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La inglesa arqueológica y sentimental
Adolfo Montiel Ballesteros

Que algunas de las hijas de Albión sean secas y apergaminadas no es causa para que se las considere frías e insensibles; yo tengo mis razones para afirmar lo contrario.

Supongo que ellas, conociéndose, como se deben conocer, al elegir la península para sus lunas de miel y sus residencias matrimoniales deben contar con el perfume de estos jardines, con los tibios claros de luna con canzonetta y mandolino, con el efecto del ozono y de este sol vital que llena sus funciones a las mil maravillas.

No voy a referir leyendas de Venecia o picantes escenas de Bocaccio; mi narración es más modesta y lo suficientemente real para no ser puesta en duda.

A la inglesita de mi cuento, Miss Eva Goold, la tuve de compañera mientras el coche trabajoso ascendía el camino que desde Poggibonsi conduce a San Gimignano.

La arqueología y el sentimentalismo la desinglesaban hasta el punto de hacerla conversadora, y yo, latino "bavard", en creciente enamoramiento del paisaje pálido, oí de sus labios lineales el elogio justo.

Subrayaba:

—Bien dicho es eso de que el paisaje modela las almas... No ve usted Florencia con esa finura de las dulces colinas y las montañas simples, en una gama que va del celeste del agua al lapislázuli, y esos aterciopelados cipreses con alma y esas nieblas musicales!...

La tierra senese es aún más fina: hay una aristocracia severa en la serenidad armoniosa de esta campaña ...

Realmente era todo suave. Los tonos delicados, los declives sin aspereza, hasta el mismo color de verdes con amarillo de Ñapóles y con oros muertos en los follajes que se marchitaban.

Seguimos ascendiendo. Mirando el valle pintaba Cezanne, metía sus azules ricos, gozaba prodigando el aéreo plata ceniza de los olivares...

Y ya los muros rojos y ocre y las torres gloriosas que sobre el cielo semejaban enormes trompetas cantando una belleza eterna, nos zambulleron en pleno mar erudito e histórico.

Oí con cuanta pasión se expresaba Miss Eva sobre el estilo de los palacios y sobre los amores de la época...

Y mientras yo destinaba horas profundas a Barna, al Sodoma y a Benozzo Gozzoli, admirando los frescos minuciosos, expresivos y brillantes, mi amiga, —ya éramos camaradas,— luchaba con el pozo de mármol y con la puerta de San Mateo trasladándolos a su industriosa y tenaz acuarela.

Por la noche nos encontramos en el hotel; me invitó a pasear por las viejas calles evocativas, en la magnífica atmósfera de un trescientos redivivo.

No pude acompañarla.

Al lamentarlo me susurró confidencial:

—Tenía que revelarle algo...

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A la otra mañana partí solo, dejando una tarjeta a mi compañera de viaje.

Continuando mi gira, viendo lagartijas e inglesas entre las ruinas de Roma, en las murallas de Viterbo, en los restos de Pompeya, pensaba en Miss Eva con su entusiasmo, con sus conocimientos histórico-sentimentales y su caja de pinturas.

Por cierto, la eché de menos en la casa de Livia, en los palacios de los emperadores sibaritas y sensuales, en los gineceos señalados con el dedo simbólico de las calles de Pompeya.

Ella me hubiera revelado tanto misterio!

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Años más tarde peregrinaba por la isla de oro, por la Sícula antigua.

Heme en Taormina gozando el panorama estupendo, entre ruinas romanas y recuerdos griegos y ese mar de Jonia tan azul y ese Etna decorativo, tan blanco.

Una mañana de viento caminaba al azar cuando descubro, volando hacia mí, una especie de enorme mariposa.

Era un sombrero femenino lleno de tules.

Lo atrapé, y cuando quise descubrir su dueña, agitada, despeinada, detrás de unas columnas apareció, pinceles en mano, Miss Eva.

—Ooooh!!

Nos dimos un dilatado apretón de manos.

Charlamos.

Era la misma. .

Quizá sabía un poco menos de italiano.

La acompañé, y nos hicimos inseparables.

Se cambió a mi hotel; me repitió como quinientas veces el número de su estancia.

Los turistas decían que nosotros despertábamos el sol y provocábamos los crepúsculos, tanto andábamos juntos a esas horas.

Miss Eva me conducía a los rincones más apartados, abruptos y salvajes.

Y vibraba con mis lecturas de Teócrito bucólico, o con la de los amores pastorales de Dafne y Cloe.

Ella anhelaba ser griega: danzar con los pies desnudos, colgar en un árbol sagrado sus votos a Pan. .. Y me rogaba que aprendiésemos a tocar la siringa.

Exaltada, hablaba de los pastores, de las ninfas y de los faunos.

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Yo, por aquel tiempo, aun continuaba con una idea bastante lugar común sobre el temperamento de las misses.
 

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Finaba abril.

Se habló de marcharnos.

Miss Eva —que se escotaba con creciente furor e insistía en querer ser griega, cuatro siglos antes de Cristo— un día, frente al mar maravilloso, al Etna severo y a un dorado crepúsculo de sueño, me confesó:

—Io, qui, perder volentieri mie fiore d'arancio...

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Miss Eva era un tanto vieja.

Y yo no la entendí bien, porque las inglesas, al hablar, confunden, en los verbos, el presente con el pasado...

Adolfo Montiel Ballesteros - Selección de cuentos
Biblioteca Artigas
Colección de Clásicos Uruguayos - año 1970

Digitalizado por el editor de Letras-Uruguay

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