Es-ti-ba-dos, como decía él haciendo sonar castizamente las sílabas, había venido con unos compañeros en la bodega de uno de aquellos viejos barcos de vela que echaban cuarenta, hasta sesenta días, en el viaje penoso. Había venido de España a nuestra América en busca de libertad y de oro.
En ella había encontrado un rudo trabajo esclavizador que, como un castigo, lo dobló cuarenta años, remuneradores eso sí, pues le rindieron dinero en abundancia.
En ese sentido había triunfado, y de ello hablábamos en la trastienda del comercio, en nuestras interminables horas de mate amargo.
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Tenía dieciséis años cuando vino —dependiente para todo servicio— al boliche del "Mundo", en "Los Orientales", rincón perdido en los límites de los departamentos de Salto y Tacuarembó.
Su patrón, don Manuel Rodríguez, a quien le gustaba empinar el codo y que cuando lo recibió estaba entre San Juan y Mendoza, le había dicho:
—Güeno, mi amigo, ahí está eso, hágase cargo 'e la casa 'e comercio: usté, como dueño, puede hacer y deshacer. Yo, sólo me v-i-a ocupar del otro negocio, del de los lechuzones. Aquí está su porvenir. Ustedes son trabajadores, honraos, ahorrativos.. . No le marco sueldo, ni nada; pero no v'a quedar descontento de mí.. . Trabaje y verá.. .
El "Almacén del Mundo" era como para caerse de espaldas.
El edificio de tablas carcomidas, agujereadas, con ese color violeta-azulado que toma la madera a la intemperie; el techo de zinc, protegido por grandes piedras que ayudaban a asegurar las chapas; cuatro habitaciones: la de la familia, —el patrón tenía mujer y una hija,— el comedor, que era también habitación de huéspedes, un depósito babélico, donde dormía el empleado, y el boliche, pomposamente llamado por don Manuel: la casa de comercio.
Esta tenía el piso de tierra y lucía una estantería y mostrador de madera sin pintar, amarillenta y sucia. Afuera del mostrador, en el sitio de los clientes, seis bancos, de esos de asientos redondos, abrían sus cuatro patas como si se estuvieran afirmando; contra la pared la tinaja de agua, un barril grande de catinguda caña brasilera, uno de menores dimensiones de vino carlón, y la barrica, empezada, de yerba.
El aroma acre de la yerba, junto al tufo del tabaco negro en cuerda, al olor de la caña y del pavimento de tierra, daban al ambiente un aliento característico, que fija imperecedero el recuerdo de los viejos almacenes de campaña.
Por los estantes, predominando las botellas de bebidas, se confundían artículos de toda clase y cualidad: hilos, géneros, cuchillos, drogas, ropas.. . De los tirantes toscos, en sendos clavos, pendían botas, calderas, cinchas, ollas de hierro.. .
El negocio de "los lechuzones" de don Manequiño, —así se le denominaba cariñosamente entre sus relaciones,— era el contrabando, y el boliche una especie de centro de operaciones y refugio protector.
A esta circunstancia se debía el tenerlo descuidado, a veces semanas sin abrir, mientras el patrón hacía sus productivas giras por el Brasil.
Don Gonzalo Alvarez, un comerciante de Tacuarembó, con quien trabajaba, le había aconsejado tomar aquel galleguito como dependiente y, ya que él no tenía vocación para comerciante, seguía gustoso la indicación.
Su trabajo nocturno lo encontraba más en su elemento. Algo de aventurero, de expuesto, de romántico, grato a su idiosincrasia, tenía aquel continuo peligro de burlar guardias y reírse de la ley.
En la noche ponía a prueba su conocimiento del terreno y sabía dar, guiado por las estrellas, con la picada acortadora de camino o con el monte protector.
Aparte de eso, el hombre, —flaco, hundido, de bigote y cejas abundosos y foscos,— no tenía muchas preocupaciones, como él bien lo expresaba.
Amaba su pequeña familia y cuando la caña le ponía activa la estropajosa lengua se envanecía de sus hazañas, las relataba con lujo de pormenores, cuidando, con exageradas precauciones, de sustituir la palabra tabaco por "artículo".
En sus soliloquios se interrogaba, se respondía, acentuando las frases con ademanes ampulosos.
—Y qué me decís, Manequifio?. . .
—Qué querés que te diga?.. . No, yo no sé quien traerá mejor artículo...
—A ver, a ver quién le pisa el poncho a Manequiño?.. .
—Ah, ah! usté quería artículo güeno, artículo garantido? ... Y a quién se lo v'a pedir!. . .
O su orgullosa paternidad reclamaba la presencia de su hija, a la cual elogiaba hiperbólicamente.
La chica se llamaba María, era endeble, rubiecita, con ojos claros.
Don Manequiño le gritaba con voz de trueno, que se volvía tierna:
—Venga la hija, venga con el tata... La linda Mariucha.. . La Mariucha, la hija 'el Mundo; donde pisa la Mariucha, tiembla la tierra!
La pequeñuela le tiraba el bigote, le obligaba a no seguir bebiendo o le traíe el mate que él sorbía incansablemente.
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El nuevo empleado inició sus funciones no sin cierta desolación.
Miraba aquellos campos inmensos, el camino solitario, que daba la idea de esas sendas abandonadas por donde no se va a pasar más nunca... Se le caían los brazos frente al "comercio" tan desurtido, ocurriéndosele que allí no sólo iba a aburrirse sino a morirse de hambre.
Dominándose, mintiéndose ilusiones, acomodó todo como mejor pudo, limpió, ordenó. Se fue orientando con respecto a las ventas, y se enteró del negocio de "los lechuzones", bastante lucrativo, ya que era fuerte la demanda de tabaco, yerba, café, dulces.. .
Visitó las estancias vecinas; vinieron algunos clientes.
Fue al pueblo a hacer surtido.
De vuelta tomaron un peón, compraron una carretilla, y el hombre aparentaba tomarle gusto y amor a su trabajo.
El llevaba los libros, vendía, cargaba o descargaba las mercaderías; maturrangueando a caballo recorría la clientela; hacía las compras.
Extendieron los negocios a frutos del país y hubo de aprender a enfardar lana y a envenenar cueros.
Penosas tareas que él llevaba a cabo con una dedicación y una bonhomía de muchacho dulce.
Con el trabajo y las preocupaciones se iba adaptando a esa vida simple; sólo sufría pequeños decaimientos secretos al caer de la tarde, en esa hora en que se ahonda la tristeza de los campos... en las noches sin sueño, pobladas de recuerdos de su tierruca, de nostalgias que se agudizaban entre las evocaciones ... Entonces, suspirando, se prometía un pronto retorno...
Don Manequiño continuaba con sus actividades contrabandistas. Una noche, mientras aguardaban dos carretas, que debían descargar rápidamente para evitar sorpresas, llegó herido nuestro hombre, acompañado por dos de sus secuaces.
—Mal gaucho, decía, lo que ha hecho es robarnos. Me v'a venir a mí con que defiende el fisco.. . Suerte todavía que no nos agarró a nosotros y pudimos salvar algo...
La herida no parecía de mucha importancia, pero habría que ir a buscar un médico al pueblo: él no podía andar más.
El español, que aparentaba una fría indiferencia para todo lo que no fuera su labor y a quien no era fácil atribuir gran sensibilidad, estuvo desconocido en aquellos momentos.
Con la llegada de don Manequiño sufrió todas las alternativas de los grandes sustos, pero tal estado psicológico que tenía un fondo de sincero dolor; pronto se transformó en entereza y en deseos de demostrar su afecto al patrón.
Con lágrimas en los ojos, "a lo que te criaste" él hizo la primera cura; después se necesitó elocuencia para demostrarle que el peón era el más indicado para ir de chasque, en busca del médico, pues él reclamaba el derecho de ir.
Mientras trataban de estancarle la sangre, Rodríguez, que había pedido un trago de caña, que se volvía trago y buche, narraba el hecho:
—Nos habíamos arreglao con el "segundo", porque siendo el cargamento grande era mejor pasar tranquilos. Y el otro comisario, hijo de p.. . también quería mojar.
No sé si olió la cosa... La custión fue que él no estaba en la seción y después apareció.. . Tuvo unas palabras con el segundo, éste nos mandó avisar; pero el milico de la comisión llegó tarde, cuando ya nos estaban meneando chumbo.
Hubiéramos tenido tiempo de disparar, pero a mí se me alborotó la Rodrigada y le hicimos la pata-ancha no-más..
Nos mataron el negro Timote, —tan güeno el finao!.. .— nos baliaron dos caballos, que los parió! —me jodieron a mí y nos agarraron una carreta con yerba y sal.. . La sal!... Yo digo siempre: la sal es una porquería y no se gana nada.. . Pesa como la gran pucha.. .
El doctor tarda dos días para venir. La herida, sin los convenientes cuidados, ha tomado mal carácter.
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El enfermo tiene fiebre y sufre mucho. No lo dejan beber y aquello parece lo aniquilara más.
Una noche despierta sobresaltado y llama alrededor de su lecho a sus deudos, al dependiente.
—Soñé fiero, me asusté.. . No es pa que ustedes también se asusten, pero es mejor que hablemos.
—Lo que usted necesita es tranquilidad, don Manequiño.
Su mujer menciona el doctor, y él:
—El doctor agarró pa chanchas moras!... qué sabe!... No me salió hablando 'e la bebida?.. . Me baliaron con caña a mí?!
Güeno, Jesús, nosotros tuavía no hemos arreglao nada...
—No se preocupe, bah; lo importante ahora es su salud.
—Las cosas deben hacerse bien y no hay que dejar escapar el tiempo... Vos has trabajao fuerte, te has portao y así q'en todo te podes considerar como socio mío... Si querés arreglar cuentas, si vos te pensás ir.. . Lo que sí, como amigo, yo te haría un pedido: que no nos dejes.
—Pero si yo no he pensado en nada.
—No, yo te digo porque vos ya sos un hombre, tenés tu capitalito, estás en edad de casarte.. . Si querés, si te gusta la muchacha, ahí tenes m'hija, la Mariucha; ya es una mujer y vos la conoces...
La muchacha se ruboriza y la señora, que en silencio oye a su marido, se va para la otra habitación con el pañuelo en los ojos.
Jesús, emocionado, solemne, balbucea:
—Gracias, gracias... y estrecha la mano del herido.
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De resultas de aquella malhadada herida, y cuando menos se creía, muere don Manequiño.
Un día la viuda, temiendo que su ex empleado pretenda alguna otra compañera, se atreve a hablarle de la promesa que se insinuó en la escena imborrable. Jesús, que consideraba un mandato sagrado el recordado ofrecimiento y estimaba un deber el cumplirlo, le manifestó que no había vuelto sobre el tema sino por cortedad, por delicadeza...
Mariucha lo miraba bien, lo quería.
Unido a la vida de la chica, habiendo vivido como dos hermanos, apenas fueron novios. El idilio lo vivieron después de casados.
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El gallego, como le llamaban antes, con un dejo un tanto despectivo, es ahora conocido por don Hermida. Ha influido en ello más su bondad que su situación.
El hombre, con su buen sentido para el comercio, se ha redondeado una fortuna y es dueño de campos y haciendas.
Manda construir una nueva casa, contribuye a que se edifique la escuela; habilita uno por aquí; ayuda a un muchacho con buenas disposiciones para estudiar, y tiene ganada la unánime simpatía del pago.
Vive tranquilo, feliz, con su mujer, quien le ha dado un casalcito de lindos chiquilines, pero siente un resquemor nostálgico en su alma.
Han pasado los años del esfuerzo continuo, de las luchas ásperas y vuelve la "murriña", que le apretaba el alma en los primeros tiempos, avivándole las saudosas remembranzas de la materna tierra.. .
El quiere eludir la insistencia melancólica de los recuerdos y se engaña:
—Me estoy quedando viejo... O atribuye su depresión a la falta de acción habitual.
Corren los años. El hijo estudia en la capital. La hija se casa, y con la falta de esa compañía querida, solo con su mujer, reanuda su trabajo interior el ansia obsedente de tornar a su tierra, a su patria.
Con las calladas evocaciones se le aparecen claras las cosas del pasado, las dulces visiones de la tierruca, los mínimos detalles de su infancia lejana. . . Pequeñeces, nimiedades que nacen nítidas entre las brumas de una lejanía sentimental que le es al tiempo grata y dolorosa...
Le cuesta una enormidad de diplomacia y de argumentaciones convencer a su compañera para que lo acompañe... Y el tacto que adopta es resultado de un explicable fenómeno psicológico: cuando está solo, para su sentir íntimo todo es hacedero y fácil, pero ante su mujer se complica el problema. El mismo se condena, considerando que al irse comete una ingratitud; que revela la dureza de su entraña no enternecida en los largos años inquietos y dolorosos, aunque llenos de compensaciones, que ha vivido en América.
Al fin consiguió arrancar a la patrona el asentimiento: lo acompañaría en el viaje y si bien, él, venciendo escrúpulos, hubiera preferido restar allá, debía conformarse sólo con dar un paseo.
La suerte no quiere que su mujer lo acompañe: una antigua dolencia la voltea. Y parece que la Mariucha muere contenta; la Mariucha, hecha ya una vieja, siempre en aquel mundo reducido, familiar, entre el invariable círculo del horizonte inmediato; humilde, simple, quizá sin otra ambición que la de reflejar en sus ojos claros, como última visión, el nativo paisaje... Se diría que la misma fuerza misteriosa que atraía a Jesús a través del océano, llamó a la pobre mujer al largo descanso en su tierra triste, sencilla y quizá por ello más querida.
El pobre Hermida se desesperaba, con la oscura angustia de haber precipitado su fin.
Ahora sí, bien solo, con el pensamiento de su tierra vuelto obsesión, miraba indiferente, desde la trastienda, el movimiento del comercio en plena prosperidad, recibiendo como por fórmula el pésame de los conocidos:
—Lo acompaño n'el sentimiento. .. Sintiendo el:
—Cómo teim pasado, o el:
—Ate ya, de los muchachitos aindiados que traen una lista con las indicaciones de las compras, y vuelven en sus petizos, con las maletas de lienzo azul o color café, hinchadas de fariña, de galleta, de porotos...
Luego de largos meditares y consideraciones se confesaba que no poseía un verdadero apego, ni sentía una concordancia sentimental con aquella gente inculta, casi primitiva, que lo rodeaba; con el ambiente aplastador, con el paisaje, con el campo triste, donde ritmos y cosas que morían sin ecos, sonaban a sollozo angustiado: el balar de las bestias, el chirriar de las carretas, el agudo grito de los horneros, el canto lamentable de los hombres.. . Se tenía que ir!
Sí, se iba; y un pensamiento resignado, pero hondamente triste, le completaba la idea:
—A vivir los últimos días en la patria, a morir donde naciera...
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Escribió a los hijos. Arregló todo en forma y casi de sopetón, como para que la gente de las cercanías no se enterase y lo incomodara con sus despedidas; saludó solo al gerente y los empleados.
La diligencia pasaba temprano.
La tarde antes había ido al cementerio donde descansaban su mujer y sus suegros. Se enterneció: en aquello no había pensado. Con la tristeza de las evocaciones le pareció todo menos triste. Y un pensamiento dormido le dijo desde el fondo del alma:
—Para qué te vas? ...
* * *
Ahora, desde el pesado vehículo, al pasar frente al cementerio medio se entreparó para mirar por última vez, ¡por última vez! aquel rincón de sus sagrados recuerdos.
Pasó por Montevideo, donde vio a los hijos que prometieron visitarlo muy pronto, y con un ansia, con una nerviosidad infantil, no sacó en todo el viaje los ojos del horizonte, como si temiera cometer un pecado al no ver, primero que nadie, la tierra querida.
Largo, incómodo el viaje, pero ahora vendrían las compensaciones. Un buen día, claro, alegre, avistaron Portugal, Lisboa, y al otro día desembarcaba en Villa García, a dos horas de su lugar.
Qué honda y compleja emoción la de ver las campiñas nativas verdegueantes, pintorescas, risueñas.. . Y, por qué se acordaba, precisamente ahora, de aquellos campos uruguayos, tristes, del camino solitario, del cementerio? ...
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Habían pasado más de cuarenta años y ahí estaba todo reconocible, como esperándolo: las sierras, el valle, la aldea apeñuscada alrededor de la pequeña iglesia de un gris amarillo, manchado de lunares de humedad. Las callejas mal empedradas, con hierba, donde pastaba un asno. Chiquillos sucios que jugaban en la tierra...
Se instaló en casa de un pariente lejano, quien le abrió los brazos al olor de sus pesos. Los viejos del lugar, —algunos lo recordaban,— venían curiosos a ver el indiano; el americano, decían otros.
Recibió la visita del cura, que le insinuó un pedido de dinero.
El, generoso, dio largamente para reconstruir la iglesia, para una escuela, para los pobres.. .
Entre los agasajos y sus humanitarias preocupaciones, entre las novedades y las charlas del villorio, pasaron los primeros meses.
Después el ambiente, las figuras, le fueron siendo habituales. Aquello se asentó, como un limo, en su alma, y de más del fondo empezaron a insinuarse, a brotar los recuerdos.
En las siestas silenciosas, tenía la visión de cuando sentado dormitaba en la trastienda de su casa de comercio, y veía los indiecitos que lo interrogaban:
—Cómo teim pasado? ...
Y soñó con el campo de "allá", tan igual, tan amplio, tan triste!.. .
Creía haber huido del dolor y resultaba que al dolor lo había traído consigo. Allá había tristeza, y aquí había tristeza, y frío de mezquino interés y de egoísmo.
En la tierra nueva era el hombre laborioso, bueno y querido, al que se recurría como a un patriarca. En la tierra vieja era un desconocido, envuelto en una leyenda de oro: un rico de América... Un hombre al que se podía explotar.. . Alcanzó a estar seis meses.
Un día inesperado llegó a casa de los hijos, en Montevideo.
Mientras se abrazaban:
—Viejo!... Y eso? .. .
—No sé cómo explicarte, no podía vivir allá; me vuelvo...
—Te quedás con nosotros, verdad?
—No, me vuelvo, allá! Y la voz rota de emoción:
—Allá, a quedarme... Ya me irán a ver ustedes.
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Y ahora, desde la diligencia traqueteante, mira los campos familiares, los cerros ondulados, el tajamar que él ayudó a hacer, los sauces llorones que él plantara, que vio crecer como a sus hijos.. . Allá, el cementerio!. . .
Tiene una sonrisa mirando las estancias a donde iba, maturrangueando, a ofrecer las mercaderías.
Era domingo cuando llegó a "las pagos", como él mismo amaba decir.
Siguiendo la costumbre, al llegar la diligencia salían a recibirla.
El gerente reconoció primero al patrón y mal repuesto de la sorpresa, le gritó, entre alegre y triunfante:
—Don Jesús! Y esa patria!...
—Y, y, no me hallaba.. .
—Tanto entusiasmo.. .
—Es así, reflexionaba el viajero.
Sin saberlo, nosotros, al dejarlas, perdemos nuestras patrias, y las perdemos porque venimos a traer nuestras almas y nuestros cuerpos para ayudar a hacer estas otras.
—Aquí me tienen...
Si, allí lo tenían: era el ejemplo.
Las filosofías sobraban.
Le fueron a preparar el mate.
Como era fiesta, las enramadas estaban llenas de caballos prolijamente aperados. La clientela rumorosa, bullanguera, que se había atropellado a las puertas del almacén y cambiaba comentarios, tuvo un alegre impulso colectivo de entusiasmo.
—Don Hermida! Don Hermida!
Un paisano inició la bienvenida espontánea:
—¡Viva don Hermida!, que todos corearon:
—¡¡Viva don Hermida!! Ya le traían el mate amargo. El hombre no pudo contestarles nada, con el pecho oprimido, con los ojos llenos de lágrimas. |