El forastero

 
Era muy difícil explicar el rechazo que suscitaba la presencia del forastero en el bar. Los parroquianos lo miraron como sapo de otro pozo desde el primer día que apareció, pero el forastero no se daba cuenta del odio que generaba. La gente se quedaba en silencio cuando entraba y de a uno se empezaban a retirar sin disimular en lo más mínimo el malestar que les provocaba. El cantinero se quedaba con los ojos grandes mirando a sus parroquianos que se retiraban sin pagar con tal de evitar al forastero, que se acodaba en la punta del mostrador y echaba raíces en ese rincón.
El Gordo Fernández ponía la escoba atrás de la puerta cuando lo veía llegar y la puteada del viejo Recoba se sentía a tres cuadras ni bien entraba. Este hombre jamás se dio por aludido con esos gestos de hostilidad. Consuetudinario e indiferente continuó llegando todos los días a la misma hora, se acodaba en la punta del mostrador y bebía anís ensimismado en sus cavilaciones. Maidana, que generalmente era el primero en irse cuando llegaba este señor se despedía de sus amigos diciendo a voz en cuello:
"Me voy porque se pudrió el ambiente".
La mujer del cantinero llevó en varias oportunidades la botella de anís a Valentín Suárez para que le haga un santiguado al líquido que tomaba, a fin de evitar su regreso al bar, pero el forastero continuó volviendo como si nada.
El "Perro Martínez" estuvo toda una noche juntando coraje para decidirse a enfrentarlo y sacarlo a patadas, pero cuando llegó el forastero, el primero en retirarse fue el Perro Martínez, que se olvido hasta del paraguas ese día y aunque llovía a cántaros, se fue para su casa, caminando abajo del agua y mirando el cielo que le castigaba la cara. Aunque nadie sabía las intenciones del "Perro", éste nunca más volvió a pisar el bar.
El cantinero sospechaba que tarde o temprano el forastero lo iba a dejar sin clientes y se quedaba abochornado pensando en el bar despoblado de sus antiguos parroquianos. Finalmente llegó el día en que el Bar se convirtió en un desierto. Los primeros meses, los viejos clientes pasaban por vereda de enfrente y quebraban el pescuezo mirando hacia dentro. Pero cuando entró el invierno desaparecieron definitivamente. El forastero religiosamente llegaba todos los días a beber anís. Meditaba todo el tiempo en su lugar de costumbre.
Un día el cantinero bastante fastidiado le dijo:
"Por qué no toma su copa y se va la mierda, Señor?"
Pero el forastero lo miró sorprendido y le dijo:
"Porque no tengo apuro".
Sacudió los hombros como restando importancia a la intervención del cantinero y mostró los dientes por primera vez en una sonrisa muy triste. Después se acodó en su lugar de costumbre y ahí quedó terco como una mula tomando su copa de anís. Tomaba de a sorbos y degustaba la bebida como quien paladea un caldo de verduras. Se acomodaba el bigote con la lengua y ahí quedaba eternamente sumido en una nebulosa impenetrable. Absolutamente ajeno al rechazo que suscitaba. El cantinero lo miraba todo el tiempo con un odio ancestral.
En una oportunidad, le sirvió aguardiente en lugar del anís, pero el forastero bebió sin decir nada, pagó amablemente su consumición y para asombro del cantinero dejó abultada propina. El cantinero se la devolvió ofuscado como los necios y le gritó en la cara:
"Usted me va a terminar arruinando".
El forastero arrugó la frente ante aquella acusación y le respondió:
"Yo, señor?".
"Sí, usted señor!" - gritó el cantinero con el rostro desfigurado por la ira.
"Yo no, señor" - añadió el forastero en un tono muy suave pero muy convincente. Tomó el dinero que acababa de rechazar el cantinero, lo volvió a guardar y se empezó a alejar con el sombrero en una mano y el bastón en la otra, hasta que se perdió en las sombras de aquella calle oscura y sólo permaneció en el hueco de la oscuridad el golpecito tenue de su bastón en la vereda, y la sinfonía despiadada de los grillos de la noche.
Al otro día descubrieron al forastero como una enorme marioneta colgado de un árbol del parque. Se hamacaba al ritmo de la brisa que soplaba y en el susurro del viento que sacudía al muerto aún se advertía el eco de su última frase: "Yo no, señor" "Yo no, señor".

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