Venusina
Jaime Monestier

Nunca olvidaré aquel año de penurias; aunque también el más feliz, el de mi segundo nacimiento.

Vivía en Buenos Aires sin trabajar, alegremente, pero un escandaloso atraso en el pago del alquiler, más un suntuoso monto de deudas por juego, librerías y sastrería me llevaron a tomar una decisión de la que nunca me arrepentiré.

¿Puede cambiarse algo más importante que la identidad? Ser otro, dejar de ser y renacer: esa fue mi opción.

La gota que colmó mi cáliz fue una llamada del gerente del banco. Me comunicó sin cortesía ni preámbulo la cancelación de mis tarjetas de crédito y de mi cuenta en la red de cajeros automáticos. ¿Qué hacer sin mi identidad económica? No digo que fuera la muerte civil, pero me hallé a un paso de ella.

Mi último lote de compras había sido un traje de casimir inglés, un sobretodo color fucsia, tres pares de calzado italiano, un bastón con puño de marfil y anilla de oro y una boquilla de espuma de mar. El sastre y el anticuario condescendieron en esperarme unos días; pero me dejé estar, y a la semana se desplomó mi sistema de crédito: quedé a la intemperie. Ya no podría practicar mi deporte favorito: denunciar el hurto de la tarjeta y salir de compras a tierra arrasada.

Los acreedores comenzaron a asediarme. Jacobo Zukary fue el más agresivo. Años atrás habíamos ardido juntos en un romance que duró lo que una bengala. Lo abandoné por un capitán de navío, y desde entonces se transformó en un mastín acezante, hasta que logró ingresarme en la calesita de sus préstamos leoninos. Aproveché y me endeudé cuanto pude; cuando me intimó, proclamé una moratoria indeclinable. El canalla me envió al Rubio con otros dos hotentotes; me sacaron a empujones del hotel, y en un auto me llevaron a una quinta por Caballito. Mejor olvidar aquello.

Cuando me repuse compré ropa: zapatos altos, vestidos y pelucas y pasé un tiempo jugando a las escondidas en whiskerías, pubs y lugares de encuentro nocturno. Pero era fácil para ellos olfatear una y otra vez mi rastro. Harto, les envié una carta breve y cortante con notificación de mi insolvencia absoluta...aunque con un elusivo pedido de clemencia. Pero se enfurecieron, y el turco Abib, Zukary y otros acreedores menores suscribieron un pacto de sangre y me condenaron. Sin embargo, las cenizas de tanto amor ardido pudieron más: Zukary me alertó. Y como el peligro duele y el miedo enferma, decidí iniciarme en lo fantástico y nacer nuevamente, ser otro. ¿Acaso no he creído siempre en la reencarnación?

Yo era hombre, y como hombre viajé a San Pablo un primero de enero, fecha insospechable. En el aeropuerto de Congonhas tomé un taxi y me bajé en la puerta de la clínica. Seis meses después viajaba a Montevideo con nueva documentación y flamante identidad: María Mercedes Hernández de Sosa, cuarenta años, viuda de Patricio Sosa, argentina radicada en Montevideo. Zukary, Abib, sus secuaces y los cepos de sus préstamos y cuentas corrientes dejaron de interesarme. En cuanto a mi pasivo, lo consideré cancelado por falta de deudor.

No creo en milagros, sí en la ciencia. Gracias a ella los hombres comenzaron a mirarme y a espetarme indecencias atroces, aunque también encendidas galantería. La única objeción que puedo hacer a los cirujanos es un insignificante desatino cometido en mi uretra, al parecer irreversible, que me obliga a orinar de pie e inclinada hacia adelante, en posición incómoda y levemente reverencial. Ese detalle anatómico me ha llevado a situaciones de perplejidad, como ésta que paso a relatar; aunque hoy deba bendecir la impericia de aquella mano hipocrática.

Ya ha pasado tiempo y no puedo recordar la fecha. Caminaba por la calle San José en dirección al centro. Era el cumpleaños de mi amiga Berthe y quería obsequiarle una pieza de Agueda Dicancro; la había dejado reservada días antes en lo de Robert. Si alguien pisa mi sombra lo siento de inmediato, no sé porqué. En el reflejo de una vidriera vi a Zukary detrás de mí, desorbitado. No sabía si la persecución obedecía a mis nalgas lipoinyectadas o al último tarascón que di a su cuenta en dólares para mi operación.  Pensé en hablarle y seducirlo; de fracasar, hubiera bastado con llamar a un policía. No me atreví; por entonces tenía un fuerte compromiso afectivo con un prestamista de la ruleta y no me encontraba con ánimo de aventuras.

Entré a un bar y me dirigí al toilette. No había nadie y oriné cómodamente, enfrentada al inodoro; pero al darme vuelta vi a una señora de negro mirándose la lengua en el espejo. Había entrado con increíble sigilo. Tenía el pelo alto y grande como un ramo de hortensias coloradas. Era gorda y cilíndrica, de formas chatas y derechas. De piernas abiertas y con las manos en las caderas aparentaba un aire recio y marcial. Me observaba desde el espejo, la lengua colgando como un pescado largo. Los ojos mongoloides, muy separados, le otorgaban una expresión perpleja. Unos milímetros más entre uno y otro hubieran significado una anomalía congénita. Me enfrentó con voz ambigua.

Tengo la lengua sucia, dijo, y después de haberla guardado apretó los labios, cerró los ojos y emitió algo parecido a una percusión de maracas. Aún estoy por saber cómo lo hizo. Trataba de explicármelo cuando vi que comenzó a mirarme con aire cómplice, sobre todo después que di algunos pasos hacia ella.

No tengo motivos para dudar de la eficacia de la cirujía ni del posterior tratamiento con hormonas; pero no he podido corregir el paso abierto de los varones, pese a que en mí nunca fue notorio. Viví muchos años de hombre, y el médico me dijo que la ubicación de los genitales determina rasgos diferenciales en la marcha de uno y otro sexo. Supongo que mis modales algo indefinidos, sumados a mi escasa prestancia, debieron significarle algo que la paralizó. Yo llevaba una peluca grande y rojiza, de color a tono con la gran hortensia roja de su cabellera. Se me acercó, me tocó el pelo, abrió la boca y me lanzó a la cara un suave cacareo que me transportó de un soplo al corral de mi abuela. Lo sentí cordial; fue corto y agudo, cercano a un si bemol. Lo digo porque estudié canto.

¿Oxera? ¿venerina?...porque veo que lo haces de pie, como nosotros...

Yo estaba en seguro de paro. El prestamista de la ruleta me asfixiaba con una rapaz contabilidad de mis gastos. Buscaba trabajo, así que dudé un instante y asentí con la cabeza; aquello podía ser un oficio o profesión de fácil aprendizaje: oxera, no sabía de qué se trataba. Lo de venerina me sonó a enfermedad; pero la segunda pregunta me desconcertó:

¿Y llegaste con los últimos?

Como llegar no era un problema ni un compromiso, arriesgué una respuesta general.

No, antes.

Creí haber pronunciado un ensalmo mágico o haberla trastornado, porque se lanzó a hablarme en un lenguaje veloz. Era una sucesión ininterrumpida de consonantes sonoras y sordas, cortada de tanto en tanto por la vocal u. Aquella  vocal unisonante, como breve sirena de alarma y emitida con alzamiento de cejas, correspondía -hoy puedo suponerlo- a una pausa o al fin de una oración. Mucho pensé después sobre aquel idioma ríspido, de modulación ondulante, por momentos dulcemente animal, con empinados ascensos y bruscas caídas de tono. La agitada gesticulación que lo apoyaba, balanceo de caderas a ritmo de habanera y velocísimos movimientos de dedos, cimbrantes como mimbres, trasmitía algo similar a un lenguaje mímico, a danzas o a mudras orientales. Puede haber sido un efecto hipnótico, pero creí sentirme en medio de un enjambre de abejas y tuve un pequeño mareo: era placentero escuchar aquello, rebotando en los azulejos del baño, con algo de arrullo de ave e inductor de una leve pesadez en los párpados.

Se detuvo súbitamente y quedó en suspenso, mirándome la frente, porque olvidé decir que al hablar se dirigía a un punto impreciso de mi rostro, algo más arriba del entrecejo.

Me vi envuelta en una maraña de asombro y de temor,  entreví que esperaba una respuesta; no tenía otra salida que improvisar un lenguaje alternativo. Dudé unos segundos y me lancé a emitir chillidos entrecortados y a remedar palabras interminables, con trinos y gorjeos entre los que mezclaba en tropilla vocales altas como balidos, frías y redondas como un helado, o bien sonoras y alargadas sobre la lengua dormida. De tanto en tanto cortaba ásperamente mi impromtu con consonantes fricativas de aliento silencioso, nasales caprichosas, oclusivas prepotentes o dentales como navajas. Quizás fui reiterativa en la innoble conjunción de la explosiva p con la vibrante r, lo que pareció azorarla y atarla a un terror breve; hasta que me lancé nuevamente a las vocales débiles, en las que permanecí por un rato, ya que hacia ellas pareció manifestar sonriente complacencia. Debo suponer que mi temprana incursión en el  teatro dio soltura a aquella improvisación, delirante jerigonza gesteada con aleteos de manos, dedos vibrátiles y flexiones espasmódicas de brazos y piernas. A todo esto comencé a fastidiarme, a sentir vergüenza por hacer la payasa ante aquella señora que bien podía ser una enferma mental.

Fue cuando estaba por detenerme que me tomó con fuerza de las muñecas. Con los ojos desbordados de lágrimas gruesas me dijo entre hipos: Basta, lo único que entendí es que está loca y que él le pega, del resto nada...Ya otra  vez me pasó esta desgracia. Vamos a sentarnos a una mesa y nos contamos todo.

Pedimos dos cafés y habló incontenible. Había llegado de Venus cincuenta años atrás, en un vuelo que llamó "Ujrf Lujrf" o algo aproximado, que tradujo como "Desdicha Eterna", aunque más conocido por ellos como "el vuelo de las vacas". La nave o platillo tuvo un inconveniente mecánico; ya a punto de aterrizar se vino al suelo, al norte del Río Negro, cerca de un casco de estancia abandonado. El único testigo de la deflagración y su caballo murieron de espanto. Pero hubo otras consecuencias. El golpe provocó la rotura de uno de los microturbos y la fisura de varias pilas neutrónicas. La consecuencia fue un escape de radioactividad selectiva que esterilizó los vientres vacunos en quilómetros a la redonda. Los capitanes de la nave fueron telepáticamente condenados al epíteto infamante e implotaron por pérdida de autoestima. Después explicaré esto.

 El mozo trajo los cafés en pocillos altos, y ella los miró con recelo. Eso produjo una pausa breve en la conversación y le pregunté el nombre.

Para los terrenos -me di cuenta de que así llamaba a los humanos-  soy Manuela González, pero yo nací después de la Reforma, así que mi nombre es el número...y a continuación emitió algo similar al crujido de una cáscara de nuez acompañado de emisión de voz. Lo curioso es que lo hizo con los labios apretados.

¿Te gusta...?

Sí, precioso; traté de imitarlo y ella tuvo un breve ataque de risa ruborizada que cubrió con la mano.

Perdón, dijo.

Tomé mi café y le advertí que el de ella se enfriaría. La respuesta fue un gesto de sobreentendido y una guiñada.

Andá, no seas boba...¿Y tú cuándo llegaste?

Lo del café me intrigó, pero la pregunta sobre mi arribo a la Tierra me sobresaltó como un golpe en la cara. Dejé la pregunta picando chamba por unos segundos porque me sentí acorralada y no supe cómo salir; mi improvisación fue desdichada.

Llegué hace trescientos cincuenta años.

De inmediato comprendí que había exagerado, porque un asombro pálido la abatió; puso las manos sobre la mesa y bajó la cabeza, hasta que comenzó a reponerse y a enjugar lagrimones espesos. Constaté que era de llanto fácil, lo que la obligaba a llevar cantidad de pañuelos ocultos en mangas y bolsillos.

Mirá, me dijo, sabés que los terrenos tienen esa particularidad de comunicarse utilizando indistintamente eso que llaman verdades y mentiras, que nunca he podido entender bien de qué se trata y cuándo hay que usar una u otra. Parece que dependiera de los oficios o profesiones, no estoy segura. Diría que esa manía de distinguir entre lo verdadero y lo falso, de averiguar si algo es o no cierto, es la causa principal de los problemas que tienen, pobrecitos. Por eso dudé, es algo que me lo han contagiado estos desdichados, y dudar me da mucha pena: mirá, me enferma. Te juro que sos la venusina más vieja que he conocido.

Salimos a caminar y estacionamos en varios bares, hasta cerca de medianoche. No sé por qué razón me hablaba como a una terrena; me molestó, ya que había empezado a asumirme como oxera, o al menos con derecho a detentar ciertas credenciales. Pese a su aire confidente, creo que me consideró ignorante y algo desquiciada, quizás gracias a la edad inverosímil que declaré; por esa razón tomó muy a pecho la tarea de refrescarme la memoria. Admito también que pudo haberme considerado algo retardada o senil.

De lo averiguado en aquella conversación, y de otras que mantuvimos en días sucesivos -me dispensó un cariño protector que no supe retribuir- podría redactar una crónica que me tornaría sospechosa de mitómana. Antes de narrar la extraña forma en que Manuela desapareció de mi vida, resumiré lo que pude averiguar de la que ellos llevan en ese lucero, al que tantas veces contemplé transportada por los dulces tormentos del amanecer.

 

Consulté el diccionario y constaté que "oxera"  deriva de "ox" u "oxe", voz aplicada a espantar la caza o las aves de corral; eso me aclaró el sentido de la salutación avícola que me lanzara en el baño. El suave cacareo, que traducido significa "Nada de lo que es venusino me es ajeno", y la palabra "oxero", fueron aprobados y adoptados como signos de reconocimiento en el primer Concilio de Emigrantes de Venus en la Tierra, en época que Manuela dijo no recordar.

Las naves llegaron en fechas imprecisas y por oleadas colonizadoras, simultáneas en los cinco continentes. En principio no tuvieron otra finalidad que la exploración, pero en el segundo Concilio fue aprobado un voraz plan de sometimiento y conquista a cumplirse en el tercer milenio. El lema colonizador fue propuesto por el Gran Taramagna, jerarca máximo: "Al Poder por la Lástima". El sentido de esta divisa se develará más adelante.

La cúpula del poder es un ejecutivo colegiado radicado en Pontevedra, lugar elegido por los primeros colonizadores. Unos pocos ancianos enlutados cultivan pedregosas parcelas y apacientan recuas, mientras en conciliábulos clandestinos toman decisiones que enriquecen el corpus legal destinado a regir la conducta de la colectividad venusina, en espera de la victoria final. Fue de ardua explicación para mi amiga la razón de la existencia de esta modesta Corte, perdida entre las breñas de Galicia, y más aun su estrategia de conquista; por despreciar la escritura, no tienen otra historia que la protegida por una frágil memoria. Solo conservan trazas del pasado y jamás pronuncian la palabra futuro.

Esporádicamente los venusinos reciben órdenes; algunos por vía teleauditiva o escucha de una voz interior, otros telepáticamente, y los poco dotados por trasmisión verbal de otro telerreceptor. Los bandos -que así los llamó mi amiga- suelen prohibir u ordenar algo que ignoran o que nada significa para ellos. Con gran esfuerzo pudo recordar el párrafo inicial del último, recibido hacía ya cinco años, del que dijo haber olvidado el resto: "Cese toda actividad favorable a las fuerzas contrarias a los fines opuestos a los perseguidos."

Confesó temor de hallarse en infracción; ignoraba cual sería la consecuencia de un desacato.

Viven entre nosotros y como nosotros; trabajan en tareas menores, mal remuneradas y de escasa exigencia intelectual, como ocurre a la inmensa mayoría del género humano. Mi amiga Manuela, hasta que dejé de verla, era camarera de un hotel en Piriápolis, y a salario de miseria.

Poco o nada pude saber de la proteica anatomía de un venusino. No se enferman, por lo que deduje que aquella historia de la lengua sucia fue una somera picardía destinada a iniciar conversación. No tienen pulmones, y en consecuencia no respiran; beben agua, pero no comen, no fuman ni se fatigan ni duermen, aunque pueden remedar a la perfección funciones y disfunciones orgánicas, lo que los autoriza a engañar a cualquier especialista y a pasar desapercibidos gracias a su afinada astucia mimética. Pueden simular el comer, el respirar, la fatiga, el sueño y el amor, con excepción del acto sexual, que consideran agresión ultrajante. Mi amiga hizo velada referencia a un venusino que copuló con una terrena. Su orgasmo duró cuarenta y ocho horas y perdió la razón en la única forma que pueden perderla: entró a padecer una mimetización irreversible y comenzó a pensar y a actuar como un humano, condenado a la apetencia y al goce, pero también a la ansiedad, al dolor y a la muerte. Una afasia borró para siempre su origen y condición extraterrestres.

Nacen por generación espontánea, no conocen el envejecimiento y no mueren: simplemente se desintegran en silencio y en pocos segundos, en un proceso súbito similar a una implosión, que les sobreviene sin causa y cuando menos lo esperan. No obstante esta modalidad, nunca han intentado poetizar sobre la fugacidad de la vida; en primer término, porque para un venusino la especulación científica, filosófica, literaria o artística es síntoma inequívoco de alteración mental, y en segundo, porque los conceptos de lentitud, rapidez o fugacidad, u otros vinculados con el tiempo, carecen de sentido por carecerlo éste.

La población del planeta es estable, ya que a cada implosión sucede en otro lugar una explosión compensatoria y la aparición espontánea de un adulto remplazante. La explosión creadora o nacimiento es seguida del primer llanto, llamado "arrullo fúnebre" o "cántico de deploración". Según pude deducir de datos que Manuela desperdigó a lo largo de las prolongadas pláticas, pocas horas antes de implotar y extinguirse, son sacudidos por un potente orgasmo, similar en su sintomatología al conocido por nosotros como el acmé de la dicha. Sabedores de su significado apocalíptico, a partir del goce tenebroso, aún sudorosos, plorantes y alborozados corren a despedirse de amigos y conocidos, quienes les expresan sus congratulaciones y los colman de pequeños e inútiles obsequios.

Existe en Venus algo de especial mención, ya que contiene un oscuro sentido filosófico por ellos desdeñado, ajenos como son a nuestra obtusa manía especulativa: desconocen nuestros género y número gramaticales. No existe en Venus lo masculino y lo femenino, lo singular y lo plural. Un venusino es uno y todos. Tampoco es "ella" o "él", aunque en el uso de nuestros códigos terrestres utilicen uno u otro género según asuman apariencia de hembra o varón, lo que se determina por azar en breve ceremonia previa a la adjudicación de nombre.

Por desconocer el número, aceptan indiferentes la existencia de uno o varios dioses, o de ninguno, ya que cero es lo mismo que poco, que mucho o que infinito. La existencia o inexistencia de los dioses no se discute, ya que es punto sin consecuencias prácticas. Sobreviven en la leyenda como aborrecibles entidades habitantes de la nada y partes de ella, poco inteligentes, enfermos e inmortales, enredados en insignificantes cotilleos y deteriorados por el ocio. Son definidos como entidades rencorosas, desconfiadas y aprensivas de las criaturas que pueblan el universo, con las que evitan tener el menor contacto. Condenados a la eternidad, la conciencia de que son inextinguibles los abruma con un fuerte complejo de inferioridad.

En cuanto a las características sicológicas de los venusinos, el estado permanente es de dolor espiritual, sentimiento que ocultan con delicado pudor. Admiten como único dogma la llamada "Gran Culpa" o "Tara Cósmica", que pesa sobre todos y cada uno de los venusinos como estigma indeleble. Los ministros de la dogmática venusina se encargan de recordar permanentemente a las multitudes sumisas y desmemoriadas que en cada uno de ellos habita en su totalidad la Tara bochornosa. Mi amiga mencionó uno de los mitos que se cuentan a los recién nacidos, para entretenerlos mientras se sobreponen a su asombro inicial: la existencia del universo se debería a la torpeza de un dios senil. Los espantados congéneres castigaron al culpable recluyéndolo en Venus, donde permanece condenado a crear y destruir seres hechos a su imagen y semejanza por toda la eternidad. Irremediablemente sus creaturas son portadoras de esa culpa genética, que asumen como herencia inextinguible.

No hay celebraciones cultuales: periódicamente se decreta una modalidad de carnaval teológico, al que mi amiga restó importancia como festividad menor. Las muchedumbres invaden las grandes planicies, se congregan en pequeños grupos para lamentar el carácter ficticio de sus dioses, y luego se persiguen para insultarse y zaherirse sin consecuencias, simulando un falso rencor.

El deporte popular es el llanto. Existen gigantescos estadios donde ejércitos de compungidos gladiadores se enfrentan en lucha sin tregua. El encuentro consiste en un combate de lágrimas y de alaridos, expresivos de la Desesperación Original. Al cabo de varios días de lucha, en medio del ululato multitudinario, el vencedor logra poner en fuga al enemigo deshidratado, que escapa pisoteando sus propias huestes y pavorido por el dolor que el triunfador logra transferirle. Se trata de un deporte que ha terminado por generar una especie de lotería o vicio de apuestas, aunque como no existe el dinero, ignoro qué es lo que se gana o se pierde. Manuela guardó sobre el punto un silencio que juzgué pudoroso.

Cada cien años venusinos -ignoro, lo mismo que ellos, su duración- se abre la Década Luctuosa. El planeta entra en silencio y la palabra es prohibida. Todos deben comunicarse mentalmente, pero el poder telepático se desarrolla en forma desigual, conviviendo los telépatas superdotados con los infradotados, tal como sucede entre nosotros con el poder o la riqueza. Esta simple desigualdad, sumada a la interdicción de la palabra, provoca en Venus una confusión histórica identificable como lucha de clases. Los telépatas poco dotados permanecen enfrentados durante meses, tratando de comunicarse entre sí, los puños crispados, congestionados por el frustráneo esfuerzo de emitir sin ser comprendidos. El resultado es lamentable, ya que el planeta se puebla de parias desconectados: el dolor crece y la lástima se multiplica. Entonces los telépatas insignes, cohesionados y fortalecidos, acrecientan su poder y sus ignoradas formas de fortuna. Es en esas décadas festivas que se celebran los grandes centenarios de Llanto, eventos deportivos que provocan una gran expansión cultural y económica; aunque confieso que no pude entender la naturaleza de esas desatinadas formas de progreso.

Poco más es lo que averigüé. Al postular que los seres mejoran con el sufrimiento y la evitación del placer, creen firmemente que dominarán la Tierra. Por comunicación de los venusinos terrestres, saben en Venus que padecemos enfermedades. Allá no existen, ya que el estado de enfermedad es exclusivo de los dioses. Suponen sin embargo que la ciencia podría aplicarse a generarlas, aunque tropiezan con la previa dificultad de crear la ciencia, lo que los obligaría al estudio y otras formas de alienación. Suponen que ellas podrían incrementar el dolor y el progreso, para honra y exaltación de la Culpa. En un pasaje de nuestra conversación, afirmó algo cuyo sentido final no alcancé a comprender:

Fijate, los terrenos van en muy buen camino, y eso facilitará nuestra conquista por la Lástima. Hablan de progreso, de desarrollo y de practicar la virtud, ¿y cómo lo logran?, pues incrementando el vicio, la pobreza, el hambre y las guerras. Eso significa que por fin estos ignorantes han entendido algo: cuanto más se sufre, mayor es el progreso y el bienestar. ¿No te has fijado cuántos desdichados hay en la Tierra, con hambre, con miseria y enfermedades...? Pues mirá también cuánta riqueza ya se está acumulando en algunos lados, cuánto poder, cuánto progreso...

 

Un día nos encontramos en un restaurante. Yo pedí una milanesa con papas fritas y Manuela gambas al ajillo. La vi muy tragantona, poco acorde con lo que sabía de los venusinos:

Nosotros no comemos, le dije, ¿qué hacés con la comida?

Ella no desconfió y respondió sin vacilar.

La saboreo, no mucho porque eso es goce y no es bueno, y después la imploto en la garganta, ¿y tú cómo haces?

Me puso en apuros; estaba en ese instante saboreando los crujidos salados de las papas fritas, por lo que logré improvisar algo atorada.

Yo la imploto más abajo.

En ese momento entró al salón uno de mis viejos acreedores. Lo vi por el espejo y me pareció que me miraba,  aunque consideré imposible que me reconociera. Años atrás, poco antes de asumir mi nueva identidad, había descontado con él varios cheques sin fondos; no lo vi más, pese a que me acribilló con colacionados y con un surtido de embargos. No obstante me alarmé al verlo, y quise saber qué hacía mi amiga, si es que consentía en ayudarme.

Ese me mira, le dije.

¿Quien...!

Ese de sombrerito inglés, el del gabán corto.

¿Ese pobre diablo? ¿Y qué puede hacerte?

La vez pasada me invitó...

¿A qué te invitó?

A eso...

¡Qué repugnante!

No sé si hundió los ojos o los entrecerró; cerró la boca y comenzó a emitir por la nariz un sonido monocorde y vibrante, que me recordó las chicharras de verano en el  parral de mi abuelo. Yo lo vigilaba por el espejo; de pronto se puso color yeso, abrió la boca como si se le hubieran enganchado los carrillos, se llevó una mano a la sien, tiró el diario y volcó de un codazo el pocillo de café. Apenas pudo levantarse y se fue por entre las mesas dando tumbos y haciendo arcadas ruidosas.

Ese no te molesta más, querida, te lo aseguro: desde hoy no te recuerda ni sabe quien sos.

Le agradecí, y aduje que había olvidado la práctica de los poderes.

Pues yo los uso con frecuencia; los terrenos me dan bastante quehacer en el hotel. El verano pasado un porteño no me daba tregua. Para peor era bajo y barrigón; hablaba a gritos y gesticulaba echado para atrás, con las manos enganchadas en el cinturón y aire suficiente. Era un petulante sobrevaluado. Quería hacer eso conmigo y me tenía loca, hasta que una mañana yo estaba tendiendo la cama y me tocó atrás. Me enfurecí y me acerqué; el infeliz se quedó quietito pensando que le iba a decir alguna ternura repulsiva, pero le largué en la oreja el vagido mortal. Desapareció, sobre la alfombra quedó un polvillo con olor a mierda de perro.

Yo debía viajar a Córdoba y ella regresar a Piriápolis, por lo que le propuse encontrarnos al día siguiente para un festejo de despedida.

Te voy a presentar a un amigo, me dijo al tomar el ómnibus.

Nos encontramos frente al Expreso Pocitos. Estaba sentada en un muro bajo y balanceaba las piernas mientras conversaba con un hombre alto y muy delgado. Lo miré y no le vi nada en particular, excepto cierta esbeltez de torero, una apostura algo manierista; los ojos me parecieron excesivamente grandes y separados, pero me perturbó su piel aceitunada, propia de un gitano; sus labios rojos me estremecieron un poquito el sexo.

Esta es mi amiga, le dijo Manuela, fijate que habla en idioma y no se le entiende una palabra. Claro, es porque vino con los primeros; recuerda que al poco tiempo los de Pontevedra, en las Batuecas como siempre, hicieron aquellos experimentos de implantación de lenguas. Esta pobre debe ser alguna de las víctimas, que no se enteró de nada y se encontró de la noche a la mañana hablando algo que no conocía. Cosas de baturros. No sé cómo vamos a conquistar nada con esta Corte de pelmas.

Oye, me dijo el hombrote, que lo vi tan bello como apuesto, me llamo Jesús Pérez, para servirte, que ese es mi nombre terreno; el de allá es...y apretando los labios en piquito, como para besar, emitió una pedorreta medio silbada que me heló la sangre. Como ya nada podía asombrarme, acepté aquel nombre alucinante en el entendido de que nunca tendría que pronunciarlo. Pero de inmediato me disparó la pregunta tan temida.

¿Y el tuyo cual es?

Me sentí inspirada.

Para los terrenos soy María Mercedes Hernández de Sosa. El de allá se pronuncia...y simulé un sollozo cortito.

No lo hubiera hecho. Jesús Pérez miró a Manuela, abrió la boca y le lanzó a la cara un bramido de bronce. Ella quedó petrificada, pero el ensalmo duró poco. De inmediato se trenzaron en una discusión en venusino. Aquello parecía el zumbido de un enjambre furioso brotando de una mímica danzada, de dedos y manos agitadas y caderas ondulantes. La gente se entreparaba para mirar sin saber qué pasaba. Algunos reían y se acercaban creyéndolo propaganda de algún programa de televisión o de una obra de teatro. Pronto se reunió un grupo numeroso y tuvieron que callarse; entonces Manuela me tomó del brazo y me alejó unos pasos:

Lo enloqueciste; me lo llevo a la playa para ver si se le pasa, pero lo dudo. Quiere hacer eso contigo, lo excitaste. ¡Cómo pudieron darte por nombre ese barullo procaz! Creo que perdió la razón...

*      *      *

Nunca más vi a Manuela. Vivimos en barrio Goes, en un departamentito cerca del bar de Jesús, del que atiendo la caja. Nunca hablamos de Venus. Ignoro el motivo, pero cree haber nacido en una vieja casona de la Aguada a la que no se cansa de sacarle fotos. Dice ser huérfano y no recordar a sus padres. Por mi parte soy feliz, inmensamente feliz con él, tan humano, hasta demasiado humano.

Jaime Monestier
Publicado en Cuentos Fantásticos del Uruguay, Colihue Sepé, ISBN 9974-53-008-3, Mdeo., 1999.

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