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Caricias - entre la
violencia y la ternura |
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La semióloga Hilia Moreira aborda desde diversas perspectivas el
tema de las caricias y nos aporta una mirada original y sorprendente |
Hilia Moreira hizo su Doctorado en Semiótica en la Universidad de París
con la semióloga y psicoanalista Julia Kristeva. Actualmente se
desempeña como catedrática de Semiótica en la Universidad ORT Uruguay. Editorial TRILCE
Ilustración de carátula: Ritmos,
Agradecimientos:
A Luis Moreira, profesor de cosmografía,
que le ponía a sus perros el nombre de los astros.
Introducción: Necesidad de estudiar las
caricias 1. Tócame, tócame
Mano suave, suave; suave
Como símbolo de Dios, la mano significa
vida creadora, abrigo, prodigalidad inagotables. En China, en el extremo
de cada rayo que se desprende del dios solar, se encuentra una mano
dispensadora de favores. En Asia Central, la mano es imagen de Siva, el
gracioso, manifestación de las potencias que pueblan los lugares
agrestes, signo de lo caótico, aventurado e imprevisible, cuya magia
hermética puede orientar hacia lugares felices, médico de los médicos,
dios de la muerte y los retoños, apariciones y alumbramientos, Señor de
la Danza. En Egipto, Amón es el dios solar, universal, creador e hidalgo
del cosmos. Su signo es la mano que concede la gracia. En los hipogeos
egipcios, la mano ampara y señala el camino a los que emprenden el largo
viaje...
Por eso, cuando se castra un caballo,
no se le arrebata sólo su actividad sexual propiamente dicha. Lo que se
le mutila es todo un moroso paisaje de sensualidad, alegría y ternura. Y
cuando se lo conserva como semental, lo único que se busca es una
reproducción rápida y eficaz. Se amputa, tanto al potro como a su
compañera, del dulce lenguaje táctil. En libertad, las caricias son
parte esencial en el entramado de sus vidas. 2. Cuando la piel no comunica
Muchas personas necesitan intercambiar
cariño físico con un animal antes de estar en condiciones de hacerlo con
otro humano. En inglés, existen el sustantivo pet (mascota) y el verbo
to pet que, en una de sus acepciones, significan mimo, mimar y
acariciar. Cuando la piel no recibe o se niega a comunicar amor humano,
la importancia de un animal de compañía a quien tocar y de quien recibir
caricias suele tener asombrosos efectos sanadores. Se ha probado que en
hogares donde faltan calor y armonía, la salud de un niño se resguarda a
través de un animal con el que comunicarse emocional y físicamente.
Según el médico Samuel Corson y su colaboradores, tal respuesta se funda
en la capacidad que los animales tienen de ofrecer amor y caricias sin
juicios ni actitudes críticas.
3. El acariciar
de las profundidades |
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Mujer grávida con un hombre, Gustav Klimt, 1902 |
Los mensajes iniciales acerca de cómo será
la vida llegan a través de la piel. Esas experiencias parecen decisivas
para nuestra posterior adaptación mental y emocional. Ya en 1794, en su
Zoonomía, Erasmus Darwin escribió: Las primeras ideas de las que
nos volvemos conscientes son las relativas al sentido del tacto; pues el
feto debe experimentar algunas variedades de agitación y ejercer alguna
acción muscular en el útero. Así, muy posiblemente adquiera nociones de
su propiafigura, de la matriz y de la tenacidad del fluido que lo rodea.
Neonatología y comunicación Una hora más tarde, ella dice contra mi boca:
-Mira qué me hiciste. Ahora tengo que
perdonarte. Su cara está arrebolada, tierna, como encantada. Y se
aleja dándose vuelta para saludarme... lujuriosa y feliz. (Pan, VIII) 4. Sed de caricias
Se dice que la desdicha es un fracaso
comunicacional. Como vimos antes, lo que se produce cuando un pequeño,
animal o humano, no toca ni es tocado suficientemente, es una derrota de
la comunicación afectiva. El material clínico de veterinarios, etólogos,
médicos y psicoterapeutas está invadido por casos de piel sufriente a
causa de yerros amorosos. A cualquier altura de nuestra vida puede
emerger el neonato ovillado en nuestro fondo. Ese desolado prematuro
sólo se aquieta cuando abraza a otro a quien percibe como seda,
rugosidad, calor, cabello: envoltura y protección.
No se trata de un intento de seducir al
terapeuta. Es una tentativa mucho más honda, culpabilizada y reprimida
por el orden social: la de volver, como niña pequeña, al abrazo materno,
sentido como todo comprensivo y todo protector. ¿Con qué palabras pedir
alivio para tan incomunicable tristeza? Sólo a través de lo que
estremece la voz hasta romperla, silencio, espasmo, llanto, mano que
retuerce la ropa, frota o golpea la pared cercana. O por la desviación
que permite la figura: metáfora que, en un hallazgo feliz, puede captar
provisionalmente un destello en la sombra. Paradoja que, con su lógica
inaudita, permite una apertura a la esperanza.
La resignificación de la madre
Otros paisajes 5. La codificación del cuerpo
La caricia no siempre lleva significados
de vida y ternura ni abre caminos hacia la invención. Durante siglos,
rabinos y sacerdotes recomiendan a la esposa que ponga su mente en la
divinidad durante el acto carnal, para que éste no la manche. En todo
caso, que evite contactos que no conduzcan a la concepción.
Thomas Nashe, escritor satírico inglés
nacido en 1600, pregunta a las mujeres: ¿Qué sois sino sumideros y
retretes que absorben la inmundicia masculina? |
Lascivia (detalle). Alfred Kubln, 1901-1902. |
6. El abuso De ese modo, la violación se transforma en un espacio donde la lectura de los signos se toma, generalmente, arbitraria. Baste recordar que, en la Biblia, se adjudica la pena de muerte a la doncella forzada en la ciudad, porque pudo dar voces y no lo hizo (Dt 22: 23- 24). Varios milenios después, en Uruguay, por lo menos hasta la década de 1960, existe el dicho: Cuando una mujer (¿una niña?) no quiere, un hombre no puede. De tal doxa deriva también que, durante mucho tiempo, los jueces se muestren renuentes a castigar la violación de una mujer soltera que no es doncella: si pudo aceptar a uno, bien puede aceptar a cualquiera. Destierro por razón de caricias Durante siglos, en la tradición occidental, suele ocurrir que los padres de una joven abusada ya no la reciban en su casa. En 1980, Román Polanski realiza el filme Tess, con Nastasia Kinski como protagonista. Se trata de una adaptación de la novela de Thomas Hardy Tess D’ Urbervilles, una mujer pura (1891). En ese relato, Hardy cuenta la historia de una adolescente de familia modesta. Sus padreo la envían bajo la protección de un pariente aristocrático. El hombre abusa de la ignorancia de la jovencita y la expulsa al saber que está grávida. Su familia se niega a recibirla. Su hija muere al nacer. Más tarde, se casa. Pero su marido la abandona al enterarse de los hechos. Hardy elige el subtítulo una mujer pura para sensibilizar a los lectores de la época: se ha inspirado en miles de historias similares que ocurren en la Inglaterra victoriana. De ese modo, violación o abuso suponen el apartamiento de la familia y el de la sociedad en general: si la muchacha es obrera o doméstica, frecuentemente sus patrones la despiden por razones confusas. Un amigo de noventa y tres años me cuenta que, aproximadamente en 1915, en la estancia de mi abuela Teodora Vanni de Berriel, en el departamento de Flores, la negra María estaba haciendo churrascos para la peonada cuando Pimienta, uno de los peones, se acercó a desayunarse. Al pasar, con una mano le acarició la cola mientras estiró la otra para agarrar un churrasco. La negra, cuando fue a agarrar el churrasco, le pegó una cuchillada y le hizo volar un dedo. Y así fue que quedó sin dedo, nomás. ¿Qué estaba defendiendo esa trabajadora de hace un siglo? ¿La propiedad de los churrascos de su patrona? ¿O la propiedad de su cuerpo, que una caricia amenazaba usurpar, privándola del derecho a familia y trabajo? Sin embargo, habitualmente, la dañada prefiere callar. La caricia como contagio La indignidad de la forzada radica también en una creencia según la cual los cuerpos transmiten sus “manchas". La Biblia (Dt 22: 20-24) es muy clara al respecto: el amor carnal fuera del matrimonio es nevelá (infamia) que, partiendo del cuerpo mancillado de la mujer, contamina a todo su pueblo. El sufrimiento y humillación de la mujer no se mencionan. La pérdida de esa “pureza” puede ser forzada. También puede ocurrir durante niñez o adolescencia. No importa: siempre es signo diferencial entre mujeres que se casan y mujeres que no. Más aún: en Europa, a veces hasta el siglo XIX, una niña violada o incestuada tanto como un niño sodomizado, son golpeados o insultados públicamente. Y, en general, encerrados. Como actitud mental, esa respuesta a la persona que sobrelleva una violación no termina con el XIX. En 1958, el cineasta Anthony Mann realiza Man of the West (El hombre del oeste). Dos historias: la de Link (Gary Cooper), un delincuente que ha logrado reintegrarse a la sociedad y formar una familia. Y la de Billie (Julie London), una cantante de salón, sola desde siempre. Billie es brutalmente forzada. Link no le retira su respeto. Es más: se muestra implacable en el castigo de los ofensores. Mann desea que la película finalice con la unión de esos dos personajes: ambos tienen en común un pasado de violencia y abandono. Pero resulta improbable que el público masivo lo acepte. Según la opinión común, un hombre rehabilitado y hasta mutado en héroe, no se divorcia para formar otra familia. Aún más impensable es que su nueva esposa sea una mujer de pasado elástico y lastrada con una reciente violación. Cabe destacar que, un año después, Gary Cooper interpreta al doctor Joseph Frail en la película de Delmer Daves The hunging tree (El árbol del ahorcado). En ese filme, el médico logra salvar de una violación a Elizabeth Mahler (María Schell), cuyo amor retribuye. Frail puede amarla por la inocencia que emana de esa figura femenina. También porque la violación no la manchó. De modo semejante, en Uruguay hasta hoy, uno de los motivos del silencio con respecto a la violencia sexual consiste en que, quien la ha sufrido padece, además, el desprecio de la sociedad. Aun en el caso de una niña y, especialmente, de un niño violado o incestuado, la segregación es persistente. También en Uruguay desplazamos la vergüenza al lugar de la inocencia. La Inclemencia En su tragedia Los Cenci (1819), Percy Bysshe Shelley condena el incesto entre padres e hijos con toda la ira de que es capaz el poeta de los vientos. Esa tragedia se inspira en una historia verídica. A fines del siglo XVI, el conde Cenci mantiene una relación incestuosa con su hija Beatrice, por medio de la fuerza. Cuando la niña alcanza su adolescencia, mata al conde. La pena por parricidio es la muerte. A pesar de los quince años de Beatrice, de la ferocidad sufrida, de las muchas petitorias de clemencia que su caso suscitó, el Papa Clemente VIII no mostró ninguna. Shelley, junto con su suegra Mary Woolstonecraft, se considera hoy como uno de los fundadores del feminismo. Según él, el incesto del padre contra su hija es un crimen propio de las sociedades fuertemente patriarcales. En tales sociedades, el hombre no sólo posee bienes. También sirvientas, esposas, niños, que usa de cualquier modo. Esas sociedades y sus instituciones religiosas (aun cuando éstas se presenten como cuerpo de Cristo), reservan la muerte a quien se revele contra semejante estado de cosas.
En general, las relaciones sexuales de un
adulto con un niño se condenan. Se considera que tales vínculos suponen
abuso de autoridad por parte del mayor. También, peligro psíquico y
físico para la criatura. Sin embargo, el incesto parece ubicuo y,
generalmente, permanece amordazado. En un Cancionero recogido en la
frontera de Texas con México, se encuentra una versión de “Delgadina”,
un romance español. El mismo refleja algunas relaciones entre padres e
hijas: Delgadina se paseaba/... con su manto de hilo de oro/ que en
el pecho le brillaba. La niña es aún pequeña (delgadina). Pero su
cuerpo está cambiando sin que ella lo perciba (el pecho le brilla). Por
eso, su padre la acosa:...en su sala la abrazaba:/ -Delgadina, hija
mía,/ yo te quiero para dama. En su novela Historia de un amor turbio (1908), el joven Rohan coquetea con las muchachas de Elizalde. Sin embargo, es la menor, Eglé, de apenas ocho años quien, la víspera de su partida, lo abraza, empapándole de calientes lágrimas la mejilla. Le pregunta, con ojos de mujer, por el amor que le tiene. Le promete que el suyo será para siempre. El hombre se siente turbado. Ocho años más tarde, a causa de esas lágrimas, envueltos en esas promesas, se ennoviarán, atraídos por un amor turbio. Pero tal vez es en su cuento “Rea Silvia" (El crimen del otro, 1904), donde Quiroga se aproxima más a ese tipo de vínculo. La situación es similar. Un hombre joven, ennoviado, y la pequeña hermana de la novia, casi una hija de los dos. Durante el transcurso del noviazgo, la niña lo observa, palidece, no come, enferma y le suplica un beso de amante: Hombre y todo, me puse pálido... me incliné temblando a mi vez y uní mi boca a la suya. Para ella fue tan grande esa dicha de completa mujer que se desmayó. Por mi parte, puse en su boca el beso de más amor que haya dado en mi vida. La culpa es mía Muchas niñas asoman a la terapia bañadas en culpa. Sienten que son ellas quienes sedujeron, provocando caricias que, luego, se tornaron dolorosas, humillantes, insoportables. O que laceraron a la familia en su conjunto. Esas caricias significaron, para tales chicas, no el amor que deseaban sino todo lo contrario. Se transformaron en signos de que no eran amadas sino usadas y hasta odiadas. No obstante, tales niñas se perciben como abyectas porque consideran que incitaron al adulto para que reaccionara con esos roces o ese coito repugnantes.
En 1960, el director Daniel Mann realiza
Butterfield 8 (Una Venus en visón). Durante la
adolescencia, Gloria Wonders (Elizabeth Taylor) mantuvo relaciones con
el novio de su madre. Según dice, con la voz quebrada por la ira y la
vergüenza, disfruté de cada caricia, cada minuto. La madre se mantuvo
ciega y sorda ante tales caricias. Finalmente, frente al odio de la
hija, dejó al novio sin una pregunta.
El profesor espera que Eli se duerma y,
sobre todo, que mañana traiga otro día de idilio entre padre e hija.
¿Por cuánto tiempo, sin embargo, puede perdurar el romance en esa
especie de sueño de noche estival? En todo caso: ¿cuántas palabras y
películas necesitamos para mejor comprender a esos niños, convulsos por
un sortilegio que los lleva, vana o peligrosamente, hacia los adultos?
¿Y cuántos teleteatros se requieren para entender el sufrimiento de esos
padres inconfesadamente enamorados de sus niñas? Como Lolita, los chicos incestuados aprenden desde muy temprano que, del amor al dinero, todo tiene un precio que pasa por sus cuerpos complacientes aunque no siempre deseosos de ser tocados. Entre las caricias de ese adulto, van dejando su condición de sujetos y perdiendo sus necesidades genuinas. Pero, en muchos casos, aun cuando el niño resuelva separarse del padre, éste sigue siendo su papito. En semiótica existe una figura llamada sinécdoque. En 1827, en su obra Las figuras del discurso, el retórico Pierre Fontanier señala que la sinécdoque consiste en tomar una parte del todo por el todo mismo. Esa parte es de tal naturaleza y conmueve hasta tal punto el espíritu que éste, por lo menos momentáneamente, no puede percibir sino a ella. Al tratar un caso de incesto o al representarlo, hay que tener cuidado con esa sinécdoque. El incesto no debe ser el único nombre de una relación padre/hijo que, seguramente, tiene tramos más complejos. En muchas ocasiones, el niño que quiere separarse del padre ha logrado preservar filamentos positivos de su vínculo con él. Es imprescindible respetar tales filamentos. Y si el niño sólo recuerda la parte del incesto, es importante que logre incorporar alguna hebra gratificante, por fina que ella sea, a la urdimbre de la relación. El hundimiento en la negrura aumenta el dolor y confiere un sentido general de resentimiento y desconfianza frente a la vida. El abuso de varoncitos En Montevideo, varias maestras captan a un niño por sus dibujos terribles. Pero, si se cita al padre, el chico desaparece para reaparecer en otra escuela, de un barrio lejano o de una ciudad del interior. Por otra parte, dada la legislación uruguaya, como el cuerpo infantil no presenta marcas, es imposible iniciar acción judicial. Finalmente, una maestra identifica sobre la piel de Elías los signos de una hebilla. El padre amenaza con dar muerte al hijo y suicidarse si el vínculo es invadido. Soy yo quien le dio la vida, dice. Pero, finalmente, el niño es aislado del progenitor y consigue hablar. De bebé, fue abandonado por la madre, que huyó del marido para salvar su propia vida. Muchas de las caricias paternas que conoce Elías, de sólo siete años, son golpes o roces sexuales. Lamentablemente, para internarlo en una institución (lo que el niño pide), la justicia uruguaya es desidiosa. Elías debe repetir una y otra vez sus feroces vivencias, porque siempre existe otra oficina, siempre se requiere la opinión de otro funcionario.
Hoy Elías se encuentra en una institución.
Las psicólogas y asistentes sociales que lo tratan dicen que se comporta
como un niño normal. Sin embargo, aun cuando él mismo tomó la decisión
de separarse de su padre, quiere continuar viéndolo. Para él sigue
siendo mi papito. Lo único que tengo en el mundo.
Entre ternura y sensualidad A Laurent se le declara un soplo al corazón. En compañía de su madre, lo internan en un sanatorio para convalecientes cardíacos. El sanatorio está atiborrado. Únicamente queda una habitación, que madre e hijo comparten. Laurent hace la corte a las chicas. Pero sus amigos halagan a su madre. Los ojos de los otros le confirman, multiplicándosela, esa imagen de mujer joven, fresca, tocable. Cuando quedan solos, es en un espacio pequeño. Ella se ríe del pudor. A menudo el adolescente la ve en combinación. Una mañana la espía mientras se baña. Esa vez recibe una bofetada, pero las paces se hacen pronto. En cambio, él se sumerge en la tina sin cerrar la puerta. Madame Wident le lava la cabeza y termina mojándolo con agua fría. Laurent la persigue desnudo. El clima del sanatorio, con sus cuidados corporales, constituye un mundo aparte, donde los códigos que rigen el tacto se revierten. Una mujer joven y alegre baña y seca entre risas a los convalecientes desnudos. La piel es la verdadera protagonista del filme. En una ocasión la madre se va, durante tres días, con su amante. El hijo la espera acostado en su cama, como en su vientre. O se arrebuja en su salida de baño, como entre sus brazos. Cuando la madre vuelve, muy cerca de ella, escucha sus confidencias. Después de compartir secretos, madre e hijo entran en una nueva fase de su relación. Hablar sobre el amor físico con alguien tiernamente amado es como recogerse en ese amor. Durante tales conversaciones, la madre frota la cabeza mojada de Laurent o, con un pie entre sus manos, le corta las uñas. Son gestos que se tienen sólo con un niño, gestos de privacidad que muchas veces no se comparten ni siquiera con amante o esposo. Después de una noche de fiesta en que ambos han tomado unas copas, el hijo le desabrocha el vestido. Luego se dan el beso de buenas noches, que se prolonga en un calor de dedos rozados y entrelazados. El camarógrafo Ricardo Aronovich ilumina con una sutileza que solicita adivinación los cuerpos de Lea Masari y Benoît Ferreux. Más tarde, todavía embebido en la piel de su madre, aun al borde de esa jorá anterior a toda asignación de significados, el adolescente pregunta: Y ahora ¿qué va a pasar? ¿Qué sentido dar a esa primeridad que la sociedad ya significó en una terceridad, en una ley que la abomina? Es el discurso materno el encargado de atribuir valores a tal estación en el infierno o en el paraíso: Nada. Es un secreto entre ambos, del que no hablaremos pero del que nos acordaremos. Sin remordimientos. Con ternura. El jovencito ha aprendido a amar. Te di la vida Otros cineastas plantean el incesto con la madre como un hecho que se vincula con estafa, crimen organizado, redes del delito. En 1990, Stephen Frears filma The grifters (Ambiciones prohibidas), basándose en la novela homónima de Jim Thomson. Roy (John Cusack) es un estafador que está comenzando su “carrera”. Su madre, Lilly (Anjelica Huston), trabaja para una poderosa trama de delincuentes. Cuando la película se inicia, ellos han permanecido ocho años sin verse, por razones que se mantienen misteriosas. Pero hay signos que los encadenan y disocian a un tiempo. Lilly hace referencias a la infancia de Roy, cuando yo era demasiado joven para considerarte mi hijo. Intenta manipular la sexualidad de ese hijo mientras ella misma evita violentamente el contacto con hombres. También, casi da la vida para preservar la de Roy. Por su parte, Roy no quiere recibir ningún obsequio, ningún favor de su madre. Pero aspira a ser estafador como ella. Y golpea ferozmente a su amante (Annette Bening) al sentir que ésta, como la figura materna, puede dominarlo. Sobre todo, le pega cuando la mujer lo acusa de incesto con Lilly. Como en Piel de asno, el camarógrafo Oliver Stapleton confiere connotaciones de ave de presa a la belleza de Anjelica Huston. Por su parte, la cara de John Cusack se mantiene impávida durante toda la película: como si algo ocurrido en la prehistoria de Roy hubiese hecho necesaria la anestesia afectiva. En francés, el neologismo incestuer contiene el verbo tuer (matar). Ese neologismo alude a la muerte emocional del incestuado. Lilly recuerda reiteradamente a Roy que le ha dado la vida. Por eso, si las circunstancias lo exigen (como tantos progenitores incestuantes, en cuentos, películas y en nuestra sociedad), se considera con derecho a quitársela. Pero también el incestuado quiere destruir a su madre. Así, en el desenlace de Ambiciones prohibidas, incestuer es tuer, en sentido literal. Parecería que, en algunas ocasiones, las vivencias sexuales infantiles compartidas con la madre y, sobre todo, con otra mujer, pueden constituir una memoria deleitosa para el hombre. No obstante, en muchos casos, se yerguen en penoso obstáculo para la prosecución de una vida normal. Es difícil establecer una relación de causa a consecuencia directa entre el incesto con la madre y los trastornos de personalidad en el incestuado. Pero, especialmente el incesto con la madre, en vez de puerta hacia una sexualidad plena, suele vivirse como regreso o inmovilización en el pasado. La falta de violencia, las caricias ambiguas por parte de la incestuante, hacen más difícil el despegue del hijo, más inalcanzable la libertad que, como adulto, le corresponde. De ese modo, suelen obturarse posibilidades de emprender otra existencia sensual y afectiva, de superar barreras en el terreno intelectual, en una palabra: de iniciar una vida global distinta. Cuando cuidado y agresión se mezclan, los significados naufragan. La traza de la dulzura se desdibuja bajo la baba de un deseo abominado por la sociedad y, a menudo, amargo para el niño. Lo más amargo es que, en general, la ternura previene contra el abuso. Si, en cambio, lo facilita, el mundo queda despojado de sentido. Sólo resta el caos. El hijo incestuoso En el encuentro sobre Incesto organizado en Montevideo por las ONG Foro juvenil y El faro en julio de 2000, una profesora de secundaria plantea la siguiente pregunta: ¿Qué hace la madre con el hijo adolescente que se mete insistentemente en su cama? Entre los panelistas, tal interrogante suscita otra: ¿Con qué imágenes asocia ese hijo la cama de su madre? Acostarse de tanto en tanto con padres y hermanos, acaso también con un perro o un gato, todos juntos en la gran cama para ver televisión, jugar o reír, aparece como uno de los grandes festines de la vida familiar. Y eso no sólo entre humanos. Los chimpancés tienen casi el noventa y nueve por ciento de nuestros genes. En sus sociedades, altamente estructuradas, un hijo (o hija) duerme en el nido de su madre hasta la edad de aproximadamente cinco años. Luego la madre lo expulsa, mientras inicia la gestación de otro pequeño. El hijo se deprime mucho pero, con los meses, aprende a hacer un nido cercano a aquél en donde la mamá descansa. Al cabo de unos años, el macho vuelve cada día a dar un beso a su madre y a pasar un rato con ella y sus hermanos. Pero reposa en un árbol alejado, junto con los otros machos adultos del grupo. La pequeña hembra, en cambio, tendrá su primera cría alrededor de los trece años. De allí en adelante, seguirá siendo madre en períodos de aproximadamente seis años. Así, a la hembra chimpancé le está reservado el edén de dormir abrazada a alguien amado durante casi toda su vida. En dos ocasiones, la etóloga Jane Goodall observó madres que no pudieron desterrar de sus hijos el hábito de descansar con ellas. Cuando esas madres murieron, sus hijos, a pesar del afecto de los hermanos, las siguieron. Para los chimpancés como para los humanos, la cama materna no necesariamente lleva al incesto. De acuerdo con la sensibilidad de muchos, esa cama tiene los significados de primitivo paraíso. El regreso a ella, de modo ocasional, puede constituir, también, una reparación vigorosa tras una aflicción. Pero si se hace hábito, corre el riesgo de transformarse en apego letal. Volver al vientre En sociedades como la de los chimpancés, donde el orden familiar es muy fuerte, las relaciones sexuales entre madres e hijos por lo general no se registran. En treinta años, Goodall sólo observó un macho alfa quien, por dos veces, intentó tener relaciones con su madre. Ésta, en la primera ocasión, le gritó con tal furia que parecía que iba a ahogarse. La segunda, luego de pegarle en la cara, huyó dando gritos. El hecho no volvió a repetirse. En su novela Sula, Toni Morrison pinta a Eva: fue un trabajo tan grande hacer que (su hijo Plum) naciera y mantenerlo vivo. Sólo para conseguir que su corazoncito siguiera latiendo y no se le taparan los pulmoncitos... Sumida en la extrema pobreza, una noche Eva recoge un trozo de manteca, el único alimento restante en la casa, para introducirlo en el intestino de Plum y ayudarlo a expulsar la materia que, retenida, estaba haciendo peligrar su vida. Años después, cuando Plum regresa de la guerra, el hombre quiere retornar, también, al vientre de su madre. ¿Qué significa ese incesto para Plum? ¿Una elipsis de todo lo sufrido? ¿Un rescate de sí, que sólo puede imaginar como retroceso al jardín donde su madre cuidaba del alimento, el impulso visceral, la defecación? Tenía espacio en mi corazón, pero no en mi vientre, dice Eva. La madre hace cuanto puede para que Plum vuelva a despegarse de ella y reinicie su existencia de adulto. El incesto, para Eva, significa el mayor fracaso en el que pueden caer una madre y un hijo. El mismo estriba en que, en lugar de ahondar en el camino de la vida, el hijo se haga ovillo en la interioridad materna. Entonces, Eva lo abraza bien fuerte. Mi dulce ciruela (Plum). Mi niñito. Luego incendia la cama donde el hijo duerme. Como no logra que su hijo viva como un hombre, esa madre desea que muera como tal. Luego, de tiempo en tiempo, hasta su propia muerte, llama a ese niñito, a esa ciruela que ella considera haber asesinado-salvado. El caso de Plum parece más comparable al de los chimpancés que no logran abandonar el nido materno. Lo que significa ese intento de incesto es una imposibilidad de hacerse cargo de la propia vida y orientarla hacia adelante. La cama o el vientre de la madre son imágenes del encogimiento fetal, el hundimiento embrionario, el vértigo hacia la semilla, la creencia en la nada, que terminan, directa o indirectamente, en la aniquilación de sí.
En cambio, el intento de coito del macho alfa perturbó por un período la tierna relación que lo unía con su madre. Luego, ambos volvieron a darse los signos habituales de cariño que unen de por vida a un hijo con su mamá en la sociedad chimpancé. Lo que había ocurrido era agresivo, atentaba contra un orden, pero no iba contra la vida.
La prohibición de la madre
Otra es la visión que da Luchino Visconti en su filme Gótterdámmerumg [La caída de los dioses, 1970). En ese texto, el hijo incestuoso aparece como símbolo. Lo que tal hijo representa es una política que, en el siglo XX, se yergue en emblema de corrupción y crueldad: el nazismo.
Visconti describe el mundo de los barones Von Essenbeck. El linaje vive bajo un pensamiento: La moral ha muerto y pertenecemos a una elite donde todo es posible. Martin (Helmut Berger) es el hijo de Sophie (Ingrid Thulin), la mujer más poderosa de esa familia de aristócratas industriales. Desde hace mucho tiempo, Sophie vive absorbida por sus amores con Friedrich (Dirk Bogarde), a quien quiere dejarle la dirección de la fundición (filmada, al inicio y al final de la película, como metáfora de las llamas infernales). La madre tiene una pobre opinión de la inteligencia de su hijo y se lo demuestra. Al mismo tiempo, ejerce sobre él una gran influencia, donde la sensualidad no está ausente. Se pasea en ropa interior delante de él. El rostro de Ingrid Thulin adquiere una inquietante expresión seductora mientras se maquilla usando como espejo los ojos de Helmut Berger. Poco a poco, Sophie desplaza los derechos de Martin (su título nobiliario, sus propiedades) hacia Friederich.
El hijo, por su parte, extirpa placer de una sobrina cuyo padre es disidente. Luego, de una huérfana judía, quien se avergüenza hasta morir. El propio Martin no puede olvidar a esa criatura, de unos siete años, fregona y a menudo golpeada. Furtivamente, se desliza en el tugurio en donde la niña vive, le trae juguetes con los que ella jamás soñó y recibe sus inermes caricias de niña sin amor. No puede olvidar la fiebre que invadió al cuerpecito, luego de ser súbitamente ultrajado. No puede olvidar la escalera por la que se empinó la diminuta silueta, para alcanzar el altillo donde se ahorcaría. Entonces, decide desplazar la culpa hacia la madre. La madre, que siempre se ha exhibido frente al cuerpo deseante del hijo, hechizándolo. Pero que, al tiempo que le prometió su cálida corporalidad, se la sustrajo. Le dio el título de barón a su amante; le dio, también, el liderazgo industrial. Título y bienes, para Martin, son metáforas del cariño que, como hijo, le negó. Los camarógrafos Armando Nannuzzi y Pasquale de Santis filman una secuencia penumbrosa. Sólo se muestran la cara y las manos de Martin sobre el cuerpo desnudo de Sophie. La música compuesta para el filme por Maurice Jarre, es inquietante. Pero, en esa secuencia, incluye sonidos dulces e infantiles. Dado el contexto, tales sonidos refuerzan el simbolismo maligno. El espacio de la madre debería simbolizar temporario puerto, acaso idealizado templo. En cambio, se transforma en el lugar de la abominación. Labios y dedos acarician los pechos que nutrieron, el umbral que fue preciso traspasar para acudir a este mundo. El significante táctil devela el significado del exterminio. Aunque el personaje de Sophie es incomparablemente distinto al de Eva, también ella, a su modo, llama a gritos a su niñito. En una larga secuencia filmada con luces rosas, que simbolizan la infancia, Ingrid Thulin toca ropitas, dibujos infantiles: las metonimias del hijito. También para Sophie el incesto significa un cambio en la dirección temporal, que produce anonadamiento. Connota, además, el hundimiento en el caos: la madre compara un mechón del pelo de su hijo con el suyo propio. Ya no sabe qué es de quién. Así, pierde su yo y se suicida. Mientras, en una secuencia paralela, Martin hace el saludo nazi. A través de ese montaje alternado, nazismo e incesto con la madre se constituyen en una única unidad significante. El silencio oculta el hecho La mayoría de las personas juzga de buen tono decir que los signos del incesto repugnan su sensibilidad. Por lo tanto, es mejor no mencionarlos. Es significativo que, en Uruguay, no existan publicaciones exhaustivas sobre incesto. Sólo contamos con el valioso trabajo monográfico titulado Maltrato (1995), que la médica Beatriz Estable presentó ante la Clínica de Psiquiatría de Niños y Adolescentes de la Facultad de Medicina. En ese trabajo, Estable señala que, de diez niños lesionados que ingresan al Pereira Rossell, uno ha sufrido violencia doméstica. Y de diez niños que han padecido violencia en sus casas, uno ha sido abusado sexualmente.
La
sociedad no se da cuenta de que no hablar es proteger y, de ese modo,
perpetuar situaciones. El sufrimiento mayor viene del Violadores y abusadores
En 1986, en conversaciones que mantuve con los guardias de una cárcel modelo, llamada de las Rosas (en el camino que va de Maldonado a San Carlos), éstos pintaban a los violadores y abusadores como personas tímidas, reservadas, que no soportaban alusiones o bromas relativas al sexo. Un año antes, en una entrevista realizada en una prisión de Los Ángeles por una cadena de televisión estadounidense, se los veía de espaldas, convulsos por los sollozos. No querían ser puestos en libertad. Una vez en la calle, decían, volverían a violar. Y no deseaban hacerlo. Por eso, preferían permanecer en el encierro. Los psiquiatras que los visitan en la cárcel de Libertad, los describen como inmaduros, débiles, asustados.
Es difícil imaginarlos en acción, constata una médica. Y agrega: No es trabajoso percibir al niño que se oculta en ellos. Cuando Stanley Hasta, Kubrick adapta Lolita al cine en 1962, James Masón, en el papel de H. H., muestra un rostro abultado y una lengua que sobresale demasiado, transformándolo en-alguien repugnante. Y simplificando así la complejidad del personaje. En cambio, para la versión de Adrián Lyne en 1997, Jeremy Irons adopta la expresión facial y la estructura corporal propias de un niño. Y esto al punto de que algunos de mis estudiantes de Comunicación de la Universidad ORT olvidaron que el personaje femenino tiene sólo doce años y se sintieron enfurecidos contra esa perversa capaz de destrozar a un hombre que parece un chico. Lo que Kubrick dejó caer y Lyne transformó en centro de su filme es que H. H. se considera, efectivamente, un chico de doce años arrestado en un cuerpo de cuarenta. Un chico que siente placer con una niña de su edad y que quiere reciprocidad. Un torturador que, al mismo tiempo, es un soñador quien ansia robar la miel sin ...hacer el menor daño. Un abusador que desea ser mago y echar leche, melaza, espumoso champaña en el blanco bolso nuevo de una damita y, simultáneamente, dejarlo intacto. Un incestuante que ambiciona poseer frenéticamente a Lolita, cobijarla en mis brazos, pero no a ella misma sino a mi propia Lolita, otra Lolita fantástica, acaso más real que Lolita. De ese modo, Nabokov traza un retrato de forzador que tatúa corrupción, odio y asco sobre la piel de su víctima. Un abusador que, como tantos, es susceptible de suscitar la ira del grupo social hasta la cresta del linchamiento. Pero, al pintarlo, también le confiere semejanza con el artista. El artista hace emerger de los seres y cosas que lo rodean personajes más reales que los reales, con quienes vivir sus osadas, orladas aventuras. Sólo que el forzador pervierte su camino (en el sentido original de pervertere: desviar). En vez de transformar su fantasía en poema, melodía, obra plástica, la actualiza, dañando al otro y a sí mismo. Violencia y placer En el caso concreto del violador, el poder es la condición del goce o la meta del violador es únicamente el poder y no el goce. Si el forzador siente placer, tal gratificación sólo se hace posible a través de lágrimas, sufrimiento, la debilidad del otro. En un contexto diferente al de la violencia, muchas veces el violador aparece incapaz de resolver situaciones y entablar nuevas y satisfactorias relaciones. Hasta, en algunos casos, es proclive a morir de su propia mano. Según experiencias realizadas por Paul Watzlawick y otros expertos en comunicación de la Escuela de Palo Alto (Estados Unidos), basta con que la potencial víctima no lo vea como agresor sino como una persona común, dispuesta, por ejemplo, a prestar un favor, para que el circuito comunicacional de la violación se desarticule. En Uruguay, según una psiquiatra que se ocupa de ellos en situación de cárcel, no se puede trazar representaciones de familias típicas. Pero tales hombres suelen venir de triángulos familiares donde la madre ha negado afecto al hijo. O le ha impuesto un afecto excesivo, devorador. Familias, también, donde no ha habido un padre, real o simbólico, capaz de equilibrar la situación. A veces, el padre es impotente para influir sobre la madre de manera que ésta dé más cariño al hijo. O para hacerse parcialmente cargo del papel maternal. Otras, el padre se siente culpable si interviene en la pareja que forma su esposa con el niño. En todo caso, se muestra incapaz de unir o separar, de acuerdo con las características de la relación madre/hijo. De ese modo, tiende a inhibir la identificación del chico con una figura masculina susceptible de entablar relaciones heterosexuales gratificantes. A su vez, la madre que no ama, como la que ama excesivamente, no habilitan al niño para una relación armoniosa con la figura femenina interiorizada. Así, el violador aparece como alguien sin identidad masculina segura y sin una imagen de mujer inspiradora de amor. (En ese sentido, el Martin pintado por Visconti responde hasta cierto punto a tales características.) Consecuentemente, ese forzador no puede soportar la presencia de la compañera sexual como alguien igual a él y que participa en el deleite. Tampoco tiene la facultad de controlar el odio que la figura de los progenitores le inspira. Hay que agredir para arrancar el amor que (los padres) niegan. O para impedir que (esos padres) lo atrapen en la cohesiva urdimbre de su necesidad afectiva. En todo caso, hay que negar que quien recibe la agresión sexual es un sujeto que tiene el potencial para disfrutar de la sensualidad con el agresor. Por eso, si la víctima virtual tiene la serenidad de responder al intento de violencia de un modo creativo, por lo general la violación no se produce. El mal En la Francia del presente, la opinión pública sobre la víctima atiende menos las lesiones físicas que ésta ha sufrido. Lo que más indigna es la herida o eventual muerte psíquica. Por lo tanto, la condena del violador se hace más y más severa. Pero, por otra parte, la opinión médica insiste más y más en considerar al violador como a un enfermo y pedir que sea internado en una clínica. Por lo menos, que esté aparte de los otros presos y que reciba atención psicoterapèutica permanente. Como en Francia, en Uruguay los presos codifican rígidamente los delitos de sus compañeros. Así, hay transgresiones significadas por ellos como heroicas. En cambio, la violación, sobre todo contra menores, simboliza el acto social más ruin. El nombre de violeta con que, en la jerga penitenciaria se los designa, es significativo. Deriva, claramente, de la palabra violador. Tiene las connotaciones fúnebres que, entre otras, se atribuyen a ese color. Tiene, sobre todo, la connotación despreciable que se asigna a las palabras maricón, puto. De hecho, se los sodomiza una y otra vez, en ocasiones hasta producirles heridas graves, como castigo por su delito. Al igual que los franceses, varios médicos uruguayos comparten la opinión de que deberían ser protegidos de las vejaciones de los demás presos, considerados como enfermos y puestos en tratamiento psicológico regular. Otros trabajadores sociales, en cambio, afirman que tal tratamiento requiere, como condición indispensable, la aquiescencia del paciente. En consecuencia, nada puede resultar de una terapia impuesta. De acuerdo con esos asistentes sociales, en el caso del violador incestuante, no existe enfermedad. La base del abuso es la gratificación. En sus conversaciones con incestuantes, obtienen frecuentemente respuestas como: La niña (o el niño) me sedujo. Le di lo que la niña (o el niño) quería. O chocan contra la actitud de desplazar la responsabilidad hacia otro: La culpa no es mía sino de mi esposa, que está vieja y fea. En todo caso, los congresos interdisciplinarios sobre violación e incesto arrojan como resultado que sólo se pueden trazar los perfiles del incestuante o del forzador que llegan a la clínica o a la penitenciaría. Existe, sin embargo, una cifra negra. ¿Cuántos y cómo son los vejadores que gozan de la fortuna y el poder que les permiten permanecer invisibles? El cine ha trazado algunos esbozos de ellos. Por ejemplo, en su filme Chinatown (1974), Román Polanski muestra, sesgadamente, a Noah Cross (John Huston). Es coimero, latifundista, rodeado de asesinos a sueldo y de policías prostituidos. Ignorante de cuántos millones hay en su cuenta bancada. Cuando su hija cumple quince años, la viola. Quince años más tarde, con la complicidad de la policía, hace desaparecer a la hija y se queda con la nieta, que no tiene en el mundo otro familiar que su padre-abuelo multimillonario. Cross es interrogado acerca de la culpa por un detective privado (Jack Nicholson). Responde con palabras similares a las que se pronuncian en el ambiente que habita el Martin de Visconti. Dice: -Hay pocas personas que enfrentan la circunstancia de poder hacer cualquier cosa que desean. Pero no necesitamos bocetos sino retratos perspicaces. Y que sean uruguayos. ... Mi oficio es la vida Isabel Allende es excepcional en plantear una situación de gran dolor, desde quien es objeto y también de quien es sujeto de la violencia. La historia de esa humillación contribuye a atribuir sentido general a su novela La casa de los espíritus. La primera vez que el hacendado Esteban Trueba viola a una de las peonas de su finca, la mantiene un tiempo como amante y sirvienta personal. Pero la aparta, con repugnancia, cuando percibe que está gestando. El niño que nace de la violencia, crecerá en el abandono. No perderá nunca la codicia que los bienes de su padre le inspiran. De modo más secreto, tampoco olvidará el deseo de cariño paterno. Tal rencor se trasmitirá del hijo al nieto. Años más tarde, ese nieto entrará al ejército que, en 1973, perpetra el golpe de estado contra la democracia chilena. Súbitamente, el descendiente despreciado de un violador se encuentra lleno de poder. En el fondo de un agujero destinado a presos políticos, reconoce a la nieta favorita de su abuelo. La viola entre golpes, insultos y picana eléctrica, durante semanas o meses. Cada acto es signo del oprobio sufrido por tres generaciones. En cada coito, en cada golpe, se simbolizan el cariño, la educación, el cuidado negados a él y a los suyos. En cada tortura se significan, al mismo tiempo, la vergüenza de ser un mal habido y la venganza de un macho contra otro, poderoso y, por eso mismo, impune. Al final de la novela, la jovencita vejada hace el balance de su familia: El día en que mi abuelo volteó entre los arbustos a Pancha García, la abuela de mi violador, agregó otro eslabón a una cadena de hechos que debían cumplirse. Después el nieto de la mujer violada repite el gesto con la nieta del violador. Ahora busco mi odio y no puedo encontrarlo. Siento que se apaga en la medida en que me explico la existencia de mi violador y de otros como él. Me sería muy difícil vengar a todos los que tienen que ser vengados, porque mi venganza no sería más que otra parte del rito inexorable. Quiero pensar que mi oficio es la vida... El perdón Hoy, terapeutas, asistentes sociales y sacerdotes señalan la importancia del perdón para el restablecimiento de la salud. Se trata del alivio de quien recibió violencia. También de la curación del conjunto familiar (y social). Quien consigue perdonar, por difícil que sea, se encamina hacia esa curación. Quien logra comprender que provocó un daño grave y pide perdón, también emprende una vía hacia la salud. Si uno de ellos (o ambos) logran imaginar una compensación simbólica para tal daño, abren puertas para nuevas y creativas relaciones. Así, la magnitud del acto se significa como fragmento de un entramado familiar más complejo. No dejar que ese fragmento se transforme en todo; recuperar las hebras sanas que unen a quien ha abusado con quien recibió el abuso y con los testigos (especialmente la madre o el padre) que lo han tolerado, es una forma de resignificar el dolor transmutándolo, tal vez, en un crecimiento más hondo. O de no resignificar sino fundar una relación inédita a partir de ese caos inicial. El filósofo Alain Badiou habla de événément (acontecimiento). En el sentido que Badiou le atribuye, el acontecimiento cuestiona la situación actual como continuación o consecuencia de lo ya ocurrido. Su teoría puede aplicarse al abuso. Desde el momento en que hay reconocimiento del hecho, puede plantearse un desorden de base. Tal desorden tendría el potencial de hacer surgir nuevas subjetividades en el que violentó y en quien sufrió violencia. Así, se plantea una interacción que descompleta lo acontecido para fundar un nuevo acontecimiento. El acontecimiento resulta imposible si sólo se tiene en cuenta la situación de partida. Quien considera únicamente la situación inicial para percibir la nueva relación, se limita a hacer una acumulación de experiencias. Lo paradójico de la propuesta de Badiou es que el acontecimiento toca lo más profundo y estable de las personas y, al mismo tiempo, despliega un significante más, una novedad. El forzador y quien sufrió el forzamiento cuentan con un plus que sobreviene de la situación, pero del cual la situación no puede dar cuenta. Ese plus despliega, para ambos, un nuevo modo de ser. Comprender Sólo en estos últimos años se está comprendiendo que, en un régimen de predominio masculino, no sólo las mujeres tienen mucho que perder. La virilidad rígida, impuesta, dominante, dificulta dar y recibir amor. Está bloqueada para sensibilidad, intimidad y caricia. En el fondo de su potencia, el macho suele sentirse débil y huérfano. Las mujeres incestuantes son menos porque, generalmente, la gestación y el cuidado del bebé inhiben el abuso sexual. En el caso de padres golpeadores y abusadores, la furia tiende a ceder y a tornarse improbable en presencia del goce. Generalmente, los mimos vedan la pulsión violenta. Los medios de comunicación Por otra parte, es de señalar que, frecuentemente, en los medios de comunicación, agresividad y coito se asocian. La elipsis del mimo en cine y televisión suele hacer pensar en el sexo como en un hecho brutal, desprovisto de dulzura y hasta de sensualidad. Raras veces se muestran escenas de personas o animales que se cuidan recíprocamente. Así, los mayores anhelos y los más grandes temores humanos, amor, enfermedad y muerte, no dejan ver su costado tierno. Y, en la cotidianidad, las representaciones de ternura física son relativamente escasas. Animales y artistas Investigaciones realizadas en Estados Unidos muestran que muchos padres que golpean o abusan sexualmente de sus hijos, no solamente fueron niños descuidados, maltratados y humillados. Tampoco tuvieron nunca un animal al que querer y cuidar. En ese sentido, en su libro Tocando, el médico Ashley Montagu señala experiencias que se vienen haciendo en Italia con presos a los que se les entregan mascotas para tener consigo en la celda. Es frecuente que las manifestaciones de violencia de los penados disminuyan o desaparezcan. También se ha verificado un descenso de los intentos de suicidio. Para menguar la cifra de violadores, torturadores, hombres que abusan, golpean, abandonan, es necesario tenerlos en cuenta. Así, se precisa investigar más profundamente la cultura humana y lo que llamaré las culturas de la naturaleza. La vida no humana puede salvar muchas vidas humanas. La cultura humana también puede hacerlo. Por eso, es necesario comprender y respetar cada vez más el mundo natural. Y, simultáneamente, explorar más profundamente los caminos de nuestra cultura. A través de novelas, películas, teleteatros, es preciso encontrar un hilo que conduzca a mejor comprender a los incestuantes y violadores, que es el único camino de potenciales transformaciones. La semiótica, puente entre naturaleza y cultura, puede contribuir con eso, con lo que Isabel Allende llama el oficio de la vida. 7. Envueltos en una caricia
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Polly y Jimmy son hermano y hermana. Ilustración de Eloise Wilkin. |
En 1603, en Francia, Julien y Margherite de Ravalet, dos jovencitos de excelente familia, sufren una muerte aterradora a causa de su amor incestuoso. En su momento, semejante ejecución inspira diversos opúsculos literarios. Es que la pasión fraterna fascina la imaginación de los artistas en todas las direcciones de tiempo y espacio. La novela helenística (siglos II-IV) muestra hermanos enamorados quienes, al fin del relato, descubren que no están unidos por lazo sanguíneo alguno. Los dramaturgos romanos Plauto y Terencio salpican sus comedias con amantes que son falsos hermanos. Y, saltando a hoy, los teleteatros deleitan a sus receptores con ese incesto inexistente. En el último capítulo se descubre la verdad. Los enamorados quedan unidos por el vínculo de la ley, que excluye el de la sangre. Para dar ejemplos recientes. Nunca te olvidaré (México, 1999) gira en torno de amantes simuladamente fraternos. Y Los Buscas (Argentina, 2000) muestra un hermano colmado de amor, que se opone a un marido lleno de odio. ¿Qué significa la recurrencia de esos hermanos enamorados (aunque al fin resulte que no hay lazo de sangre)? ¿Se trata de una magia tenaz, pero sentida como perversa, que el incesto suscita en los televidentes? La fascinación de los artistas En 1627, inspirado en una historia real, el dramaturgo jacobino John Ford escribe ¡Lástima que sea una puta! La obra destaca el regodeo de los torturadores; la saña en pintar un infierno atroz, propia de muchos sacerdotes; el encono contra las mujeres, sean jóvenes o ancianas, dictado por los jerarcas de la iglesia. Ford despliega la obsesión de la sociedad por tachar de repugnante todo aquello que esté fuera de sus costumbres, sin siquiera detenerse a contemplarlo. Así se lo señala Giovanni, el hermano incestuoso, al fraile (Acto I, 1). Pero no logra que éste lo escuche. Salirse de la costumbre es salir a un espacio socialmente impensable. Y, a veces, elegir el transbordo a la muerte. Ford establece un vigoroso contraste entre el encarnizamiento con que los hermanos son obligados a morir y la inocencia de esos hermanos amantes. Annabella consiente en que Giovanni la apuñale. De ese modo, se evita el asesinato ultrajante, cavilosamente planeado por el marido que le han impuesto. Sobre todo, Annabella se hospeda en la muerte que viene de la mano de su hermano, que es una mano amada. Giovanni la despide así: Vete, blanca en el alma, a ocupar un trono/ de inocencia y santidad en el Cielo (V, 5). En la obra, los maridos hacen gala de una sexualidad misógina y mentirosa. Así, los matrimonios son tristes. Pero nadie quiere saber cómo es el incesto que une a Giovanni y Annabella. Sin conocerlo, todos lo nombran con palabras soeces. Por oposición, Ford despliega ese amor: De rodillas,/hermano, y por el polvo de mi madre, te insto, /No me traiciones por causa de odio o de alegría/Amame o mátame, hermano, dice Annabella. Y Giovanni responde, desde la misma postura, con las mismas palabras: Amame o mátame, hermana. (I, 4). En 1971, el cineasta Giuseppe Patroni Grifíi adapta (libremente) la obra al cine, con el título de Adiós hermano cruel. Junto con su director de fotografía, Vittorio Storaro, trabajan el personaje de Giovanni (interpretado por Oliver Tobías). Para ello se inspiran en una tradición plástica que se inicia, en términos generales, en 1498. En ese año, Leonardo representa La última cena en el refectorio del convento de Santa María de las Gracias, en Milán. Rafael, Caravaggio y otros pintores toman tal modelo al componer a sus mártires y santos. En 1977, Franco Zefirelli y sus camarógrafos Freddie Cooper y Niño Cristiani se valen del mismo estilo para filmar la figura de Cristo y sus apóstoles en la película Jesús de Nazaret, que incluye al actor Oliver Tobías en el personaje de Joel. Es a partir de esa tradición de la estética religiosa que Patroni Griffi y Storaro eligen colores y actitudes para captar a Tobías mientras éste actúa la lucha de Giovanni contra su amor incestuoso. Al fin de la película, se filma el asesinato y la posterior mutilación del cuerpo de Giovanni. El físico de Tobías se trabaja según una orientación artística que, tal vez, encuentre su origen en La crucifixión de Grünewald (1515) y que continúa por lo menos hasta obras como Ecce homo de Lovis Corinth (1912). Justamente a partir de 1911, Corinth se vincula con el movimiento expresionista, sus vibrantes colores y su deseo de traspasar la impresión sensorial para alcanzar el meollo psicológico de los personajes representados. Es así como Patroni Griffi filma a Giovanni. El cuerpo lleva los signos de una tortura atroz. Pero el espectador puede percibir el intenso destello de su amor, más hondo que cualquier llaga. Semejante camino plástico vincula al personaje de Giovanni con representaciones estéticas de lo sagrado. De ese modo, el cineasta comunica su exaltación del hermano incestuoso. ¿Hermano o marido? La escritora belga Marguerite Yourcenar traduce el título del drama de Ford como ¡Lástima que sea una transgresora! Anteriormente, otro poeta belga, Maurice Maeterlinck, había transcripto la obra al francés usando como título sólo el nombre de la protagonista, Annabella. Ambos artistas muestran así la voluntad de no usar la palabra putain (que, como el italiano puttana, el español y el portugués puta, viene del latín put hediondo, sucio). Aun sin ir a su origen, el término tiene connotaciones insultantes acumuladas durante siglos. Elidiendo esmeradamente el agravio, los escritores muestran su simpatía por la incestuosa. La propia Yourcenar pone el foco sobre el incesto fraterno en su nouvelle Anna, soror..., que evoca la Annabella de Ford. Al escoger el título de esa obra, Yourcenar tal vez recuerde, también, un famoso cuento de Charles Perrault, titulado “Barba azul” (1695). Cuando opta por tal nombre, Perrault recoge connotaciones poco conocidas del azul: las de lo misterioso, lo engañoso, lo poco seguro. Barba azul, el protagonista de su relato, es un hombre maduro, quien pretende decapitar a su joven esposa. Le ordenó no abrir una puerta pero la joven no supo contener la curiosidad. Detrás de la puerta se encuentran los cuerpos segados y ensangrentados de las esposas anteriores. ¿La habitación prohibida significa una sexualidad masculina cuyo desenfreno ninguna joven debe tentar? ¿Esos cuerpos representan los de otras jovencitas, que se mostraron osadas con un varón mayor, sin medir las consecuencias? Al entrar en tal cuarto, la esposa queda manchada por una pinta de sangre que resulta imborrable. ¿Tal gota es consecuencia de una ingenuidad maliciosa? ¿Simboliza el caso de algunas niñas que, de modo semi inconsciente, se muestran seductoras con los adultos, sin calcular efectos? En el siglo XVI, la expresión inglesa cortar la cabeza de las doncellas (to cut the maiden heads) es una metáfora para el acto de desvirgar. Shakespeare la usa en Romeo y Julieta (I, 1). En español, hasta el Siglo de Oro, se escriben poemas anónimos como éste: ...escóndete y vete/ por las espesuras/ que degüella a escuras/ la vez que acomete:/ si la presa mete,/ sangre te hará. El cuchillo con el que el marido quiere descabezar a la jovencita sugiere un coito degradante. La aterrorizada muchacha pide a su hermana Anne que se encarame en la torre del castillo. Tal vez logre divisar a sus hermanos, los únicos capaces de salvarla del esposo. Por cuatro veces la joven grita Anne, ma soeur (Anna, hermana mía), como si ese llamado pudiese salvar su vida. Y la salva. Los hermanos llegan y la arrebatan de los brazos del esposo cruel. Del mismo modo, en el drama de Ford, que es del mismo siglo, Giovanni salva, aunque sea a través de la muerte, a su hermana Annabella de un marido atroz.
Según Perrault, “Barba azul” tiene dos moralejas. La primera consiste en que la curiosidad, con todos sus atractivos, es siempre peligrosa. La segunda, es que Hoy, cerca de su mujer se ve siempre un marido agradable y dulce. Yo diría que hay una tercera moraleja, tal vez no explicitada, porque contradice a la anterior y es socialmente inconveniente. Tal enseñanza estribaría en que un hermano suele ser preferible a un marido.
De ese modo, al elegir el título Anna, soror... para su nouvelle, Yourcenar no da más valor a la ley contra el incesto fraterno que a la promesa de una joven esposa, arrancada por un hombre o una sociedad que exigen demasiado.
Anna, soror ...
Sin embargo, el diálogo intertextual planteado por el nombre de la nouvelle se establece más claramente con Eneida (Libro IV, 9). Tal libro se abre bajo un techo de tragedia. Dido, reina de Cartago, ha atado una promesa de fidelidad en el lecho de muerte de su marido. Pero se siente herida de amor por el navegante Eneas. El compromiso contraído revela su arbitrariedad. Del insomnio de Dido surge también que, ineluctablemente, tal pacto será roto. La reina, frente a su hermana, a la vez clama y se asombra: Anna soror, quae me suspensam insomnia terrent! (¡Anna hermana, qué desvelos son éstos que me tienen en vilo y me aterran!). La nouvelle de Yourcenar despliega ternura, pasión, lealtad incontaminada. Así, la narradora plantea una antítesis. De un lado, en el poema de Virgilio, la esposa no logra esquivar el deseo por otro hombre, después de la muerte del marido. De otro, los que se unen a pesar de sí mismos y de toda contravención legal, siguen amándose hasta los confines de la vida. Luego de la muerte de su hermano, Anna de la Cerna obedece a su padre y se casa. El matrimonio le trae, como reflejo mecánico, ciertos instantes de satisfacción corporal. Después de su viudez, por necesidad puramente física, toma algún amante efímero. Tales momentos de placer fortuito no contaminan la gran promesa. Al promediar su edad, Anna se dedica a la vida conventual. Cuando llega su hora, vadea la agonía hasta que su rostro convulso alcanza la paz. De sus labios emergen estas palabras: -Mi amado... Quienes la rodeaban creyeron que le hablaba a Dios. Le hablaba, tal vez, a Dios. De ese modo, Yourcenar coloca al amor genuino, que no se arredra por desafiar la ley humana, muy cerca del amor divino. Incesto y santidad Sobre la obra de Thomas Mann sopla el hálito de los hermanos amantes. El foco narrativo se posa en ellos en el cuento “La sangre de Odín” (recogido en Historias de tres décadas). Reaparece, de manera lateral, en la tetralogía sobre José y sus hermanos. Y, de nuevo, surge como centro de su novela El santo pecador. En ese texto, el deleite de dos que se aman desde la cuna es la clave de la novela. Los hermanos balbucean apenas su deleite al darse el uno al otro: -Estil tant bon? -Tu le saveras. Nel poez saber sin gusteras. -(...) ¡Oh ángel niño! ¡O celestial amigo! Más aun: en diagonal, el incesto aparece como condición necesaria para que el hijo de los hermanos sea elegido Papa por los hombres. A Roma llega envuelto en los signos de la santidad: durante tres días y tres noches, hasta el momento de su coronación, todas las campanas se echan a vuelo sin que mano humana las toque. Oficialmente, las instituciones se esfuerzan por esquivar la figura de los santos. Ocultan el “escándalo” (escándalo aparece por primera vez en el siglo XI y significa ocasión de pecar) que los santos, en general, constituyen. O los pintan como personas modosas y obedientes. La gente que se considera bien pensante no quiere o no le interesa saber sobre la santidad. Pero el camino que a ella conduce pasa, generalmente, por el espacio de lo socialmente significado como perturbador o infame. Para escuchar la voz del gran misterio, es necesario alejarse de la voz de los humanos, de su doxa, de su ley. En 1802, René de Chateaubriand escribe René. Chateaubriand le da al hermano incestuoso su propio nombre como modo de acompañarlo, simbólicamente, hasta la identificación. También allí, el amor de Amélie por René sólo termina con una muerte ritual: la hermana debe tenderse sobre un sepulcro escoltado por cuatro cirios antes de articular sus votos conventuales. Una vez más, un poeta interpreta el amor incestuoso como camino hacia el amor de Dios. La libertad de amar En 1869, Harriet Beecher Stowe, la autora de La cabaña del tío Tom, publica un artículo sobre la relación amorosa entre el poeta George Noel, Lord Byron y su hermanastra Augusta. Byron había muerto en 1824. Pero, como murmullo, ese amor había sido injuriado desde siempre por la sociedad inglesa considerada respetable. Para tal sociedad, el incesto del lord constituía el signo definitivo de su infamia. Se aducían muchas pruebas. Medora, una hija de Augusta y su marido Leigh, nacida en 1814, sería, en realidad, hija de Byron. Incluso el nombre escogido se señalaba como prueba. Medora es la amante de El corsario, uno de lps más famosos relatos byronianos (1813). También en 1813, el poeta compone La novia de Abydos. En ese cuento, Zuleika y Selim se aman a pesar de ser, como Byron y Augusta, hijos del mismo padre. Al fin se revela que los jóvenes han sido concebidos por hombres diferentes. Pero, para los amantes, da igual: su amor es bello con o sin incesto. En sus Piezas domésticas de 1816, Byron escribe a Augusta: ¡Mi hermana, mi dulce hermana! si hubiera un nombre/ más querido y puro, tendría que ser el tuyol El caso escandaliza tanto a la Gran Bretaña “honesta” que Byron es tácitamente condenado al exilio. Pero, ante ciertos lectores, ese incesto acrecienta su prestigio. El poeta que muere en Missolonghi, comprometido con la libertad de los griegos es, también, un hombre capaz de amar en libertad.
En 1821, Lord Byron había escrito su drama Caín. El acto III se inicia con una escena de dulzura familiar que contrasta con el cielo sombrío de la obra. En esa escena aparece Adah, hija de Adán y Eva, quien dice a su hermano Caín:
-Caín, anda despacio... Nuestro hijito Enoch se ha quedado dormido sobre las hojas. La escena es de una naturalidad completa, sin culpa alguna.
El incesto en la Biblia
Según la Biblia, la humanidad debe al incesto su permanencia sobre la faz de la tierra. Si los hijos de Adán y Eva no se hubiesen unido, no se habría cumplido el mandato Creced y multiplicaos (Gen 1: 28). Independientemente del texto bíblico, hace un millón de años, la población humana del mundo sólo ascendía a medio millón de habitantes. Menos que la población de Montevideo. El incesto fue necesario para la supervivencia. A medida que esa población creció, las posibilidades de exogamia aumentaron. Y, con ellas, las ventajas que suele traer la diversidad.
En la Biblia, la primera prohibición contra el incesto aparece, veladamente, en las llamadas siete leyes de los hijos de Noé (Gen 9: 22-27). Pero las leyes noáticas prohíben únicamente el incesto con el padre. Sólo en Leuítico, el tercer libro de la Biblia, surge la interdicción generalizada a otros parientes (Lev 18: 6 y ss.). De todos modos, el término incesto no es de gran peso en el texto bíblico. Ni siquiera existe en hebreo una palabra específica para señalarlo. (La referencia al hecho se hace a través de un desvío retórico: guilui araiot, que significa descubrir la desnudez de un padre, una hermana, una cuñada, etcétera.) De la Biblia surge como un acto contrario a la sociedad. Sin embargo, hasta hoy la iglesia católica lo prohíbe por tratarse de un acto antinatural.
El incesto en la naturaleza
Si el incesto ocurre de modo reiterado, produce estragos en la naturaleza. Hoy, algunas especies en vías de extinción sólo viven en reservas. Reducidos a la endogamia, los individuos muestran, a nivel de microscopio, un ADN alarmante. No han recibido nuevas características ni fuerzas nuevas. Un virus puede matarlos a todos. En cambio, aquellos animales que tienen el privilegio de la exogamia son más vigorosos, tienen más hijos y viven más tiempo.
Pero, tanto entre animales como entre humanos, los hijos de hermanos nacen sanos en caso de incestos aislados. Es la repetición del acto incestuoso a lo largo de generaciones lo que provoca la degeneración de la descendencia. ¿Por qué, entonces, el incesto entre hermanos está tan generalizado y severamente prohibido? Es que la exogamia constituye un imperativo social. Si las familias permanecen encerradas en sí mismas, sin intercambiar sus miembros a través del matrimonio, no hay sociedad.
Sobrevivir a todos los daños En 1817, en su poema dramático Laon y Cythna o la rebelión de Islam, Shelley significa la pasión fraterna como aquella capaz de subsistir ante cualquier dolor: Envueltos en una caricia sobreviviremos a todos los daños, se prometen los adolescentes (Canto V, XLVIII). A Shelley, que profetizó hace dos siglos la actual crisis de la familia, el amor entre hermanos se le aparece revestido de particular pureza. Según él, dos que se conocen desde los primeros años de vida, que juegan juntos, que juntos inventan un embelesado mundo propio, que se cuidan y se quieren, se deslizan con mayor inocencia que nadie en el edén de las caricias sensuales. En una reciente entrevista a Ingmar Bergman, el maestro afirma: ... una de las películas que realmente amo a lo largo de la historia del cine es Syskonbádd 1782 (El fuego), de Vigot Sjóman. Es un filme que, no entiendo por qué, no ha recibido la atención que merecía. También me pregunto por qué me gusta tanto. Supongo que se debe al tema. En El Juego (1966), Sjóman recrea un caso ocurrido en Gávle, un pueblo del norte de Suecia, pocos años antes. Dos hermanos habían tenido un hijo y el juez los obligó a separarse. El cineasta filma el caso desplazándolo al siglo XVIII, a una sociedad sueca regida por un patriarcado asfixiante. Charlotte (Bibi Andersson) no soporta el autoritarismo del marido. Su libertad está en los brazos de su hermano (Jarl Külle). Las caricias se sienten como signo de ternura y fantasía desanudadas. Pero el hermano las resignifica como infamia al saber que vendrá un niño. Corre el murmullo acerca de un chico monstruoso, nacido de un padre y una hija. Sjóman parece contradecirse y simbolizar el incesto como degradante. En el desenlace, una joven enamorada mata a Charlotte. Sin embargo, el significado de abyección (si es que el director quiso adjudicarlo) parece depositarse en el carácter endogàmico de la unión. (Es una joven de fuera quien “hace justicia”.) Desde el punto de vista de la naturaleza, el amor de los hermanos se reviste de simbolismos de salud: el hijo de ambos se salva. La cámara lo muestra como fuerte y hermoso. Hace poco tiempo, ante una institución uruguaya se presentan dos jovencitos. Tienen un bebé espléndido. Son hermanos y se aman. El padre de ambos ha abandonado el hogar, ahogado por la ira y la vergüenza. La adolescente ha perdido todas sus amigas y su situación en el colegio se hace intolerable. El muchacho no puede encontrar trabajo para mantener la que, uno y otra, consideran su familia. Pero nadie quiere dar empleo a un individuo que la sociedad significa como infame. Así, el amor incestuoso los ha hundido en un total desamparo. La madre, que es la única en acompañarlos está, sin embargo, humillada y ofendida. No puede comprender: había sido tan grato verlos crecer como dos niños que no peleaban nunca, que se cuidaban y protegían el uno al otro, que se amaban tanto. Precisamente, responden los jóvenes con orgullo, nos amamos muchísimo. Solicitan ayuda pero, si la ley o la opinión pretenden separarlos o apartarlos de su bebé, escaparán. Cualquier cosa es mejor que renunciar al vínculo que los une entre sí y con su hermoso hijo. ¿Qué será de ese niño quien, según nuestra sociedad, es consecuencia de caricias abyectas? La caricia en el arte y en la vida El aspecto inventor de las caricias que la sociedad percibe como perversas, parece tener vínculos importantes con el arte. No es raro que, quien ha recreado esas caricias en el arco iris de la sensualidad humana, sea también capaz de recrear un sentido para el mundo, a través de un poema, un dibujo, una obra de inolvidable belleza. En todo caso, ¿cuál es el secreto del incesto entre hermanos, prohibido pero tenaz, que persigue la imaginación de un público tan lejano como el helenístico y tan contemporáneo como el de los actuales teleteatros? 8. Violación y matrimonio Como vimos, en las sociedades de fuerte predominio masculino, la estructura matrimonial y aun la de los amantes, suele basarse en la actitud pasiva de la mujer. En situaciones extremas, se apoya en la obediencia de la esposa que, a veces, se siente torturada y humillada. Así, el marido o el amante presentan una relación con la mujer donde el deseo de poder y aun el odio, se yerguen en factores dominantes. Pero el violador como, en grados diferentes, el amante o el marido que necesitan el ejercicio de la violencia, suelen ser personas íntimamente asustadas. En las manos del marido En su novela Una vida (1882), Guy de Maupassant describe la noche de bodas de Jeanne, una joven perteneciente a la aristocracia provinciana de Francia. Sus padres han preservado su “inocencia” de todo rumor sexual. Esa noche, antes de enviarla a la cama, su madre se prodiga en lágrimas que sólo pueden leerse como signo ominoso. Mientras, el papá emite un mensaje que es imperativo pero no informativo. Habla vagamente acerca de que, a la hora de casarse, las jovencitas suelen sublevarse contra la realidad algo brutal agazapada bajo sus sueños amorosos. Se sienten ofendidas en su alma y lastimadas en su cuerpo. Entonces pretenden rehusar al esposo lo que la ley humana tanto como la natural le acuerdan corno derecho absoluto. Y agrega: No olvides que perteneces completamente a tu marido. Un rato más tarde, el novio entró en la habitación de Jeanne... la tomó atropelladamente en los brazos... Ella permanecía inerte, con las manos abiertas, sin comprender lo que ocurría, hasta tal punto el miedo le impedía pensar. Pero súbitamente, un dolor agudo la desgarró; se puso a llorar mientras él, sujetándola con rudeza, la poseía violentamente. ¿No es ésa una vieja tradición, sancionada por la moral y las instituciones religiosas, según la cual la mujer es entregada a la violación por su propia familia? En su Historia de la sensibilidad en el Uruguay, Barrán se refiere a los tratados médicos donde se describe el dolor que acompaña la sexualidad de las esposas respetables. Estas, sumisamente, se entregan a sus maridos, no por placer sino por deber. Todavía en la década de 1950, en Uruguay hay madres y suegras que recomiendan a las jóvenes en vísperas de bodas, no hacer ninguna demostración a sus maridos ni tomar jamás la iniciativa. El hombre puede creer que una mujer apasionada es una mujer experiente. (O puede sentirse amenazado en su virilidad por el ardor de la esposa.) Por otro lado, padres y madres de culturas mediterráneas como la española, de la que somos herederos directos, inculcan a sus hijos las conductas del macho. Así, en Bodas de sangre, la madre viuda aconseja a su hijo cómo debe tratar a su futura esposa: -...hazle una caricia que le produzca un poco de daño, un abrazo fuerte, un mordisco ...que sienta que tú eres el macho, el que mandas (Acto II, cuadro II). En consecuencia, las imágenes de violación o, por lo menos, de irresistible empuje del varón frente a la pasividad de la hembra, todavía forman parte de las fantasías de muchas mujeres. Y también de aquellos homosexuales que se identifican con ellas. El cuento del tío Antes de escribir su novela El beso de la mujer araña, Manuel Puig entrevista a cien homosexuales. De ese modo, surge el personaje de Molinita, quien afirma: La gracia es que cuando un hombre te abraza... le tengas un poco de miedo. Valentín, su joven amigo socialista, trata de hacerle entender que semejante sentimiento entraña ideas de autoritarismo y violencia: -Vos no lo sentís así, te hicieron el cuento del tío los que te llenaron la cabeza con esas macanas. Y es que hay legislaciones que persiguen a las mujeres por tomarse libertades con sus cuerpos. Pero también hay una inmensa doxa que no es patrimonio exclusivo de una burguesía remilgada. Muchos grandes escritores, hasta el siglo XX, representan el encuentro amoroso como una violación. En su relato “Semejante a la noche” (1958), Alejo Carpentier sostiene que una virgen sueña con un varón que la roture y la deje sobre el lecho, sangrante como un trofeo de caza, de pechos mordidos, sucia de zumos, pero hecha mujer en la derrota. Tal es el campo semántico que rodea al primer abrazo según este narrador: allí están presentes los significados de romper, ensuciar, lastimar, vencer y, en cierto modo, matar (la doncella sería como un trofeo de caza). De lo contrario, ésta desprecia al varón. Una literatura tal hace pensar que los hombres han sabido muy poco de mujeres. Y que, en su visión de sí propios como perpetuos guerreros, han ignorado aun más de ellos mismos. Tomemos ahora los ejemplos que nos brinda Cien años de soledad (1967). Así se describe el abrazo nupcial de Ursula y José Arcadio Buendía: José Arcadio Buendía entró al dormitorio cuando su mujer se estaba poniendo el pantalón de castidad. Blandiendo la lanza frente a ella, le ordenó: -Quítate eso. Ursula no puso duda en la voluntad de su marido ...Buendía clavó la lanza en el piso de tierra... y estuvieron retozando y despiertos hasta el amanecer. De modo parecido se comporta José Arcadio Segundo con su futura mujer: Ven acá, dijo él. Rebeca obedeció... Ella tuvo que hacer un esfuerzo sobrenatural para no morirse cuando una potencia ciclónica asombrosamente regulada la levantó por la cintura y la despojó de su intimidad con tres zarpazos, y la descuartizó como a un pajarito. Alcanzó a dar gracias a Dios por haber nacido, antes de perder la conciencia en el placer inconcebible de aquel dolor insoportable, chapaleando en el pantano humeante de la hamaca que absorbió como papel secante la explosión de su sangre. En el mundo narrado de Cien años... parece imposible imaginar una primera unión si no es bajo forma de forzamiento. Amaranta Ursula está casada, vuela en aeroplano y ha adoptado las libertades de las mujeres de la vanguardia europea. Pero vive su primera desviación matrimonial como si se tratase de una violencia: -Vete -dijo sin voz. Aureliano sonrió, la levantó por la cintura con las dos manos, como una maceta de begonias, y la tiró boca arriba en la cama. De un tirón brutal, la despojó de la túnica de baño... Amaranta Ursula se defendía sinceramente... (Pero, por un instante) descuidó su defensa, y cuando trató de reaccionar, asustada de lo que ella misma había hecho posible, ya era demasiado tarde. ...Apenas tuvo tiempo de estirar la mano, buscar a ciegas la toalla y meterse una mordaza entre los dientes, para que no se le salieran los chillidos de gata que ya le estaban desgarrando las entrañas. Es curioso que, para el amor, la desbordante fantasía del maestro colombiano sólo le sugiera escenas similares. Siempre una mujer a quien se le arranca la ropa a tirones o a punta de lanza. Una mujer que obedece, se asusta, se defiende y quien tiene la vivencia de ser descuartizada hasta chapalear en su propia sangre. Y, sin embargo, esa mujer experimenta placer inconcebible. Jamás se siente menoscabada por el hecho de recibir órdenes o amenazas, por ser empujada y volteada, porque su voluntad o participación no importen para nada. Al contrario, tiene que retenerse para no chillar de placer después del maltrato. Como dice Valentín a Molinita, te hicieron el cuento del tío los que te llenaron la cabeza con esas macanas. Pero el hecho es que ese cuento del tío flota hasta hoy en la cultura occidental, concretándose en novelas, películas, teleteatros y obras plásticas. Las mismas generan ensoñaciones, temores, un sentimiento, más o menos difuso, de lo que significa ser hombre o mujer. Y, durante siglos, tal cuento del tío se legitima a través de sermones, homilías y de los consejos de los propios padres de quienes van a casarse. Así, parecería existir una diferencia cuantitativa y no cualitativa entre ciertos esposos y amantes y los violadores. También, que el fantasma de la violación ha sobrevolado tradicionalmente la familia patriarcal como transgresión, pero también como comportamiento “normal”. Sexo y miedo ¿Se gratifica ese varón (occidental o no), que se adueña por la fuerza del cuerpo de su o sus esposas y que tiene sólo autoridad sobre ellas y sus hijos, sin compartir nunca ternura ni caricias? En su novela Thingsfall apart [Un mundo que se desmorona, 1958), el nigeriano Chinua Achebe cuenta la historia de Okonkwo, uno de esos varones duros, que habita en la tribu de Obi. Aun en su primer encuentro con una consorte, era hombre de pocas palabras. Sólo la tiraba en la cama y buscaba dónde estaba la abertura de la falda. Según Okonkwo, aun en el caso de un hombre próspero, si era incapaz de dominar a sus mujeres y a sus hijos (especialmente a sus mujeres) no era un hombre verdadero. En consecuencia, él gobernaba su casa con mano dura. Sus esposas, especialmente las más jóvenes, sufrían de alarma permanente a causa de sus accesos de ira y lo mismo pasaba con sus hijos pequeños. Esa violencia, esa capacidad de violar, golpear y hasta matar, es lo que su familia y su grupo social conocen de él. Sin embargo, el narrador nos revela que ... su vida entera estaba dominada por el miedo, el miedo al fracaso y ala debilidad. Era más íntimo y profundo que el miedo al mal y a los caprichosos dioses y a la magia, más intenso que el miedo a la selva, a las fuerzas de la naturaleza, malevolentes, de rojos colmillos y zarpas rojas. El miedo de Okonkwo era más inmenso que todo eso. Era el miedo de sí mismo, el miedo de ser débil. En el fondo, ese hombre luchador, guerrero, violador de esposas, capaz de zurrar a la familia entera, es alguien muy pequeño y muy asustado. Confrontado con una situación nueva, no encuentra recursos para resolverla. Sumido en un profundo abandono interior, prefiere suicidarse, a pesar de que ése sea el acto al que su tribu atribuye significados más ignominiosos. |
9. Virilidad, sensualidad, ternura |
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Marcel Marceau |
Tradicionalmente, al varón se le enseña temprano que no se pegotee a su mamá. Que no pida mimos como una nena. Ese aprendido rechazo de la caricia suele transformarse en incomprensión de la sensualidad femenina. También en traba de la propia. Así, a veces, el hombre ahoga en soledad las relaciones eróticas. Ni la caricia del viento Hemingway describe tal desencuentro. Por una parte, la necesidad de ternura que muchas mujeres sienten. Por otra, la repulsa que algunos hombres experimentan ante el contacto físico no sexual. Su cuento “Gente de verano” termina así: De repente Nick tomó conciencia de la manta áspera contra su cuerpo desnudo. -¿Estuve mal, Nick? -No, muy bien -dijo Nick. Le trabajaba la mente con mucha claridad. Vio las cosas claramente.
-Ojalá pudiéramos dormir aquí toda la noche -dijo Kate, abrazándolo.
-Sería lindo -dijo Nick-, Pero no es
posible. Tienes que volver a la casa. ¿Cuál es la identidad original? De acuerdo con la teoría freudiana, niños y niñas viven una etapa masculina durante los primeros años de vida. Esa termina cuando la mujercita descubre que el miembro viril es mucho más voluminoso que su pequeño clitoris. Robert Stoller revierte tal visión. Señala que todos vivimos en el vientre materno durante nueve meses. No se sabe si hay memoria cuando el sistema nervioso se está constituyendo. Sin embargo, el varoncito se mece en el interior de su madre y recibe las caricias del líquido amniótico. Más tarde, encuentra el seno que lo amamanta y una figura femenina que lo cuida durante sus primeros años. En Occidente, esa femineidad original se estimula: en el siglo XIX, durante la primera infancia, es bastante general que el varón sea vestido como niña hasta los cuatro o cinco años. Todavía, si hojeamos un álbum familiar de 1930, podemos encontrar varoncitos que, con sus bucles, parecen nenas. Finalmente, a los siete u ocho años, al chico le enfundan calzas o pantalones. En algunos casos, le cuelgan una espada o un bastón de la cintura. Tras un largo viaje a través de los signos femeninos, el niño se transforma en un hombre, potencialmente preparado para la defensa o la agresión. De ese modo, en el inicio de su existencia, el ser humano de ambos sexos viviría una etapa femenina. En general, el chico disfruta tanto como la niña de la tibieza materna. En algunos casos, hasta se inclina a emularla. También los pequeños machos suelen sentirse atraídos por muñecas y tienen fantasías de gestar. Junto al espejo, al lado de una madre adorada que se maquilla, no es demasiado infrecuente que el hijo pida el lápiz labial. A la mujer le toca la ventaja de desarrollar la identidad arcaica. Además, mantiene la posibilidad de guardar, hasta la edad adulta, una relación de estrecho cariño físico con su madre. Así, le es más fácil conducirse momentáneamente como madre, hermana o hija de otras personas, abrazando y acunando. O dejándose arrullar. Esa espontaneidad en el uso de los signos táctiles le da mayor libertad en el terreno emotivo. En cambio, en el destino del varón está la temprana renuncia a la caricia materna. En algunos contextos, entre los que se cuenta el uruguayo de clase media, hay hijos besucones y madreros. Pero está el riesgo de ser pollerudo. Es peor cuando el arraigo a la figura de la madre prolonga la soltería. Entonces, la doxa dictamina que se trata de un castrado o un marica. A ellos se les concede menos libertad para expresar ternura, porque lo más importante es que un niño sea varón de pies a cabeza. No hay equivalente masculino de la niñita de papá. Y, de haberlo, distaría mucho de considerarse encantador. Al hombre le corresponde la dolorosa tarea de arrancarse del primitivo modelo de ternura. Está obligado a construir otro, tradicionalmente concebido como opuesto. Según la psicóloga Lillian Rubin, la misoginia de algunos hombres constituye un desquite inconsciente. En el fondo, aún llevan abierta la herida que provocó la precoz separación de la madre. Así, las actitudes negativas serían fruto del miedo, no de la prepotencia. Miedo del niño dormido en las honduras del hombre. A ser deseado por otro hombre, que lo devuelva a su identidad original. O por una mujer, capaz de hechizarlo igual que la madre omnipotente de los primeros años. Una mujer quien, reduciéndolo al infantilismo, destruya su identidad masculina, tan penosamente construida. ...el calor que aún sigues buscando El novelista John Steinbeck describe ese sentimiento en su versión de Los hechos del rey Arturo. Lanzarote del Lago es el más célebre caballero del rey. Por lealtad al monarca y a su esposa Ginebra, realiza múltiples hazañas. Pero cae prisionero de cuatro reinas magas, quienes quieren seducirlo. Una despliega sensualidad. Otra le promete aventuras aún más gloriosas. La tercera ofrece poder ilimitado. Pero la cuarta mantiene con Lanzarote el siguiente diálogo: -Te ofrezco la paz que no redescubriste en ninguna parte, la seguridad y el calor que aún sigues buscando, la mano que disuelve la fiebre de tu frente y cura las rojas lágrimas de tu mano herida... -¡Basta! -rugió Lanzarote-. Nunca he visto tanta perversidad. ¡Mira! He cruzado los dedos de ambas manos. Y aquí tienes, el signo de la cruz sobre tu cara. Según tal visión, la simbiosis madre/hijo se agazapa como una amenaza en el inconsciente masculino. El varón se ha comprometido con la sociedad para destruir tal unión. Sólo una diablesa puede tentarlo con semejante sueño de regreso. Así, la sombra de la madre se rechaza como la del demonio. Esa identidad masculinidad “pura” exige una severa represión de deseos tales como mimar y ser mimado. Parecería que, bajo su aparente dureza, la virilidad fuese una cobertura fácil de diluir. Una poderosa ternura Antonio se casa con Martha a los veintiocho años, en Montevideo, durante la década de los sesenta. Viene de un hogar sin ternura. El único contacto erótico que ha conocido es mercenario. Martha es hija única, mimada e inexperiente. Una noche, después de tener relaciones, Antonio dormita. Martha, en un rapto de ternura, lo abraza, lo besa y le da sobrenombres de niño. Sorpresivamente para ambos, Antonio la insulta. La chica, vuelta de espaldas, llora. Poco tiempo después, se divorcian. No obstante, a Antonio lo persigue, durante años, un sentimiento angustiante. Su reacción de violencia le resulta no sólo incomprensible sino repudiable. Sólo después de un tercer matrimonio y ayudado por el nacimiento de una hija, logra liberar la poderosa ternura que todo humano posee, de modo actual o potencial. Hoy, se escriben libros y se abren talleres innovadores. La autoría de esas obras y la organización de esas actividades corresponde a hombres y mujeres en busca de una nueva virilidad, donde la ternura no esté censurada. Parecería que un nuevo hombre está naciendo, más proclive a la caricia. La otra cara de la doncella Hay otro factor posible para determinar el rechazo masculino por la caricia. Se trata de un tema ocultado. Sin embargo, está presente en relatos folclóricos, aun adaptados para niños. Es el asco y el miedo que inspira el cuerpo femenino a algunos hombres. El folclore devela esos sentimientos primarios que, así, encuentran caminos hacia la memoria y la expresión. En los cuentos suele suceder que la princesa no sea sólo una hermosa doncella. También resulta una criatura pérfida, dispuesta a matar o estropear al novio. En consecuencia, cuando éste la consigue, su principal tarea estriba en torturarla. Los tormentos aluden directa o indirectamente a la violación. Una vez sometida la novia, ambos son felices. De ese modo, la noche de bodas suele revestir la forma de una “proeza” realizada por el marido. En sus investigaciones sobre el relato, el folclorista Vladimir Propp cita casos como éste: El rey publicó un bando: daría a su hija a quien pasase una noche con ella. O, de modo eufemístico: -Daré mi hija por esposa a quien adivine dónde tiene un lunar. En general, los que intentan dormir con la princesa, mueren. Sólo el héroe verdadero logra sobrevivir a esa primera noche. O su ayudante, quien cuenta con poderes que el héroe no posee. Arroja a la joven contra el suelo y la azota con varas de hierro (véase la analogía con un acto sexual violento). Otro artilugio consiste en llenarle el conducto vaginal de piedras u otros objetos (lo que ocurre hasta hoy en ciertos casos de violación bien reales). Tales actos se explican mediante la difundida fantasía según la cual la vagina tiene dientes. Así, quien osa penetrarla, pierde su miembro. El coraje de la ternura En su novela Una cuestión personal (1964), el japonés Kenzaburo Oé cuenta la historia de Bird. Este es un joven profesor de inglés, admirador de Hemlngway. Bird sueña con irse a África. Quiere vivir aventuras similares a las del famoso novelista. Acaso, escribir una novela. En vez, se casa. A la pareja le nace un hijo que, aparentemente, tiene hernia cerebral. ¿Qué hacer con un niño que será pasivo de por vida? ¿Qué ocurrirá con los ya postergados sueños africanos? Durante varios días, el bebé se debate entre vida y muerte (y Bird oscila entre ayudarlo a vivir o a morir). Entonces estalla, en toda su intensidad, el asco que le inspira el sexo femenino. Su mujer y el niño permanecen hospitalizados. Bird se refugia en casa de su amiga Himiko. Por accidente, la ve desnuda: la imagen le provocó una repugnancia irreprimible... El joven comunica su miedo a la amiga: -Le temo a las cavidades oscuras... No puedo mandar mi pene enfermizo a ese campo de batalla. Aun con su esposa, Bird sólo padece autocompasión y repugnancia después de las relaciones sexuales. Himiko explica que, para dominar el miedo, hay que aislarlo. ¿Bird siente temor del sexo femenino o de lo femenino en general? El hombre responde: ...intuyo que hay un universo allí detrás ( en la hondura de la mujer). Oscuro, infinito, atestado de cosas no humanas: un universo grotesco. Y temo entrar en él, quedar atrapado en el espacio de otra dimensión temporal y no poder regresar... En realidad son todos los rasgos sexuales femeninos los que lo amenazan: los pechos le parecen colmillos. Bird necesita sodomizar a su amiga, olvidar sus genitales, sus senos, sus ojos. Precisa atacar lo femenino por la espalda, a la vez para protegerse y vengarse de lo mucho que lo ha atormentado. Sólo así logra acceder a una sexualidad compartida y tierna. A través de esa entrega logra, también, aceptar su paternidad. Construir la caricia La novela confirma el ritual narrado por los cuentos folclóricos. Pone al descubierto el temor que ciertos varones sienten contra el sexo de la mujer, experimentado como abismal. Para que se abra un espacio de juego y caricia, parece imprescindible que tanto la mujer como el varón reconozcan ese miedo, con la agresividad que el mismo provoca. Y que se hagan cómplices en la tarea de resignificarlo. La amante amiga Vale señalar que Bird sólo puede reconciliarse con su esposa y donar sangre para su hijo con la ayuda de la amante. Anteriormente, he mostrado representaciones del cuerpo codificado de la esposa frente al cuerpo desnudo de la amante o la prostituta. En esta y otras novelas, el matrimonio mismo aparece como una institución que no ofrece espacio para la confianza plena. Así, la amante surge como puente necesario entre el hombre y su familia. (Sobre el tema de la amante como quien reconcilia con la esposa y los hijos, me extenderé en una investigación próxima.) Tal vez, en muchos casos, la complicidad para alcanzar la caricia está por construirse. La conquista de la paternidad En vez de derramar sangre de animales salvajes, Bird encuentra su virilidad plena donando sangre para su hijo. Después de las transfusiones, queda pálido como una doncella. Pero, para soportarlas, se muestra valiente e incansable como un león. En la medida en que el principio femenino y el masculino se han reconciliado, también escribirá una novela. No sobre cacerías en África. Sobre la aventura Interior de conquistarse. |
10. En clave de paternaje
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Durante mucho tiempo se pensó que proveer de alimento, protección, ciertos valores morales y, eventualmente, educación, hacían un buen paternaje. Sin embargo, tanto los escritores como la imaginación popular, han perfilado al padre suficientemente bueno como alguien mucho más complejo. Escuchemos un poco ese murmullo de sabiduría. “El compañero de viaje” es un cuento de H. Ch. Andersen. Aunque es de invención propia, integra motivos populares. Se trata de la victoria del joven Johannes. El alma de su padre muerto lo ayuda a conquistar una princesa. Así, el cuento indica que. en cierto estadio, no importa que el padre esté presente o ausente. Si su paternaje ha sido suficientemente bueno acompaña al hijo, como un alma amiga, a lo largo del viaje. La cara oscura de la princesa La princesa con quien Johannes se casará se presenta a caballo, acompañada de sus doncellas, vestida de blanco y oro, envuelta en una capa de alas de mariposa. Su cabalgadura la representa como alguien libre. Su cortejo de doncellas la significa como alguien en buena relación con el mundo femenino. Blanco y oro la asimilan a pureza y luz. Pero tal vez la prenda más reveladora sea su capa de mariposa. En las culturas de África Central como entre los celtas de Irlanda, entre aztecas e iraníes, la mariposa simboliza el alma. Entre los japoneses, es signo identificatorio del alma femenina, así como el par de mariposas simbolizan la pareja feliz. Si se tiene en cuenta ese simbolismo, se puede interpretar que la princesa busca un enlace genuinamente dichoso. En el mito griego Psique, el alma, se pinta como una joven con alas de mariposa. Psique es tan bella que amedrenta a sus pretendientes, quienes prefieren casarse con mujeres menos hermosas. El mito parece sugerir que la belleza del alma femenina espanta a los varones. Por ese motivo, sus padres se ven obligados a abandonarla. Sólo Eros, el dios del amor, es capaz de tomarla por esposa. Así, el sentido del mito griego puede radicar en que, para que el amor erótico se realice, el hombre debe conocer el alma de la mujer. Y, para conocerla, se necesita chispa divina. Los hombres comunes prefieren permanecer en la superficie de sus mujeres. Ante la profundidad femenina escapan, abandonándola. La princesa del cuento se parece a Psique. Sólo que, al contrario de lo que relata el mito griego, los hombres de este mundo narrado se muestran ingenuos. No captan la peligrosidad de la princesa (la ira que infunde la incomprensión). Así, su belleza atrae a innumerables cortejantes. De ellos, la joven no exige reinos, títulos o riquezas. Sólo que contesten tres preguntas. Parecería que la única cualidad que la princesa reclama de un hombre es su capacidad para entenderla. Nadie logra contestar siquiera la primera pregunta. Ayudar a crecer ¿Por qué semejante trastorno entre los cortejantes? ¿La pregunta sobre la identidad de la princesa los hace entrever el sexo femenino, parecido a la faz de una gorgona (gorgo: la terrible)? El cuento de Andersen apuntaría hacia ese mismo miedo, hacia ese mismo asco que vimos antes en Bird, el protagonista de la novela de Oé. Por otra parte, vale señalar que la gorgona convertía en piedra a los que la miraban. De ese modo, los detenía en el tiempo. Tras dejarlos mudos, su alteza ahorca o decapita a los admiradores. En consecuencia, también los saca del devenir temporal. A ese significado se agrega el de la cabeza como símbolo fálico. Ahorcamiento y cercenamiento son metáforas de castración. El hecho del descabezamiento abre varias posibilidades interpretativas. Por un lado, parecería que la princesa rechaza la sexualidad. Como el acceso a la sexualidad supone crecimiento, a semejanza de la gorgona, su alteza niega el pasar del tiempo. O, lo que es complementario, la princesa odia a sus pretendientes porque ninguno es capaz de comprender su feminidad y ayudarla, así, en su camino de maduración. Al igual que en los cuentos populares que estudia Propp, el rey se muestra desolado por la crueldad de su hija. Se compadece de los pretendientes, a los que probablemente sienta como espejos de su propia juventud. Por otra parte, desea que esa hija madure a través del matrimonio y la maternidad. También ansia su propia continuidad y la solidez de su reino. Para ello es necesario un heredero. Pero ha prometido a la princesa no interferir en la elección del esposo. En el nombre del pretendiente A esta altura, vale destacar los significados del nombre que lleva el cortejante victorioso. Johannes (español: Juan) viene del hebreo Yohanan, que significa: Hhvh es benéfico, misericordioso. Johanan da el latín Johannes, que permanece intacto en danés. Así, este pretendiente aparece sustentado por la bondad divina y será capaz de compadecer (padecer con) la princesa hasta transformar su “maldad" en dulzura. Vale recordar, también que, en la Biblia cristiana, el nombre de Juan es el del profeta que bautiza al propio Cristo. Johannes tendrá una suerte de don profètico para responder las preguntas de la princesa y, antes de la noche nupcial, la bautizará. Por otra parte, Juan es el nombre del discípulo amado de Jesús, uno de los encargados de escribir su Buena Nueva. Johannes aparece, así, como alguien especialmente digno de ser amado. También será el encargado de dar dos buenas nuevas: al pueblo, que cuenta con un nuevo rey. A la princesa, que ya puede amar a un hombre, convirtiéndose en esposa y madre. Juan es, además, el nombre que aparece un mayor número de veces (ciento dos) en el santoral. Por eso, cabe decir que Johannes tiene los dones de humildad, certidumbre y chispa milagrosa, propios de muchos santos. En cambio, el narrador no menciona los nombres del rey y su hija, lo que hace suponer que ellos representan formas más genéricas de paternidad y feminidad. La cara oscura del padre Por la noche, antes de cada prueba, la joven acostumbra volar clandestinamente para encontrarse con un troll. El troll es una figura típica del folclore nórdico. Representa fuerzas a veces crueles. Otras, veteadas de bondad y ternura. Pero primitivas, que huyen con el avance de la civilización. ¿El troll es su propio padre, al que la hija, hechizada, no puede abandonar? La princesa ha exigido y el rey ha aceptado no intervenir en su opción amorosa. Pero ambos mantienen una dependencia profunda. El hecho de que se trate de un troll hace pensar en un vínculo primario. No hay incesto carnal, pero sí un hechizo que les impide resignificar su relación. El rey y la princesa deben transformar tal vínculo para lograr su maduración como padre e hija. Dolores de paternidad El encuentro con el troll revela una ambivalencia dolorosa para muchos hombres. Por una parte, desean sinceramente el crecimiento de su hija y ansían nietos. Por otra, no quieren perder el vínculo con su “pequeña”. La circunstancia de que los encuentros entre el troll y la princesa sean clandestinos y nocturnos confirman la fuerza oscura y oculta que une al padre con la hija. El paisaje de esos encuentros es el interior de una montaña, al que se accede a través de un largo pasillo. Tal paisaje parece simbolizar la interioridad femenina. Dentro, se despliega el espectáculo de una infancia encantada. Las langostas tocan instrumentos de viento y las lechuzas, el tambor. Los cortesanos son muñecos inventados por el troll y todos bailan. Tal paraje también tiene rasgos truculentos: serpientes venenosas y huesos de caballo. Los niños suelen ser crueles. Como el rey, el troll tiene un cetro en la mano. Besa a la princesa en la frente y baila alegremente con ella. Padre e hija mantienen la intimidad hechizada que los unió desde la niñez. La cara oscura como cara buena Sin embargo, lo más importante para un padre que ama, es la vida emocional de su hija. Para ello, necesita conocer hondamente a cada pretendiente. Así, es el troll quien inventa las preguntas de la princesa y sus correspondientes respuestas. Tal secuencia agrega significados nuevos. No es la mujer ni su sexo lo que turba a los festejantes. Es lo que está detrás de esa mujer: un hombre. Y un hombre de tal magnitud que les produce terror y, como consecuencia, muerte o castración. También puede entenderse que lo que la princesa posee, a través de su padre, es un secreto sobre la masculinidad. Y que la mayoría de los varones desea ignorarlo, aun a costa de la vida. El troll pide a la princesa los ojos de los festejantes que fracasan. Los ojos se asimilan simbólicamente al sexo. Así lo muestra el mito de Edipo, quien se ciega como castración por el incesto con su madre. Más allá de ese primer significado, los ojos representan poder superior, elevación espiritual. De ese modo, la secuencia también esclarece la figura del padre protector quien, profundamente, está decidido a perder el lazo infantil con su hija. Lo hará, sin embargo, sólo a favor de un hombre que sea viril, plenamente. ¿Pero en qué consiste la virilidad plena? El alma amiga Volvamos al alma paterna de Johannes. Para ayudar a su hijo, durante el viaje recoge tres objetos. El primero es un haz de varas. Además de ser símbolo fálico, la vara se asimila a un cetro como el que posee el troll pues ambos representan poder y responsabilidad plena. Mediante el haz de varas, el padre prepara al hijo para sustituir al troll en su condición de rey. El alma amiga obtiene ese haz como pago por curar una anciana. De ese modo, las varas también connotan un costado femenino y una capacidad de cuidar. Esa capacidad es imprescindible para que haya un entendimiento tierno entre marido y esposa. El segundo objeto es una espada. También la espada constituye un símbolo fálico y de autoridad pero, además, tiene el don de cortar los límites del tiempo. Por lo tanto, cortará el lazo infantil que une a la princesa con su padre. Su hoja brillante remite a la luz solar. Así, será capaz de poner luz en el oscuro jardín de la infancia en el que aún mora la princesa. Indica energía generadora y fuerza vital. De ese modo, conducirá a la princesa en su nueva vida de esposa y madre. Porque, con su empuñadura, recuerda una cruz, apunta a la espiritualidad. Johannes debe tener una gran luz espiritual para conquistar a la princesa y gobernar el reino. El tercer objeto es un par de alas de cisne. Estas indican la capacidad de conocer e inteligir. Se dice que la inteligencia es la más rápida de las aves. También la de imaginar, que lleva a la persona a inventar soluciones y crear situaciones nuevas. En ese sentido, las alas también pueden asimilarse a las botas de siete leguas y otros calzados voladores que aparecen en los cuentos de hadas, como símbolo de imaginación poderosa. Johannes debe tener inteligencia, conocimiento humano e imaginación para contestar las preguntas de la princesa. Vale recordar que esas alas pertenecen a un cisne, ave vinculada a la profecía. Así, representan el impulso para trascender el presente y transformarlo en un futuro más alto. La unión con Johannes no sólo mutará a la princesa en esposa y madre. La hará crecer espiritualmente. En la simbología cristiana, el cisne es rey entre las aves acuáticas y representa la paz. En consecuencia, las alas también anuncian el futuro reino de Johannes (su capacidad de gobernarse a sí mismo y de guiar a otros) y su pacífica unión con la princesa. Antes de someter a Johannes a las tres pruebas, la damisela se dirige al encuentro del troll en busca de las preguntas. Durante cada viaje, tanto de ida como de regreso, el alma paterna de Johannes se pone las alas, planea sobre la princesa y descarga varazos sobre sus espaldas. Estos podrían interpretarse como una iniciación sexual. O como un modo de debilitar la identidad infantil de la princesa y el vínculo primario que la une a la figura paterna. Pero, sobre todo, muestran que el alma amiga tiene una virilidad tan vigorosa, imaginativa y espiritual como para hacerse cargo de los secretos del troll (de las honduras del hombre). Y tan sabia como para transmitírselos a Johannes, haciendo que los asuma sin amedrentarse. Conocerse Las preguntas consisten en adivinar los pensamientos de la princesa. Así, el troll manifiesta el deseo de que el hombre que se case con su hija se interese profundamente por la vida interior de su esposa y la consulte antes de tomar decisiones. El primer pensamiento concierne a los zapatos de la princesa. El zapato es símbolo del sexo femenino. Lo que se requiere de Johannes es una virilidad capaz armonizar con la sexualidad de la esposa. A nivel más profundo, el zapato simboliza la identidad, como lo prueba el cuento de Cenicienta. En ese contexto, el príncipe no quiere a cualquier mujer sino a la dueña del zapatito. Del mismo modo, el troll solicita del marido de su hija que la ame conociéndola desde lo hondo. A otro nivel, el zapato es símbolo de viaje. (Ese es el motivo de poner los zapatos o las medias de los niños en las fiestas tradicionales. Papá Noel y los Reyes Magos necesitan de su energía para continuar el camino.) En el marco del cuento, el troll sólo quiere entregar a su hija a quien la acompañe en su viaje de maduración. Johannes puede hacerlo pues su alma paterna le dio alas, asimilables a zapatos voladores. Así, puede contestar. El segundo objeto en el que piensa la princesa es un guante. Símbolo del sexo femenino, el guante también significa pureza, cuidado con lo que se quiere tocar. De ese modo, el rey se asegura de que el futuro marido comprenda la delicadeza de su hija. Evoca también la suavidad y disposición de ánimo. En danés, el idioma de Andersen, existe la expresión haand i handske, literalmente, mano en guante, que puede expresar la compenetración entre dos personas. En español y otros idiomas existe la expresión poner como un guante. Esa suavidad surge del buen entendimiento de los esposos. A través de esa pregunta, el troll quiere averiguar si el pretendiente tiene dulzura y comprensión para establecer un vínculo armonioso con su hija. La adorada cabeza del padre Cuando Johannes acierta las dos primeras preguntas, la princesa se dirige al troll, desolada: -Sí adivina bien otra vez, no podré venir más ni practicar mi magia. El matrimonio y la familia transformarán el hechizo que une a la hija con el padre. El troll responde: -Sí adivina esta vez, significa que tiene más magia que yo. Y agrega: -Piensa en mi cabeza. Sólo puede competir con un padre amado quien tiene la magia de enamorar. Pero el troll no quiere competir. Está dispuesto a correr un gran riesgo a cambio de ayudar en el crecimiento de su hija. La cabeza es la sede del alma. También del raciocinio. El amor conquista el alma y vence los recelos racionales. Si Johannes consigue enamorar a la princesa, el troll renuncia a su identidad de padre de una niña. El motivo de la cabeza paterna o del sombrero, que constituye una extensión de la misma, aparece en diversos cuentos populares y películas. Por ejemplo, un padre tiene tres hijas. Al partir de viaje, les pregunta qué obsequio desean. Las mayores solicitan vestidos y joyas. Pero la menor pide la roma que derribe el sombrero paterno. Así, la jovencita espera de su padre que le permita conocer un hombre a quien pueda amar y admirar más que a él. De ese modo, podrá iniciar su vida erótica y familiar al mismo tiempo que resignificar la relación con el progenitor. En el cuento de Andersen, con su espada, el alma amiga corta la cabeza del troll. Johannes la exhibe en silencio cuando la princesa le formula su tercera pregunta. La importancia de esa cabeza es inmensurable. Mientras que bastó nominar el zapato y el guante, no hay ningún signo capaz de sustituir la cabeza paterna que aparece, así, como lo innominable mismo. En la medida en que la literatura de Andersen se inserta en el campo de las culturas nórdicas, vale recordar a una importante figura de las sagas escandinavas: el gigante Mimir. Probablemente, su nombre venga del antiguo germánico minne: memoria recóndita. En el cuento de Andersen, el troll conserva la memoria de los pretendientes, de su propia juventud y de la niñez de su hija. Según la Saga de Snorri Sturluson, Mimir vive bajo la raíz de la escarcha, junto a la fuente que guarda la sabiduría y los pensamientos de los hombres. Cuando Mimir canta sus runas desde las honduras se tambalea el fresno de Yggdrásil y no hay cosa en el cielo ni en la tierra que no se llene de espanto. Cuando el troll hace sus preguntas, los falsos pretendientes pierden la cabeza. En la Edda Mayor, Mimir es decapitado. Odin, el padre de los dioses, recoge su cabeza y, cuando tiene que tomar decisiones, la cabeza de Mimir le canta (I, 46). En el cuento de Andersen, el alma amiga arroja a los peces el cuerpo del troll. En cambio, guarda la cabeza, probablemente de modo definitivo. Así, la sabiduría primaria del padre continúa nutriendo a los hijos después que se casan y asumen el reino. En todo caso, la ambivalencia paterna se resuelve. El padre se regocija frente al pasaje de su hija a un nuevo estadio de crecimiento. En consecuencia, exclama: -¡Ahora las cosas son como deben ser! Un buen paternaje Terminadas las preguntas, los jóvenes se casan. El alma paterna se despide de Johannes. Presente o ausente, el padre comprende cuándo su hijo ha interiorizado plenamente sus enseñanzas y lo deja libre para que las realice plenamente. Pero, antes de partir, le indica cómo tratar a su esposa en el primer encuentro. Antes de entrar en el lecho nupcial, debe sumergirla tres veces en una toa. Tal rito recuerda la sumersión bautismal. El marido debe ayudar a su esposa a abandonar la vieja condición de niña para asumir su nueva identidad de mujer. En el agua de la tina debe poner tres plumas arrancadas de las alas del cisne y agregar una medicina. El cisne es signo de pureza. También se vincula con sol y poesía. En la mitología griega, los cisnes transportan a Apolo, dios solar y poeta entre todos. Así, Johannes tiene una sensibilidad creativa susceptible de iluminar la noche de la niñez, en la que aún habita la princesa. Y de poner poesía en su vida adulta, de modo que no añore la magia del padre. La medicina que hay que diluir en el agua muestra a Johannes como alguien capaz de cuidar y curar. Después del primer hundimiento, surge un cisne negro. De nuevo el texto hace brillar la nebulosa dorada de la connotación. El motivo del cisne negro connota hechicería y muerte. Así por ejemplo, en su novela Die betreugene (La engañada, 1954) Thomas Mann muestra a su heroína, hechizada por el amor. Un cisne negro la ataca. Pocos días después sus signos de enamorada se mutan en los signos de la muerte. Según mi lectura, aunque aún permanece oscura y defensiva, la princesa revela poseer una profunda afinidad con Johannes. Tiene la misma identidad que las alas (el ingenio, la imaginación, la elevación) del alma amiga. El ave se tensa mientras el hombre la sujeta firmemente. Luego del segundo descenso, aparece un cisne blanco con un anillo negro alrededor del cuello. (La joven está tan sumida en su pasado que un baño resulta insuficiente para hacerla crecer.) Sólo después del tercero aparece como princesa, más bella que nunca. Sus ojos están llenos de lágrimas de gratitud: Johannes ha sido bastante fuerte como para romper el hechizo que la aprisionaba. Las lágrimas de la princesa, su reciprocidad, aparecen como signos de que, finalmente tiene acceso a su propia feminidad y, a través de ella, a su capacidad de amar. El acto de lavar a la princesa da una clave acerca de la virilidad que el alma paterna ha inculcado a Johannes. Tradicionalmente, quienes se ocupan de lavar a otras personas son las mujeres. Particularmente, las madres lo hacen con sus hijos. Johannes es capaz de limpiar a la princesa con ternura y condolencia. Acaso el recóndito secreto masculino que sólo Johannes supo asumir es que en cada hombre hay un costado femenino que no se opone a su heterosexualidad. Al contrario, la complementa. Una condición animal y humana de comprender, curar, acariciar. En todo caso, el cuento indica que, para que un hombre y una mujer logren entregarse el uno a la otra, el buen paternaje de ambos tiene un papel fundamental. En el caso de la mujer, el padre puede desarrollar con ella una relación de intimidad que hará de su hija un ser independiente y pleno de riqueza interior. De ese modo, el matrimonio no se transforma en una manera de escapar del hogar paterno. Ni en una forma de obediencia a la compulsión social. Aparece como un modo de realización, que puede postergarse hasta alcanzar una madurez profunda. Paternar bien a una hija sería brindarle libertad, independencia y recursos internos como para no establecer relaciones de compromiso precipitadamente. Al mismo tiempo, el padre sabe retirarse, aunque le resulte doloroso (el troll pierde la cabeza). De ese modo, da otro paso en el camino de su propia maduración. Paternar bien se plantea, así, como un camino de crecimiento para el varón. Un crecimiento rico en deleite. Ya no tiene que ejercer la ley (el rey abdica a favor de Johannes) y puede disfrutar de la jorá que proporciona la abuelidad. Por su parte, según este cuento, el paternaje de un hombre requiere que se le enseñe lo que tradicionalmente se espera de él: fuerza y firmeza. Pero esas cualidades son insuficientes para hacer un varón pleno, capaz de amar y hacerse amar, de asumir sus responsabilidades a fondo y, simultáneamente, disfrutar de su vida afectiva. Para que surja un hombre completo, es necesario que el compañero paterno no reprima su sensibilidad. Para un buen paternaje no basta alimentar y educar al hijo. No basta inculcarle principios de resistencia y coraje. También hay que abrirle los caminos hacia la imaginación creadora y la ternura profunda. Así, como proceso educativo y afectivo, el paternaje sólo termina con la muerte de los hijos. Y si esos hijos se propagan bajo cualquier forma de fecundidad (hijos, descubrimientos, libros, películas), continúa de generación en generación. 11. El padre ausente |
Lieta nace en Montevideo «n 1913. La familia le cuenta que su padre la conoció una semana después de su nacimiento. En la década de 1970, el psicoanalista británico Donald Winnicott señala que muchos padres pasan días antes de ver a sus recién nacidos. Hijos y esposas se lamentan de los padres que “faltan”. Tal abandono no es necesariamente de presencia física. La ausencia también corresponde a aquellos que residen en el hogar, pero que dejan a sus chicos en la órbita materna. Por otra parte, con el aumento de familias a cargo de mujeres solas, cada vez hay más niños y jóvenes que no viven bajo el mismo techo que sus padres.
Sin embargo, se
puede ser un padre divorciado y cálidamente atento a sus hijos. Una
encuesta realizada en Estados Unidos da como conclusión que, en el
sector investigado, la ausencia paterna es más intensamente sentida por
los hijos de padres casados que por los de divorciados. El padre
separado ve a sus hijos sólo periódicamente. Generalmente, en esas
ocasiones, se esfuerza por ofrecer lo mejor de sí. Como contrapartida,
muchos padres casados llegan rendidos a sus casas: quieren dormir o
mirar televisión sin ser molestados. En otras oportunidades, traen
trabajo de afuera y se entregan a él con mayor fruición que la
suscitada por su propia familia. Finalmente, muchos descargan las
frustraciones provocadas por el mundo exterior sobre esposa y niños. El fin de la pareja En otro orden, el hijo suele aparecer, para el hombre, como un signo de pérdida de su mujer. La gravidez la transforma en una desconocida. En su filme Le beau Serge (El bello Sergio, 1958), el director Claude Chabrol y su camarógrafo Heniy Caen encuentran significantes de particular intensidad para transmitir esas imágenes de rechazo. Serge (Gérard Blain) repudia a su mujer grávida. Cuando ella, en medio de una noche invernal, inicia el alumbramiento, Serge ha desaparecido. François (Jean-Claude Brialy) lo busca en la nevisca. Atraviesa un bosque que, por su negrura, parece simbolizar el temor al alumbramiento de una nueva vida. La cámara de Caen sigue a Brialy a través de un establo y un gallinero, que significarían el deseo de hundirse en lo animal, evitando así los deberes que se imponen a marido y padre. Esas escenas se alternan con primeros planos del rostro de la madre quien, en medio del dolor de su parto, grita el nombre de Serge (lo llama a nacer a su paternidad). Mientras, François se interna en una cueva muy estrecha (¿el canal de parto que deberá atravesar el niño?). Finalmente encuentra a Serge, dormido en una caja donde casi no cabe (el útero materno que ya no puede alojarlo). François lo arranca de la caja y lo arrastra a través de gruta, cobertizo y corral. En una secuencia alternada, el médico pide los fórceps. François logra que Serge atraviese el umbral de su casa, con el cuerpo cubierto de nieve y de las heces de los animales. Simultáneamente, el bebé, también sucio de su travesía, atraviesa el umbral de su madre. El médico da una nalgada al niño para que respire. François refriega nieve por la cara de Serge para obligarlo a abrir los ojos. Por la ventana comienza a entrar la luz del alba: padre e hijo han sido alumbrados. Caen toma un primer plano del rostro de Serge, que se ríe. Mientras, en over, se siente el llanto del niño. Finalmente, ambos han nacido. El significante paterno Hoy, en las culturas occidentales, el significante paterno está cambiando dramáticamente. Comparte un mayor número de significados con el signo de la madre. Así, en las nuevas generaciones, los papeles de padre y madre se desdibujan. Ambos participan de cuidado, higiene y cercanía con sus hijos. Tal vez porque las propias identidades sexuales se están tornando más difusas. En la película Trainspotting (1996), el protagonista augura que en el futuro no habrá hombres ni mujeres: sólo personas. En Uruguay, la flexibilización de los papeles es palpable. El fenómeno se significa en las apariencias físicas que asumen los jóvenes en la calle, en sus actitudes táctiles y afectivas, en el cambio paulatino de las estructuras familiares. Se expresa, también, en diversas manifestaciones artísticas. Para citar un ejemplo, en su obra La otra Juana (1993), el dramaturgo Ariel Mastandrea despliega ante el público una noche imaginaria durante la ancianidad de Juana de Ibarbourou. En una acelerada danza, la poeta, su hijo y la doméstica juegan a ser, recíprocamente, padres, madres, hijos, amantes y esposos, con todas las implicaciones táctiles que tales roles suponen. Cambian sus vestimentas. Ora el hijo lleva escote y tacones, ora el tradicional traje oscuro con que se casa el varón. Bajo el amparo de dioses de sexo ignoto, esa ceremonia de la fluidez celebra una libertad. La que cada individuo posee de transmutarse en otro, con diferente género, con distinta edad, con vínculos cambiantes. De ese modo, se superan las rejas que lo encasillan en una identidad única. Los papeles rígidos, los afectos clasificados, las interdicciones contra el juego, quedan atrás. Las prohibiciones que inhiben las infinitas posibilidades de deseo y amor, estallan. El resultado es la jorá: regreso a lo que está antes del asco, antes del ridículo, antes de la vergüenza. Los tres personajes se ríen, se bañan de paz y se quedan dormidos. ¿Es tan profundo el cambio? En su novela El perfume (1985), Patrick Süskind muestra una vendedora de pescado del siglo XVIII. La mujer es soltera y deja morir a sus hijos cuando nacen. Pero el quinto, unos instantes después del alumbramiento se echa a llorar vigorosamente. La mujer se ve descubierta. Es procesada por infanticidio múltiple y decapitada en la Place de Grève. A nadie se le ocurre preguntar por los padres de esos niños. Hasta hoy, en la sociedad uruguaya y en muchas otras, ante la ley, la madre es la principal o la única responsable de sus hijos. En marzo de 1.997, el juez Silvestre Barreda envió a la cárcel, por homicidio culposo, a Juana Echart, quien había salido a buscar clientes en un baile. Dejó encerrados en su rancho de lata a sus siete hijos, de entre doce años y pocos meses. El tugurio se incendió y los niños murieron. Juana fue a la cárcel. Mientras la llevaban presa, varios vecinos se reunieron a insultarla: ramera, delincuente. Ella misma pertenecía a una familia de muchos hermanos. La madre les pegaba y, a veces, los hacía dormir fuera de la casilla. A su hermana, de dieciséis años, la mató el marido. A la Peluda (Juana) con matarla sería poco, era una cualquiera que hasta una vez se trajo un hombre al fondo de mi casa. No era prostituta declarada, pero todo el mundo sabía que hacía la calle, sentencia un habitante del barrio. Luego se contradice: Aunque también hay que tomar en cuenta que nadie hizo nunca nada por ayudarla. La prensa oficial se ofusca: Madre desnaturalizada. No dio ninguna señal de sensibilidad frente a la tragedia. Es totalmente normal, imputable ante la ley. Hay premura en castigar. La solidaridad, en cambio, es desidiosa. Un tío de Juana comenta: Se le negaron chapas para que no se le lloviera el rancho. Pero ya le regalaron los siete nichos. Otros periódicos informan acerca de las condiciones en que vivía la familia. Describen el pasado de dolor y abandono de la condenada, que la ley no tiene en cuenta. Algunos cronistas recogen testimonios significativos: Hacía la calle porque no tenía otra. Los hijos siempre fueron a la cama limpios y con su trago de leche. Un corresponsal de la revista Tres la entrevista en el Establecimiento de Recuperación Regional en Cañitas, en Fray Bentos. El pelo recién tundido, el vientre ya señalado por una nueva gestación, Juana llora durante toda el coloquio, donde los recuerdos surgen, inconexos. No es una asesina. En las fiestas sacaba bonos del Club de Leones para regalarles juguetes a sus niños. Siempre les enseñó a respetar a la gente, a no tocar lo ajeno. Los más grandes cuidaban a los más chicos. Como ella quien, de niña, había cuidado a sus hermanitos. Pero no podía acompañarlos: tenía que traer comida. Cuando no entendían algo en la escuela, les hacía los deberes aunque la maestra se diera cuenta. Pide que la visiten: vive aguijada por el miedo: Todos me dicen que tengo que olvidarme. Pero ¿cómo hago para olvidarme? Según el juez, el caso es claro: Tuvo un comportamiento de total descuido, de desatención de sus poderes mentales en cuanto a que era totalmente inoportuno e inconveniente dejar siete niños encerrados en su vivienda. Hay imprudencia, temeridad y ligereza en sus acciones sin cautela. Dicha conducta encuadra dentro del tipo legal previsto y tipificado en el artículo 314 del código penal. Esos niños tenían padres conocidos. Algunos la abandonaron ni bien alumbró. Otro le daba una pequeña suma para la comida del chico que era suyo. Ninguno se ocupó de vivienda, ropa, escuela, compañía y diario cuidado. Mucho más avanzado que el tiempo en el cual vivimos, un informante de noventa y un años se indigna: Si yo hubiera sido el juez, habría mandado presos a los padres de todos esos botijas. En cambio, los vecinos, muchos periodistas, el juez coinciden. Los padres que abandonan no son imprudentes, temerarios ni ligeros. No desatienden sus poderes mentales en cuanto a que es totalmente inconveniente dejar a una madre carenciada con uno, dos, muchos hijos y una mínima o ninguna asistencia. Nadie les dice que traten de olvidar porque jamás se piensa que tengan que recordar algo. En Montevideo, un año después deja desdicha de Juana Echart, en un cantegril de Piedras Blancas, un padre que vive solo con sus dos niños de dos y tres años, abandona momentáneamente el tugurio que, en pocos minutos, es arrasado por el fuego. El hecho, calificado de trágico, ocupa una pequeña superficie de la página policial. No hay impugnación, porque no hay madre. Este libro no pretende establecer teoría alguna sobre hechos de extrema complejidad y dolor. Sólo quisiera contribuir a la sensibilización. Los embarazos múltiples y la múltiple crianza no sólo son compromiso de la madre. La paternidad, aunque sobrevenga después de un encuentro ocasional, supone responsabilidad. Las consecuencias de la falta de compromiso paterno deberían abrir un espacio nuevo a la reflexión acerca de qué significa ser hombre y mujer. Nuevos padres Al mismo tiempo, en diversos sectores sociales, incluso en Uruguay, el derecho a convivir y cuidar de los niños en caso de separación es sentido, más y más, como un derecho del varón. El filme Kramer versus Kramer (1979) ya muestra esos nuevos significados de la paternación. Casado, Ted Kramer (Dustin Hoffman) se encuentra blindado tras su deseo de hacer carrera. Y lo está logrando. Antes del matrimonio, su esposa Joanna (Meryl Streep) también se desempeñaba como profesional. Joanna desea que las responsabilidades parentales se compartan, de modo que ella pueda volver al trabajo. Cuando la mujer lo abandona y debe asumir el cuidado de su pequeño hijo Billy, Kramer ya no enfrenta con el mismo titilamiento sus responsabilidades laborales. Como lo sugiere su jefe, podría entregar el chico a algún pariente y continuar su ascendente carrera. Delante de él se abre un panorama tachonado de angustia. Pero también de ignorado deleite: hacer de comer al hijo, compartir su cama o tenerlo en brazos hasta que el sueño sobreviene, cuidarlo cuando está enfermo o permanecer sufriendo a su lado mientras le suturan una herida, llevarlo en vilo hasta su dormitorio, como castigo, para hacer una paz llena de caricias una hora más tarde, pasearlo a horcajadas, estrecharlo en un momento de preocupación o de paz. La madre, quien ha logrado un sueldo superior al del ex marido, regresa para reclamar al niño. A Dustin Hoffman le corresponde entonces pronunciar un parlamento donde se condensan los cambios de significado que'atraviesa la sociedad actual: Una mujer tiene derecho a las mismas ambiciones y es capaz de cumplirlas con igual altura que un hombre. Pero un hombre posee la aptitud para desarrollar su potencial de tolerancia, paciencia y ternura en idéntico grado que una mujer. Por lo tanto, tiene el mismo derecho a la tenencia de un hijo que su madre.
El juez no tiene un espacio interno de receptividad para esas palabras. Según él, la madre es la compañía natural de un niño de siete años. Joanna recibe la tenencia legal de su hijo.
Mientras tanto, Billy se ha habituado a la ternura del padre y pregunta, con angustia, acerca de la hora de mayor intimidad y entrega: -¿Quién me leerá en la cama? ¿Quién me dará el beso de buenas noches?
Luego, en broma pero también, acaso, porque su particular experiencia de paternaje le ha conferido madurez, agrega: -Papi, si de noche te sientes solo, puedes llamarme. |
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Marcel Marceau Eduardo Vernazza, 1983 |
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Georgia O'Keeffe y su perro |
A mi amiga la cineasta Suzanne Smith le debo esta encantadora historia autobiográfica. En la noche de su octavo aniversario, Suzanne pregunta a su mamá: -Ya soy grande: ¿estará bien que continúe durmiendo con mi osito? La madre responde: -Todos necesitamos dormir con alguien. Yo también soy grande y duermo con papi. Esa madre sensible capta el miedo que siente la niña. Prescindir de la caricia del osito connota arriesgarse a experimentar el sentimiento de abandono que suele atravesar la oscura noche humana. Sin embargo, la mamá no es suficientemente madura como para señalar que tal desprendimiento está lleno de otros significados. Si no aprende a dormir sola, la niña no podrá acceder a un “papi”, en el sentido que la mamá le atribuye a la palabra. O permanecerá ajena a distintas formas de afectividad. O a diferentes modos de estar consigo misma. La presencia del osito, si se prolonga, entraña peligros. Puede influir para que las posibilidades de crecer, con sus múltiples formas de fecundidad (biológica, intelectual, espiritual, emocional y tantas otras), se estanquen. La soledad del mundo Sin embargo, el miedo a no tener alguien a quien abrazar durante la noche, parece soplar como fantasma plagado de simbolismos ominosos bajo los cielos de Occidente. Numerosas películas dan testimonio de tal sentimiento. En 1967, Ingmar Bergman filma Vargtimmen [La hora del lobo). En esa película, un pintor (Max von Sidow) no sólo no soporta dormir solo. Necesita que su compañera lo acompañe despierta, muy cerca de él, mientras ilumina con fósforos la cúspide de la noche. Las sombras que filma el camarógrafo Sven Nykvist reflejan esa hora del lobo. Es el lapso en que muere más gente y en que nacen más niños. Hubo un tiempo en que las noches eran para dormir profundamente, para soñar y despertar sin temores, recuerda el artista. Pero ahora la noche se ha vuelto la incesante evocación del comienzo y el final de la vida humana, experimentada como solitaria, absurda, imprevisiblemente violenta. Con esa vida a cuestas, rodeado de otras vidas que, en su aislamiento, lo aterran, el pintor musita: Dormido tendría pesadillas. Despierto tengo miedo. Ni siquiera la presencia de la compañera puede aliviarlo. Vuelve contra ella la furia que siente cernirse sobre el mundo. Después de intentar destruirla, la abandona. Más tarde, en 1973, Bergman filma Scenerurett aktsenskap [Escenas de la vida conyugal). La pareja se casa, se separa, intenta reunirse y fracasa. Pasan muchos años. Ambos contraen matrimonio con otras personas. Pero su viejo amor se mantiene. De tanto en tanto, alquilan o piden prestada alguna casa solitaria para recogerse en su intimidad. En la última escena de la película, mientras yacen abrazados, Johan habla de fracasos, miedos, cansancio vital. Marianne, en cambio, hace gala de fuerza, sentido común, sentimientos. Luego llega el sueño. Los gritos de Marianne lo interrumpen, desmintiendo su confortable instalación en la vida. La pesadilla tiene un lenguaje táctil. En ella, Marianne, Johan y las hijas de ambos deben atravesar un lugar peligroso. Marianne les pide a todos que se den las manos. Pero descubre que ella sólo tiene muñones. En consecuencia, no hay sentido en el mundo. Así, lo que atribuiría un significado básico al universo sería el hecho de que sus habitantes pudiesen asirse mutuamente. La mujer siente que tal posibilidad no existe. A partir de la metáfora contenida en su íncubo, Marianne habla a Johan de su percepción de un mundo atravesado por la confusión total: miedo, inseguridad, insensatez. Sólo vamos cuesta abajo sin saber qué hacer. Johan tiene una percepción idéntica. Pero considera que la misma debe permanecer innominada: Está en nosotros. Pero no debemos hablar de ella. No obstante, aun si ambos reconocen no saber mucho del amor que sienten, no tener mucha capacidad para recibir el amor que les dan, ese amor los conforta. Sobre todo en la medida en que, en alguna casa oscura de algún lugar del mundo, podemos acurrucarnos uno contra otro. El contacto de dos seres triunfa, aunque sea precariamente, sobre un universo sentido como inmensamente agresivo, incomprensible y solitario. En 1987, Woody Allen filma September (Setiembre), una película que incluye una significativa escena entre un escritor y un físico. Estos hablan sobre la casualidad del universo. Como prolongación metonímica de tal diálogo, se ocupan de un juego de azar. Peter, el escritor, desea averiguar si Lloyd, el físico, ha trabajado en la bomba atómica. Pero éste elude la pregunta. -¿Hay algo más terrible que la destrucción del planeta?, se pregunta Peter. -Sí, responde Lloyd. Saber que no importa. Que todo está hecho al azar. Que se origina en la nada y desaparece para siempre. Y añade algo que agrega un significado decisivo a su tajante afirmación: -Me pagan por probarlo. El escritor quiere saber si, según Lloyd, no existe una mínima vislumbre de misterio: -¿Cuándo ves los millones de estrellas te sientes seguro de que nada importa? Lloyd reconoce que los astros evocan una profunda verdad que elude la comprensión. Pero entonces se impone su perspectiva profesional: entiende lo que el universo realmente es. Fortuito, moralmente neutro e inimaginablemente violento. Semejante atribución de sinsentido requiere el consuelo inmediato de la caricia. Por tal motivo, Peter se niega a continuar la conversación. Porque debe dormir solo. Y Lloyd explica su matrimonio a través de la supuesta toxicidad cósmica: -A causa de eso me aferró a Diane y me considero muy afortunado. Es tibia, vital y me abraza mientras duermo. Si no hay un semejante a quien enlazarse, el individuo occidental siente todo el peso de su abandono, en un mundo que percibe como aleatorio y virulento. Y el encuentro con ese semejante se hace más y más difícil. En tal mundo, la soledad lo desgarra. La caricia según la ciencia Sin embargo, la física actual no describe el Universo como lo hace Lloyd (a pesar de que le paguen buen dinero por su descripción). En su obra póstuma Miles de millones, el científico judío Carl Sagan despliega un paisaje bien diferente. En nuestro planeta ningún ser viviente, humano, planta, caballo, simio, invertebrado, está solo. Todos dependemos mutuamente, todos respiramos y comemos los desechos de los demás. La luz atraviesa el aire para que las plantas la recojan, la procesen y la transformen en alimento de animales. En tal cadena, nada es accidental. Lo que reviste de violencia al planeta es la incuria humana. Con la lluvia ácida, la disminución del ozono, la destrucción del Amazonas, la desaparición de espacios de vida salvaje bajo la incesante expansión del hombre, este mundo nada contingente puede transformarse en caótico. Sin embargo, durante tres mil millones de años, las algas, luego las plantas, los animales y el hombre, han labrado juntos una existencia de cooperación. La naturaleza de los seres vivos destinados a continuar, está en esa cooperación, con su dolor y su promesa. Los seres humanos habitamos el planeta hace apenas unos escasos millones de años. Nuestra sobreestimada técnica data de pocos siglos. En los últimos tiempos estamos perdiendo la memoria en lo que se refiere a cooperación entre nosotros mismos. Y, para nuestro propio peligro, no recordamos que debemos cooperar con los seres no humanos. Las palabras de Génesis Por su parte, como lo destaca Carl Sagan, la comunidad de científicos no ha reflexionado demasiado sobre las consecuencias a largo plazo de la tecnología, primer ídolo de nuestro tiempo. No solamente se han inventado armas de altísimo poder letal y se han vendido al mejor postor. La ciencia se jacta de estar parada sobre una tradición que desprecia la naturaleza, al varón no blanco y a muchas cualidades propias del varón blanco. Aristóteles sostiene que la naturaleza ha creado los demás animales en beneficio del hombre. Immanuel Kant afirma que, sin el hombre, la creación entera sería un simple yermo. René Descartes señala que debemos hacernos dueños y poseedores de la naturaleza. Pero, además, en la misma línea que los filósofos antes mencionados, Descartes entroniza la razón como la más alta cualidad humana. Hoy sabemos que usamos una mínima parte de nuestro cerebro. En consecuencia, poseemos cualidades que ni siquiera sospechamos. Empezamos a vislumbrar que existen otras formas de inteligir el mundo. Tales abordajes nada tienen que ver con la razón. No obstante, en nombre de la razón, hemos ultrajado y destruido múltiples culturas, que se relacionaban con el Universo a través de signos no racionales. Afirmándonos en nuestra superioridad racional, hemos hecho desaparecer, sin comprenderlas, a miles de especies cuya existencia era básica para nuestra vida. Siempre según Sagan, acaso, el origen de esa tenaz inclemencia contra la vida encuentre su origen en el Génesis bíblico. En Génesis 1: 26 Dios dice: Hagamos al hombre a nuestra imagen, según nuestra semejanza, y que domine sobre los peces del mar, los pájaros del cielo, las bestias... Más adelante, en 1: 28 insiste: Dios ... dijo: llenad la tierra y sometedla; dominad sobre los peces del mar, sobre los poyaros del cielo y todos los animales que moran sobre la faz de la tierra. En el versículo 26, el verbo usado es irdu: señoreen, gobiernen. En el versículo 28, la expresión es kibshua urredu. Kibshua significa conquístenla. Urredu, como irdu, vienen de la raíz radá, cuya primera acepción es shalat gobernar. La segunda acepción es mashal: tener autoridad. Según el Diccionario hebreo de Even, la tercera acepción es más dura aún: shieved, que significa esclavizar. La predilección celestial por el ser humano se manifiesta a través de la autoridad descontrolada que se le otorga. Según dice el escritor israelí Noam Zion en su trabajo “Adam rey de los animales”, la esencia del ser humano en Génesis 1 es ver al mundo como una cosa para su propio aprovechamiento: Su éxito económico, técnico y militar refuerzan en él la certeza de que su Dios aprueba el camino que emprendió, dado que él actúa de acuerdo con el espíritu del Mandamiento primigenio que Él le ordenó. De acuerdo con el espíritu del Midrash (interpretación), este Adam siente que todo el mundo se formó para que él, creado a Su imagen, venga a lo preparado como Invitado de Honor. Filón de Alejandría escribió sobre él: “Fue la última de todas las criaturas para que su aparición ante los otros seres vivos los volviera temerosos, porque el objetivo fue que al percibirlo, todos los demás habitantes de la tierra lo erigieran como gobernante y líder del mundo. Tal visión ha sido descontextualizada del marco bíblico y del aporte de numerosos pensadores y poetas judeo cristianos. Como las religiones en su conjunto, tanto en varios libros de la Biblia como en numerosos textos que siguen su tradición, el judeo-cristianismo habla de religar las diversas formas de la vida. Reinar es amar La más antigua traducción griega de la Biblia o Targum Hashivim es también conocida como la Versión de los Setenta. De acuerdo con el relato legendario que aparece en la Carta de Aristeas, el rey Ptolomeo de Egipto invita a setenta y dos eruditos de Judea para preparar una versión griega de los cinco primeros libros de la Biblia. Refiriéndose a la Versión de los Setenta, el teólogo argentino Orlando Yorio (1932-2000) da una interpretación franciscana de las Escrituras. Así, señala ciertas palabras que le parecen claves para comprender el texto según los Setenta. Una de ellas es oikonomía. Este vocablo está compuesto por dos términos. Uno es oikós, casa. En el contexto bíblico, oikós representaría el gran ámbito de la vida. El otro, nomos, significa ley. En el plano bíblico, nomos se referiría al gran designio de Dios relacionado con el ámbito de la vida, donde hay un proceso entre existencia, amor y paso a una vida sin límites. Otra de las palabras llaves sería doxa, no en el sentido de norma sino en el de apariencia, mostración. Así, doxa puede traducirse como gloria, manifestación de Dios en la vida de la naturaleza y en el corazón humano. El verbo que corresponde al sustantivo doxa es dokeo: aparecer. Dokeo es revelación dinámica de aletheia: verdad, bienaventuranza, brillo, descubrimiento pleno. Según Yorio, la traducción al griego del término hebreo irdu, urreo, hecha por los Setenta, constituye una interpretación muy alejada de los conceptos de dominar o conquistar. Efectivamente, los Setenta podrían haber elegido el término kratein: ejercer la fuerza, el poder. O la palabra tyrannein: gobernar con despotismo. Pero escogen kyriakein. Ahora bien, el sustantivo seleccionado para designar a Dios en griego es Kirios, rey. En la visión de Yorio, es rey no quien manda sino quien sirve, cuida, protege. Reinar es amar. Y lo que ese Kirios ordena al hombre en los versículos 26 y 28 es, kyriakein, transformar en dinamismo su esencia divina de amparo y amor. De ese modo, las aves, los peces y todas las criaturas, por medio del vehículo humano, de kyriakein, se mantienen en la esencia de su Ser. A través del kyriakein, del reinar humano, se haría posible el Kabod Hhvh, el don, la gloria de Dios. La acción humana de reinar sería solamente un instrumento a través del cual fluiría ese don. En ese sentido, Yorio compara el Génesis bíblico con la Cosmogonía guaraní. De acuerdo con los guaraníes, la tierra está segura porque hay cuatro grandes palmas que la asen al cielo. Existe una quinta, central, que permite subir y bajar, mantener un contacto fluido entre cielo y tierra. De ese modo, es posible una comunicación siempre renovada entre los distintos niveles de la vida. En la visión de Yorio, el reinado que se atribuye al hombre en Génesis sería como una de esas palmas. No habría allí armas ni leños de castigo. Habría una belleza al modo de las palmeras flexibles, que no se quiebran sino que se mecen. En su balanceo, hacen posible la comunicación y universal ternura entre quienes son almas y entre quienes aun son cuerpos, entre humanos y animales, entre bosques y piedras, un acariciarse general de la vida. Encuentro de manos y de madre Los poetas han proclamado largamente la unión entre todos los seres. Así, en el siglo XVII, John Donne afirma que Ningún hombre es una isla. Estoy envuelto en la humanidad dice, como si todo él fuese mano que se tiende para acariciar sin distinciones. En Dakar, Senegal viven cuatro pueblos: los diolá, los peul, los serere y los wolof. Cuando una familia de cualquiera de esas etnias se reúne a comer, la gran olla de barro se deposita sobre la tierra. A veces, sólo contiene cous-cous, una preparación de trigo. En épocas de mayor abundancia, ese cous-cous está enriquecido con mandioca, tomates, cebollas, setas, zapallitos de diversas variedades, berenjenas. Hasta se lo baña con una salsa de maní y pimientas roja y negra, que se disuelve en leche. Los comensales se sientan en el suelo y toman el alimento con los manos. Las dueñas de casa nunca preguntan cuántos serán. Puede llegar un primo de improviso. Se suele sumar un vecino a último momento. Hasta acaece que un desconocido sea invitado a entrar. Cada gesto tiene un significado. Sentarse sobre la tierra es como recogerse sobre el regazo de la madre y sentir su caricia vigorizante. La comida no se recoge con un cubierto sino directamente con la mano. Es necesario sentir en esa mano el seno dadivoso de la tierra, la madre. Hay otro motivo para no usar cubiertos: lo que la madre da, no se separa en porciones. Constituye un único fluir entre los hijos que van apareciendo. Cuando inicié mi amistad con el actual ministro de comunicación de Senegal, Cheriff Elvalide Seye, ambos estudiábamos en París. Su conocimiento de la ciudad, el idioma y la literatura francófona eran muy superiores a los míos. Sin embargo, sentía que, hasta cierto punto, él era, en Francia, más extranjero que yo. -¿Qué es lo que más te choca de Occidente?, le pregunté un día. -Muchas cosas, me contestó. Pero tal vez la más cotidiana sean los hábitos de mesa. Para nosotros, comer no es guarecernos en platos aislados. Jamás se nos ocurre contar los comensales, por pobres que seamos. No mediatizamos con cubiertos nuestros alimentos. Comer es encuentro de manos y de madre. Comer es una gran caricia que nos permite curarnos de las aflicciones del día. Mientras comemos, nos aseguramos de que no estamos desamparados, de que nos mantenemos en contacto. El diario senegalés Le Soleil respaldaba al entonces Presidente de Senegal, Leopold Sedar Senghor, nominado al Premio Nobel de Literatura. En 1980, Le Soleil publicó una conversación con un psicoanalista freudiano que abandonaba definitivamente el país. El periodista responsable era Seye. He aquí su pregunta central: -¿Por qué un psicoanalista no quiere vivir en Senegal? La respuesta aporta muchas hebras de reflexión a nuestro mundo. En esa respuesta, el psicoterapeuta habla del dolor de los senegaleses, motivado por enfermedades, duelos, pobreza. Pero, dice, no encuentro en ellos sentimiento de angustia. ¿Cómo podría haberlo? Aun cuando haya poco que comer, a pesar de las incontables congojas que suman los días, cotidianamente los senegaleses se sientan en el regazo de la madre, tocan su pecho, rozan los dedos de sus hermanos. Si el ser humano no puede evitar el dolor, esa gran caricia simbólica, ese diario contacto con el cosmos lo preserva de la angustia. ...Me muestran el parentesco que tienen conmigo Frente a los hombres sudados de angustia en el hoyo de su desamparo, Walt Whitman piensa en los animales que No preguntan, ni se quejan de su condición;/no andan despiertos por la noche,/ ni lloran por sus pecados/ Y no me molestan discutiendo sus deberes para con Dios./ No hay ninguno descontento, / ni ganado por la locura de poseer cosas. El poema se inicia con la expresión de una gran creencia fraterna: Creo que podría volverme a vivir con los animales. Y continúa con un elogio donde la caricia aflora leve como el contacto ocular: Me puedo quedar mirándolos/ días y días sin cansarme. El poeta siente esa caricia dentro de sí, en la raíz de su identidad: Me muestran el parentesco que tienen conmigo... me traen pruebas de mí mismo. Por la ley del universo Pero tal vez en pocas obras se sienta el abrazo universal con tal vigor como en la del profeta Shelley. Sé tú yo, le grita al viento. Al denunciar, hace dos siglos, las consecuencias de la industria a mansalva, Shelley anuncia el progresivo desamparo humano. Augura que, a través del uso insensato de la técnica, el hombre se sentirá divorciado de la gran tendencia cósmica. En su “Filosofía del amor” vuelve la mirada hacia las fuerzas universales: ríos, fuentes y océanos que se mezclan, vientos que se unen con el cielo, montañas que tocan el infinito, abrazos de olas, tierras y rayos. Y también el beso de las flores y el roce de las más tenues criaturas. Shelley acusa a un imperio que invade pueblos, al inescrupuloso afán de lucro, a la ciencia sin responsabilidad, que dejan al hombre cara a cara con la soledad que viene a herirlo. Y que amenazan con destruir la gran caricia del Universo. Sin embargo, en su Oda al Viento del Oeste, el poeta se pregunta: Sí el Invierno viene, ¿puede estar muy lejos la Primavera? De ese modo, espera una relación de respeto que incluya humanos de todas las culturas y no humanos. Si el ser humano se siente hermano de su semejante en una cultura diferente, si puede hermanarse con el gorila y con la grulla, con la roca y con el salvaje Viento del Oeste, ese ser humano es libre. Libre para amar, no según las clasificaciones y dictados de una sociedad. Libre para inventar nuevas, infinitas formas de amor. Sin infamias, sin castigos, sin escarnios, sin violencia, el hombre hermanado al Universo, puede ser más pacífico y transformarse en inventor de caricias. Tejiendo caricias En la década de los cuarenta, mi padre pasaba muchas horas estudiando cosmografía para acceder a un puesto en Enseñanza Secundaria. Pero era impropio de su naturaleza hacer cosas con un fin utilitario. Pronto se enamoró de las estrellas. Él y mi madre dedicaban mucho tiempo al cielo estrellado. Mientras mi padre localizaba los astros, ella le decía en voz alta lo que los poetas habían declarado a las estrellas. Y los perros que ambos adoptaban iban adquiriendo nombres de asteroides, meteoros, planetas. O el de la oscura noche. A través de la nominación, mis padres tejían caricias entre los seres del Universo. En consecuencia, este libro no es sino la formulación de un deseo: el de un mayor respeto, una mayor entrega, una mejor libertad, humana y cósmica, en el intercambio de caricias. |
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Se terminó de imprimir en el mes de noviembre de 2001 en Gráfica Futura, Agraciada 3182, Montevideo, Uruguay. Depósito Legal N° 323 471. Comisión del Papel. Edición amparada al Decreto 218/96 |
Hilia Moreira
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Libro "Caricias - entre la violencia y la ternura" de Hilia Moreira (se digitalizó todo el libro)
Digitalizado
a incorporado a Letras Uruguay, por su editor Twitter:
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