de la poderosa seducción. El encanto de Yves
Montand hace tolerable la práctica "ignominiosa" de su personaje.
Recientemente, un teleteatro también planteó el tema. En La reina de
la Chatarra, Laurita (Gloria Meneses) confiesa a su cuñada que está
enamorada de un hijo de su marido, unos años menor que ella. La cuñada
murmura: "Fedra". Como a Fedra, a Laurita le espera una muerte terrible,
que significa el castigo debido a su "culpable amor". Por otra parte, el
teleteatro la asocia con todas las maldades. Así, paga tributo a una
opinión que todavía exige la fidelidad de la esposa y prohíbe a la mujer
mayor enamorarse de un hombre joven. Sin embargo, su marido no es Teseo.
Para él, los milenios no han pasado en vano. A causa de un accidente,
hace años que no mantiene relaciones con su mujer. En una secuencia
filmada tan rápidamente que pasa casi desapercibida, le plantea que la
ama bastante como para comprenderla. El no puede colmar sus necesidades
emocionales y sexuales. Por lo tanto, el contrato matrimonial no debe
ser un obstáculo para su libertad. Pero Jorge Fernando, el director del
teleteatro, no se atreve a desarrollar la propuesta del marido. A pesar
de la libertad que le reconoce, Laurita mata al esposo. Quiere verse
viuda para iniciar la (infructuosa) seducción de su amado. Con el crimen
de Laurita, el teleteatro desautoriza el planteamiento de relaciones
menos tradicionales y, acaso, más satisfactorias.
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