Brunelli tiene por costumbre trabajar en
una dulce penumbra que posiblemente da al modelo una poética suavidad de
tonos; por eso, cuando me presenta a la señorita Hilda Laponi, a quien
hace el retrato, y beso a ésta la cuidada mano, no me doy cuenta de
conocerla desde hace tiempo, de verla en el cine, en fiestas, en
reuniones.
Entro del jardín dorado de sol, y necesito tiempo para que la retina se
habitúe al cambio de luz.
Me siento en un rincón tratando de no incomodar al artista que labora y
paso en revista el familiar estudio abovedado, con áticas columnas
elegantes, que recuerda las características "botteghe" de los maestros
florentinos del quinientos.
Observo: paisajes, figuras, dibujos, la bella obra múltiple de mi amigo,
espiritual, complejo y fino, quien, como sus colegas del Renacimiento,
es pintor, poeta y filósofo.
Me encuentro a gusto en esta quietud profunda y fecunda, junto a los
libros cordiales que desbordan de las bibliotecas e inundan sillas y
mesas, y con los ojos entrecerrados me deleito en admirar la modelo, que
es también una bella cosa.
Es una interesante y extraña mujer rubia, y digo mujer, pese a cierto
aire de colegiala que le resta de sus diez y ocho años salvados de un
salto con el desarrollo audaz de sus senos duros y sus caderas bien ,
dibujadas.
Es pálida, con palidez de amarillo de Nápoles; su boca grande y húmeda
tiene el color y el brillo de ciertas rojas lacas japonesas; pero lo que
es realmente extraordinario son los ojos. Los ojos, toda una cosa con
las cejas finas, las pestañas soñadoras, con el color de aguas
transparentes y cambiantes de los iris.
Aquí reside el encanto misterioso de esta fémina que llamé extraña. Un
no sé qué de sueño y de voluptuosidad vela sus ojos, vistos como tras
una asordinada dulzura de azules o de violetas, y por ello, o quizá por
qué razón fisiológica, esta mujer nos sorprende uno u otro día con sus
ojos color de olivo, de límpido celeste, de azul violáceo, de verde
dorado.
• • •
Brunelli me lo insinúa mientras se queja
de los ojos traidores, engañándolo siempre, y para los cuales no
encuentra la justa esfumatura en su paleta.
—No renuncio, declara mientras abandona los pinceles, sino que insisto
estudiándole los ojos.
Y clava la mirada en la señorita en quien creo notar esa fulmínea
turbación que oscurece la retina como si un humo tembloroso y fugaz
subiera de un interno fuego.
Llega Candía, infaltable compañero de las reuniones del estudio, e
instado a leer nos acomodamos en la chaise-longue, en las sillas,
para escucharlo.
Brunelli está junto a Hilda; el lector
cerca de la ventana; yo, más lejos, saboreo mi cigarrillo.
La voz del lector.
Un silencio atento.
La señorita, para compenetrarse más de la lírica que desenvuelve su
gracia poética y rítmica, cierra los ojos.
Brunelli, con un acento cálido, bajo y suplicante, le ruega:
—Por caridad, míreme en los ojos...
• • •
Cuando ella se va, le digo al pintor:
—Esa mujer está enamorada de ti.
—No, me contesta convencido.
—Eres tú la víctima?
—Tampoco. Cuando ella quiere, doy libertad a la bestia que, por otra
parte, es una bestia civilizada, apta a no excederse, a andar con
tiento, apropiada para una señorita en busca de marido y para un hombre
un tanto viejo, con mujer e hijos...
Yo no debía hacer con esta muchacha lo que hago, ni ella tampoco debía
permitirlo, ya que, aunque sea en teoría, nada ignora, y sabe bien cuál
resorte vulgar me mueve a acariciarle los brazos, los senos o las
piernas, a aspirarle el olor de su cabello y de su cuerpo, a estrecharle
la mano con un sensualismo ingenuo y vicioso...
Y cuando no lo hago, ella, como impensadamente, se me aproxima, y su
mano cauta busca la mía.
Tú comprenderás, yo no quería conformarme
con eso: estando solos, intenté hablarla, insinuarme, y me contestó con
una frialdad y una sorpresa tan perfectas que a mí que, sin ser un don
Juan, conozco bastante a las mujeres, me dejó helado y desorientado.
—Táctica errada.
—Sí, será preciso no hablar, me dije. Y, sin palabras, otra vez la
abracé e intenté besarla.
No he visto nunca gesto más duro y despectivo, mirada de mujer más
ofendida que la suya en aquel momento.
Pensé: la he hecho gruesa...
Al otro día, en un rincón de mi estudio lleno de gente, se me abandonaba
lánguidamente en los brazos y reclinaba en mi hombro su cabeza
enigmática.
—Hombre, querría el privilegio de las iniciativas ...
—Es un ser refinado, artificialmente vicioso, con un maravilloso control
de sus nervios y de sus instintos.
Mientras sus favores no exceden de la epidermis, cuando a ello la
impulsa cualquier inclinación —simpatía, atracción sensual, admiración—
se deja deslizar por el plano inclinado, pero con la mano en el freno
automático; con todos los nervios, menos uno, desmayados de
voluptuosidad, y ese único sobreviviente a la divina fuerza de la
naturaleza no falla, o hasta ahora no ha fallado nunca.
Cuando la boca perfumada y florida del precipicio se abre bajo sus
plantas, ella frena y detiene el galope loco de los potros del instinto.
—Admirable animalito!
—Ante sus ojos estuve más de una vez por enamorarme, pero cuando sus
mismos ojos fríos e indiferentes me revelan su naturaleza ordenada como
una máquina, tiemblo por sus víctimas.
Estas mujeres son quienes hacen inventar a los hombres fantásticas
conquistas.
Cuando descubrimos un amigo con el brazo en la cintura de una mujer,
creemos en la aventura, y él, en general, no la niega.
No tiene el valor de declarar que abrazaba la bestia, la bestia con
bozal y cinturón de castidad.
Porque cuando una mujer ama y se deja amar con el alma y con el cuerpo,
y cumple su humana misión, dignifica la bestia y pone el halo del
espíritu a la carne. Si el alma permanece ausente de esa función
material que es el amor, entonces la bestia no tiene salvación...
• • •
(Más tarde).
—La señora Hilda Laponi de Ferrari.
—Nos conocemos, tengo el honor...
• • •
_?
—Le sacó el bozal a la bestia: ahora hay editor responsable.
Y es mi amante, sonríe Brunelli.
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