Los demonios de Pilar Ramírez

 
Pilar Ramírez se había enamorado del cura de la Parroquia. Iba a misa todos los días y de tanto llevarle torta fritas un día cayó en la cuenta que su corazón estaba pendiente del sacerdote.
Una tarde de setiembre, mientras miraba por ventana de su casa un duraznero en flor, se decidió a confesarle los tormentos de su corazón. En el confesionario le faltó el aire y con la voz entrecortada, confesó que los demonios se le habían metido en el cuerpo. El cura se estremeció con esa confesión y le sugirió que se serenara, y que confesara con confianza en el perdón de Dios sus faltas. Pero Pilar se bloqueó de tal manera que aún después de la absolución permaneció como estaqueada en el confesionario. Después que se reanimó, el cura la llevó a la sacristía y le entregó un silicio que tenía guardado con llave. Mientras se lo entregaba le dijo: "Con esto se combate el demonio". Pilar jamás en su vida había visto una cosa así. Tomó aquel cinturón con púas y agradeció turbada. Al salir de la sacristía se encontró con la legión de María que rezaban en un zumbido a dos coros. Ernestina, que siempre presidía esos rezos, la miró de reojo porque se dio cuenta que estaba llena de demonios. Pilar, agachó la cabeza y sintió como la sangre le subía a la cara. Le pareció que no llegaba nunca hasta las puertas del templo. Caminaba en puntas de pie para no hacer ruido, pero sus tacos sonaban como campanas en el suelo.
Al llegar a su casa Pilar no vaciló ni un segundo en llamar al curandero. Lo mandó al hijo del negro Octavio, que fue corriendo hasta lo de Valentín Suárez con el mensaje de auxilio. Pilar no podía más con los demonios que tenía, y le pidió que le hiciera una simpatía para sacarle el maleficio que padecía. Con el curandero no tuvo miedo, hasta pudo contarle con detalles cómo se había enamorado del cura. Mientras hablaba le invadió una paz tremenda. Valentín la escuchaba muy serio con aquellos ojos grandes que la miraban en silencio.
Al otro día Pilar despertó muy temprano. Se le habían ido todos esos demonios que la quemaban por dentro. Al abrir los ojos recorrió el techo con la mirada. Después se vistió sin prisa. Antes de marcharse, se hincó en el suelo y besó por última vez los labios del curandero que aún dormía en su cama.

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