El nido de Benteveos
Cuento de Adolfo Montiel Ballesteros

Junto a mi humilde rancho de veraneo, como si al regalo del sol y del cielo y a la abierta visión de! mar azul, aún debiera agregarse más belleza, se alza un sonoro bosquecillo de eucaliptos, donde canta el viento y pulula una colonia de aves.

No son tales árboles —de tan esbelta gracia y tan tónica influencia— los más apropiados para el refugio de los pájaros, pero éstos, por escasez de más adecuados reparos deben haber hecho de la necesidad razón y —algunos— se han decidido a habitarlos.

Torcazas arrulladoras y pirinchos alborotantes han sido sus Inquilinos gratis y fugaces y, más tarde, sin temor a los efluvios de sus perfumes acres y penetrantes y al vaivén de sus ramas flexibles y rumorosas, resolvió Instalarse en uno de los ejemplares jóvenes—aunque altísimo—una pareja de simpáticos e inquietos benteveos.

Mi ciencia ornitológica posee tan corto alcance de ignorar la edad de mis vecinos y de si son o no —como me lo supongo— una pareja de recién casados.

Dan la impresión de avenirse muy bien, no separándose el uno del otro o tan sólo para, alborozados e incansables, saludarse y gritarse estrepitosamente las incomprensibles frases de su idioma.

Los veo cuando, tras la elección de la horqueta que les servirá de sostén acarrean pasto seco y lanitas, pelusa de flores de "junquillos" y hasta algún retazo de tela, lo que termina por formar una destartalada y despeinada mansión aérea, que supongo deja plenamente satisfechos a sus propietarios.

No muy lejos de tal construcción, sobre la columna de cemento del cable de la luz eléctrica, aprovechando el barro que han formado repetidas lluvias, con el mismo fin, ha estado trabajando un matrimonio de horneros. Han construido su casa, perfecta en el género, pero como es posible que en el mundo alado no exista la envidia, esto no quita la felicidad a la primer familia. No la preocupa tampoco que el churrinche haya escondido su hogar en la armazón rústica que sostiene un arbolito nuevo; que la ratonera ocupe un rincón del rancho, bajo una de las canaletas de desagüe; ni que los gorriones, que realizan sus ruidosas asambleas vespertinas en las altas ramas, se apropien de los caños del agua y nos los atiborren con sus motetes de pasto seco.

Ese pequeño y pintoresco mundo, donde no falta el nostálgico y lírico chingolo, y este otra más cercano de la tierra, de los yuyos, las flores, las hormigas, los grillos, las mariposas y los escarabajos, marcha —a mi parecer— a las mil maravillas, ofreciéndonos su encanto y su variedad idílica infinita.

Pero la paz para todas estas criaturas de buena voluntad debía ser rota por nuestra especie turbulenta y agresiva.

No se presentó aquí en la forma feroz de los cazadores monstruosos que, terrible y brutalmente armados, atentan hasta contra la inocente existencia de la más diminuta de las avecillas, sino en la figura de dos cachorros de hombre, que ya, nacidos ayer, andaban aguzando las uñas y afilando los dientes para las cruentas contiendas.

Dos pergenios del barrio, de cinco y siete años, aburridos de la persecución a pie limpio de la improvisada pelota de fútbol y de remontar la cometa precaria, extendieron sus exploraciones y sus Incursiones a "mis" árboles, de donde, con sus piedras y con sus hondas. Intentaron desalojar a mis vecinos.

Prédica elocuente y tenaz y hasta alguna amenaza me costó el hacerlos desistir de las vandálicas campañas, que sólo se aplacaron cuando les surgió otro mal no menos funesto, consistente en el concepto de propiedad y el afán de lucro.

Aquéllas nos les aprovechaban ni poco ni mucho, pero eran "suyas’’, y éstos se reducían a algún macachín, alguna tutía y contados higos higos de una vieja higuera y unos perales medio salvajes de una antigua heredad abandonada.

Entre tanto los pequeños forajidos habían descubierto el nido de benteveos, habían vigilado las maniobras de las aves y habían proyectado el reparto de la prole futura.

Ni el matrimonio emplumado ni yo sabíamos nada y por mi parte sólo notaba el asiduo merodeo de los chiquilines, que continuamente traían sus juegos al bosquecillo vecino.

Hasta que una mañana, calculando los acaparadores en agraz que los hijos de los benteveos debían estar creciditos, como para pronto emprender el vuelo, se vinieron decididos a recoger el fruto de su previsión y de paciencia, como de su prepotente voluntad de depredación.

Yo tomaba mi amargo mate matinal cuando ellos llegaron, armados de un tramperito y una cuerda.

Fingían no verme y combinaban en secreto su plan de acción.

Yo los observaba con el rabo del ojo.

Los pequeños calcularon la altura del árbol y enrollándose el mayor de ellos la cuerda a la cintura se abrazó al tronco y, ayudado por su compinche, empezó a encaramarse.

El asunto marchaba sobre rieles mientras el que aún estaba en tierra lo ayudaba y lo empujaba, pero cuando los brazos del colaborador no dieron para más, se detuvo la ascensión.

Con esfuerzos inauditos consiguió el que hacía punta, avanzar como medio metro abrazado al fuste resbaladizo, dando lugar a que el otro lo imitara, pero a los cinco minutos todo lo que podían hacer, y eso mismo trabajosamente, era mantenerse en la altura a la cual habían conseguido llegar.

—Atá la piola, recomendó el más chico al comprender que no llegarían nunca al codiciado nido y el hermano obedeció no sin vencer arduas dificultades.

Unos instantes más tarde ni las piernecitas ni los bracitos les respondían y tuvieron que aflojar la flexión y deslizarse al suelo.

Conferenciaron de nuevo y ahora fue el más pequeño el que subió unos metros, consiguiendo sostenerse y además hamacarse al ritmo de los tirones furiosos que con la cuerda hacía su hermano desde tierra, llegando a la finalidad que se habían propuesto, que consistía en agitar todo lo posible el árbol para hacer caer los pichones.

Del desarrollo de la ofensiva se deducía que iban a tener éxito y entonces intervine, pidiéndoles que desistiesen del despiadado propósito.

No hubieron argumentos convincentes posibles.

Les hablé del bien, de las pobrecitas aves que no les hacían mal ninguno, de aquella verdadera familia de pájaros con una madre, un padre y su hljlto, que ellos querían robar inútilmente, sin ningún provecho, dado que tales ejemplares no se comían ni cantaban.

—¿Para qué los quieren?

—Para lindo.

—Es que lo hermoso es que vivan en libertad.

—En casa también van a estar así. —Pero encerrados. Lo que no es lo mismo.

Tuve que enmudecer mi inútil discurso. Entre tanto los demonios conseguían sacudir el follaje del árbol, agitar su tronco y hacer temblar, por lo consiguiente, la aérea mansión.

Padre y madre benteveos volaban inquietos, piaban, chillaban:

—¡Bicho feo! ¡Bicho feo! ¡Bicho feo!

Se iban, desesperados. Volvían en rápidos vuelos.

Hasta que sucedió lo que tenía que suceder, el pequeño de los benteveos se asomó al borde del nido, agitó sus alas inexperientes, aunque ya emplumadas, y no pudiendo mantenerse en aquel vaivén, se precipitó al vacío.

Los chiquilines levantaron las manos al cielo.

El pajarillo planeó, describió una parábola y, para su suerte y mi tranquilidad, salvando el cerco que me separa del predio vecino, cayó en mi terrenito.

Me apropié inmediatamente de la pieza y comenzó con los dos arrapiezos un sabroso y pintoresco diálogo:

—¡Déme el pájaro!

—El pájaro me pertenece.

—No, señor. ¿Por qué?

—Porque cayó en mi terreno.

—Sí; pero era de nosotros, porque lo estábamos cuidando hace tiempo y el que lo ve primero es el dueño.

—En cuanto a descubrirlo, yo que soy más grande, por eso mismo, lo vi antes.

—Usted es más grande, pero es uno solo. ¡Nosotros somos dos!

—Bueno, acabemos, jóvenes. Les hago una proposición transaccional, esto es, de arreglo: les compro el pájaro.

¿Cuánto nos da?

—Cinco centésimos para cada uno.

Hubo otro conciliábulo a media voz y —con un gesto— aprobaron el negocio.

Les pagué y se fueron.

En fin, creí haber realizado una buena acción y confié alejar a los pergenios, lo menos por un buen año.

Los señores benteveos, por más que se llevaban muy bien, es de imaginar que no reharían su casa —bastante desmantelada— hasta la próxima primavera.

Coloqué el pichón en una jaula, dejándole la puerta abierta para que los padres pudieran alimentarlo y el benteveíto se mandase a mudar cuando se le antojara o le conviniera y con la conciencia tranquila y confiado en el porvenir, dejé llegar las nuevas horas... no contando con las sorpresivas consecuencias que derivarían de ral acción...

Días más tarde mis dos amigos me saludaron desde el portonclto del rancho:

—Buen día, don...

—|Hola, compañeros! ¿Qué se les ocurre?

—Venimos a venderle esto.

—¿Qué?

—¿No ve?

Los arrapiezos traían alados de una pata dos sendos sapos horribles, gris-verdosos, con sus ojos saltones y su garganta palpitante.

Contuve la risa.

—¿Y para qué quiero eso?

—Y, como a usted le gustan todos los bichos...

¿Y cuánto quieren?

—Un real por cada uno.

—No. No hacemos negocio.

El mayor de los comerciantes reaccionó amenazadoramente:

—¡Entonces los mataremos a ''piedradas"!, y ya buscó los mortíferos proyectiles.

Volví a transar.

Les ofrecí un vintén por cada sapo y se realizó la operación.

Ahora, cada dos o tres días, mis proveedores golpean las manos.

—Don...

Y llegan con nueva mercadería... Posiblemente con los mismos sapos que ya he tenido que pagar varias veces.

Cuento de Adolfo Montiel Ballesteros

Publicado, originalmente, en: Suplemento dominical de El Día Año XI Nº 480 Montevideo, 29 de marzo de 1942

Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación

Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)

 

Ver, además:

 

                     Adolfo Montiel Ballesteros en Letras Uruguay

Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce
   

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