Don José de Buschental |
I El gran señor Fue un curioso personaje don José de Buschental: gran señor, dilettante, político, un si es no es diplomático; con vinculaciones en Madrid, en Saint James, en las Tullerías, en San Cristóbal; gran camarada de Lord Palmerston; gran Cruz y diputado a Cortes en España; privado del emperador del Brasil; ciudadano universal con carta en ambos continentes; banquero un poco trashumante; fue todo eso, y, además, hombre de empresa y de fuerte garra. Aquí se le conoció de cerca el año 49, cuando ya había tenido larga historia en la corte imperial como hacendista de gabinete y fautor de opulentos negociados que le valieron una quiebra ruidosa, rescatada luego desde Europa al treinta por ciento. Había pasado ya por las cortes europeas como un rutilante Nabab, acompañado de su consorte, la hija del Barón de Sorocaba, la bellísima Mariquita Buschental, a quien la crónica escandalosa del Imperio atribuye origen augusto. Ciudadano español bajo el reinado de Isabel II, la reina le dio con su diploma de diputado la gran Cruz de Carlos III. Su talento de financista y su imaginación pródiga en recursos para colocar empréstitos, le habían hecho don preciso de gobiernos y gabinetes, y los banqueros y políticos del Brasil, España, Portugal, Francia e Inglaterra lo mimaban y lo colmaban de dones. Vinculado a la generación romántica española; íntimo de Olózaga, Escosura y Salamanca; Narváez le había expulsado de España, y fue durante el destierro, en París, que el mercado del Río de la Plata se presentó a su imaginación romancesca como un remoto El Dorado. Allí conoció al agente diplomático del Uruguay, doctor Ellauri, y con éste contrató un empréstito para la República, un poco fabuloso al fin, luego de inclinar el espíritu de Lord Palmerston a mirar con benevolencia las cosas del Uruguay y dar la voz de orden a los banqueros ingleses. En Enero de 1849 la “Antoinette” condujo a Buschental a Montevideo en procura de la ratificación del empréstito. La ciudad, agotada por seis años de asedio y abandonada a sus propias fuerzas, parecía próxima a sucumbir bajo los cañones de Rosas y la acción de la diplomacia de las potencias interventoras. “La alarma es inmensa y la postración mayor”, escribía con profundo desaliento el ministro de Relaciones Exteriores de la Defensa, don Manuel Herrera y Obes, a don Andrés Lamas, representante diplomático de la República ante el Emperador, urgiendo la obtención de recursos para sostener la guerra. Con Buschental llegó a Montevideo una racha de esperanza: el empréstito podía ser la salvación de la República. “Usted no puede tener idea de la impresión que la noticia causó; fué admirable”; decía el mismo Herrera y Obes a Lamas refiriéndose a aquel empréstito, que él juzgaba sin embargo fantástico. La causa de Montevideo se sentía salvada; pero Buschental traía también en sus maletas secretas credenciales diplomáticas y con su colega, el Barón de Mauá, iniciaron aquella política financiera del “torniquete”, poderoso y decisivo auxiliar de la sutil diplomacia de San Cristóbal, que poco a poco había de obligar a la República a suscribir los tratados del 51. Buschental regresó en seguida al Janeiro; pero volvió más tarde acompañado esta vez de su esposa, la más hermosa mujer que nos haya enviado el trópico. La graciosa ciudad había conquistado la imaginación de aquel gran señor aventurero, que quiso completar sus principescas residencias de la montaña suiza, de la Cote d’Azur y de los fantásticos cerros tropicales, con un pequeño alcázar platense. Entonces afincó don José en Montevideo y creó su señorial mansión del Miguelete, un breve condado de setenta hectáreas, donde construyó un delicioso “manoir” de estilo renacimiento, sobre la loma, y una granja suiza, sobre el río, y los rodeó de maravillosos jardines, parques y bosques. Buschental hizo de aquella posesión un retiro encantado. El Miguelete fue canalizado y sobre el cauce se tendieron pequeños puentes de arquería; se construyeron lagos artificiales y hermosas piscinas con juegos de agua donde se reprodujeron exóticos peces traídos del trópico, de la India y del lejano Japón; los parques se poblaron de las más raras especies de árboles de las cinco partes del mundo; los invernaderos, húmedos y cálidos, se llenaron de plantas tropicales y flores fabulosas: grandes cactus velludos de membranosos miembros en cuyos extremos florecían fantásticas orquídeas, begonias de afelpadas e irisadas hojas, calagualas y helechos gigantes, familias desconocidas de Madagascar, del Indostán, de Borneo, de Malaca, de los más remotos países. En el patio de la granja, especie de plaza de armas cerrada por altas verjas de hierro, la fantasía exótica de Buschental creó un pequeño jardín zoológico con fieras menores: alegres y revoltosos simios, osos hormigueros de largos hocicos, aves de plumajes multicolores, cobras y pitones de las selvas del Brasil. Las grises mansardas del “manoir” y los rojos techos de la granja en pocos años se envolvieron en la fronda de los bosques y de las alamedas. Las gentes sencillas se detenían en aquella época detrás de las forjadas rejas del portón principal, flanqueado por pilares sobre los cuales reposaban estatuas esculpidas en mármol, para admirar las riquezas acumuladas por aquel gran señor que a veces recorría el parque precedido de criados y grooms que conducían perros atraillados, y otras trasponía el portón en el gran “landeau” con sopandas y lacayo galoneado, o guiando desde el alto asiento de su “faetón”, la doble yunta atalajada a la Daumont. II Cabeza a pájaros Buschental hizo de su quinta del Miguelete un refugio de artista y una mansión de magnate. Su esposa, aquella hermosísima Mariquita Buschental cuyo ocaso melancólico y solitario contrasta con el brillo de su largo reinado, pudo trasplantar al Río de la Plata los saraos, festines, conciertos, cabalgatas y partidas de caza, con que entretuvo sus ocios la elegante sociedad de diplomáticos, políticos, banqueros, periodistas y hombres de mundo que Buschental reunió siempre en sus salones. Reina y señora de la belleza, de la fortuna y del buen tono, pudo allí recordar su rutilante pasaje por las cortes de Europa, y su aparición deslumbradora en los salones de la condesa de Montijo, en Madrid, cuando el palacio de la Plaza del Ángel era centro de la aristocracia de la sangre y del talento madrileños; el triunfo de su belleza en Londres, en París, en la corte imperial de Río de Janeiro, donde las más linajudas damas le rindieron vasallaje. Sus caprichos de princesa, sus locas imaginaciones, sus deliciosas quimeras, sus galanteos y fantasías pudieron ser renovados a orillas del Miguelete, en el fantástico alcázar platense, como realización de su alegre y audaz divisa. Aquella divisa había sido proclamada por Mariquita la noche en que por primera vez apareció en el salón de la de Montijo. Su resplandeciente belleza había hecho palidecer de ira a la condesa de Tebas, futura emperatriz de Francia, y a la duquesa de Alba, las más hermosas mujeres de la corte de Madrid. Vestía en esa ocasión un regio traje oriental recamado de joyas; del extremo de los pequeños rizos que rodeaban su cabeza pendían, como una animada aureola, minúsculos colibríes de brillantes colores; y ante la corte de adoradores que le rendían pleito homenaje y admiraban aquel fantástico tocado, había dicho alegremente: “Es mi divisa: “cabeza a pájaros”. “Cabeza a pájaros”, esa fue la divisa de Mariquita y un poco también la de Buschental. Las arcas del banquero desafiaron la prodigalidad de lujo, de opulencia y de imaginación de su consorte; pero en Buschental había además una fuerte cabeza de hombre de negocios. Junto al gran señor, vigilaba el banquero y el empresario. La belleza de los parques del “Buen Retiro” no le impidió levantar junto a ellos un gran molino mecánico para moler trigo, y pidió entonces por primera vez en el país, a la máquina de vapor, la fuerza que no habían podido arrebatar a los aires en cantidad suficiente las aspas de los molinos de viento. Estableció, además, una cabaña para criar animales de “pedigree” y trajo los primeros ejemplares de la raza Durham, con lo que abrió nuevos horizontes a la ganadería nacional. Más tarde, en 1862, soñó en dotar a la ciudad de un gran hotel de tipo europeo, y en breves meses hizo trazar los planos en Londres y construyó el severo y elegante edificio del Hotel Oriental que hoy todavía resiste la comparación con la opulencia barroca de los modernos hoteles. Compró luego seis suertes de estancia en el Rincón de Solsona, en la barra del río Santa Lucía y San José, las cercó con alambre, cosa desconocida hasta entonces en el país, y fundó en esas tierras la estancia “ La Trinidad ”. Levantó hermosas construcciones, plantó grandes bosques, pobló las praderas de ganado de sangre, e hizo de aquella posesión un establecimiento modelo. Para llegar cómodamente a él, construyó una balsa a vapor sobre el río Santa Lucía, y propuso al Cuerpo Legislativo la canalización de los dos grandes ríos y la construcción de un ferrocarril de Santa Lucía a Nueva Palmira. Planteó en seguida otro establecimiento análogo en Paysandú, al que llamó “San Javier”, y pobló sus praderas con ovejas merinas y ganado mayor Durham. Adquirió por fin un vapor, al que dio el mismo nombre de su establecimiento, y con él navegó el río Uruguay. Entre tanto, el general Urquiza había cultivado su amistad, y cuando estalló la guerra contra la provincia de Buenos Aires, le hizo su agente político y financiero. Conquistó la confianza de los doctores Derqui y Vélez Sarsfield, y no resultó estéril el cuarto a espadas que echó en la política platense. Cuando se restableció la paz, se asoció al Ingeniero Wilrtroat, que en aquella época proyectaba el trazado del ferrocarril trasandino. A pesar de su edad y de sus achaques, quiso estudiar personalmente el país y el trazado, y para ello atravesó la pampa, cruzó la cordillera a lomo de muía por Uspallata y Juncal, y llegó hasta la capital de Chile. Regresó luego a Montevideo; pero, reveses de fortuna y pesares domésticos lo alejaron del Río de la Plata. III La última visita Huésped de paso en sus últimos años, el “Buen Retiro” permaneció callado y solitario durante mucho tiempo. En 1870, ya viejo y cansado, Buschental llegó hasta allí; por última vez el “landeau” que lo conducía se detuvo ante las puertas de su palacio. El gran señor quería despedirse de sus tierras platenses, de los maravillosos parques y jardines que él hizo brotar de la campiña primitiva. El tiempo transcurrido había patinado los muros del silencioso “manoir”. Los árboles, ya añosos, prodigaban su sombra al anciano. Debajo de ellos, por las largas alamedas, los solitarios parques y las perdidas sendas, discurrió Buschental por última vez para evocar dulces y melancólicos recuerdos y acallar con ellos dolorosos pensamientos. Un poco encorvado ya, el rostro cuidadosamente rasurado, la plateada cabellera cubierta por el sombrero de copa de anchas alas, el cuello envuelto por el negro corbatín, la levita ceñida al talle, las manos calzadas con guantes grises de piel de Suecia, la diestra empuñando el junco con puño de marfil, conservaba intacta la noble distinción que le hacía asemejarse a los grandes señores ingleses que pintó Raeburn. Poco después de partir, ese mismo año 1870, llegó la noticia de que Buschental había muerto en Londres. Con la ausencia y la muerte, la señorial posesión se arruinó: los parques desaparecían, el palacio y la granja se desplomaban, los invernáculos se destruían, los puentecillos se derrumbaban, el embarcadero, quebrantados los tramos de la escalera de piedra, se hundía en las aguas muertas. El Estado salvó, al fin, la señorial mansión y la transformó en el riente paseo público que hoy se llama El Prado, acaso el más hermoso parque de la América del Sur. En el ha quedado el recuerdo de su antiguo dueño; el gran señor aparece hoy en la imaginación de los viejos que le conocieron y en la de los jóvenes que conservan la tradición paterna, como un Nabab llegado del trópico, con algo de Nemrod y más de Simbad el Marino, que con su varita mágica hizo brotar de la tierra estéril: palacios, castillos, fábricas, granjas, lagos, parques, jardines, bosques y pobló éstos de maravillosas flores y fabulosos animales. En su antiguo señorío, convertido hoy en paseo público, tiene su pequeño monumento. La cabeza de bronce de Buschental emerge de un macizo de flores, sostenida por un breve pedestal de piedra, rodeada de robles, laureles, pinos y sicomoros que le prestan abrigo. Falta allí la imagen de Mariquita, la hermosa castellana, cuya sombra parece discurrir por las sendas enarenadas del que fue un día su encantado alcázar. |
Crónica de Raúl Montero Bustamante
Publicado, originalmente, en: Raúl Montero Bustamante Ensayos - Período romántico
Editó Palacio del libro - Imprimió Arduino Hnos
Montevideo 1928
Link del texto: https://anaforas.fic.edu.uy/jspui/handle/123456789/56320
Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación
Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)
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Raúl Montero Bustamante en Letras Uruguay
Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce
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