Una ley inexorable |
Nunca
olvidaré aquel diálogo, cuando pregunté a mi padre qué era la muerte y
adónde íbamos luego de pasar por ella. Su respuesta fue lacónica: No lo
sé, eso debes averiguarlo tú, aunque no creo que puedas, y agregó: Para
mí no es un problema, y si averiguas porqué, tampoco lo será para ti. Más
tarde supe que aquello último tenía un sentido más profundo de lo que
entonces, siendo yo un niño, me pareció. El fue un notable matemático y
su respuesta, en consecuencia, abstracta y conceptual. "Problema:
Proposición dirigida a averiguar el modo de obtener un resultado cuando
ciertos datos son conocidos". Su intención fue decirme: Nunca tendrás
datos conocidos que te permitan hallar el resultado. Mis
estudios de metafísica, a los que luego dediqué largas y decepcionantes
horas robadas a mi predilección por el arte, me llevaron a mantener viva
aquella pregunta y a considerarla durante años como un enigma
irresoluble; aunque, por supuesto, supe convivir con él en buenos términos.
Muchos años después las investigaciones genéticas me dieron el atisbo
de una posible solución, un sustento casi racional a ciertas ideas
primarias que extraje de pequeña experiencias, de observaciones y
deducciones, de estudios y consultas. Lentamente fue ganándome una hipótesis
-entonces no la llamé teoría- que si bien no podía dejar de sentir
hacia ella cierta predilección fideísta, también se sustentaba en
argumentos que admitían un incipiente
desarrollo lógico. Fue
a partir de los hechos que
paso a relatar que llegué a mi actual convicción. Lo que en un tiempo
sentí como un enigma es hoy una certeza:
existe una ley inexorable que responde a aquella pregunta formulada
entonces a mi padre. De ella sé solamente el enunciado, no su
operatividad; la ciencia, algún día, estoy seguro, la develará. Era
precisamente en la rememoración de aquellas inquietudes de mi infancia
que me entretenía una mañana de soleada primavera, mientras me dirigía
hacia la colorida terraza de un café con sombrillas, en una recoleta
plaza arbolada. Ante cualquier expectativa siempre me he
dicho -tengo cierta tendencia a la ansiedad- que la felicidad
consiste en vivir sin miedos ni esperanzas; sin embargo no dejaba de
anhelar que alguien me aguardara allí con impaciencia. Fue
en la madrugada del día anterior que nos encontramos en el cruce de dos
avenidas, en el punto céntrico de un espacio inmenso y desierto, tanto
que la coincidencia de dos personas, allí y a esa hora -lo pensé-, no
podía ser casual. Nos cruzamos muy próximos, nos miramos y en el mismo
instante nos detuvimos como si hubiésemos concurrido a una cita
previamente convenida: es que ambos experimentamos simultáneamente la
intensa y sobrecogedora sensación del déjà
vu, de que nos conocíamos, que habíamos coincidido allí
para encontrarnos. Lo
que cuento sucedió hace ya tiempo en el centro de Buenos Aires, ciudad
millonaria en almas, y si lo narro es porque vino a confirmar aquella
convicción, a eliminar toda posibilidad de azar. En una aldea es posible
que dos personas se crucen a diario; ya no lo es que eso suceda en una
ciudad tumultuosa, de muchedumbres cambiantes, de ríos de gente que
fluyen en el cauce de grandes avenidas, y menos aún -es simplemente
inimaginable- que esa coincidencia se reitere durante décadas y en
diferentes ciudades y países. Allí, aún de noche, en el centro del
cruce de 9 de Julio y Córdoba, nos encontramos y supimos que nos conocíamos;
sí, de eso estábamos seguros, pero no sabíamos de dónde. Caminaba
entonces ahora hacia la cita concertada la madrugada del día anterior, de
prisa y entre balbuceos de asombro, cuando nos detuvimos uno frente al
otro en el estrecho sendero que cortaba un cantero de flores: Perdóneme,
estoy seguro de que nos conocemos, que nos vimos hace poco. Sí,
creo que sí; es asombroso. Si,
realmente; creo que debemos hablarlo, porque la verdad es que no
recuerdo.... Yo
tampoco. A
tientas buscamos nombres, vínculos comunes, infructuosamente: Si
usted está de acuerdo nos reunimos mañana para seguir pesquisando el
pasado, y me reí. Conversamos
poca cosa más, ambos teníamos compromisos y acordamos la cita. Y hacia
ella iba con intención de buscar juntos una explicación a las miradas
intercambiadas, a la compulsión del
saludo, a los inútiles esfuerzos de la memoria tras un recuerdo
inexistente, y de ser posible, a desentrañar el sentido de todo aquello,
extraviarnos en un laberinto de conjeturas. Aunque para mí, estaba
seguro, aquel azaroso encuentro encuadraba perfectamente en mi hipótesis,
que ya no era tal, sino una consistente convicción a la búsqueda de
pruebas. La
vi desde lejos aguardándome en la terraza del café, el rostro en sombra
bajo un gran sombrero de paja y sorbiendo un refresco. También me divisó
y se iluminó en un saludo riente y de mano alzada; algo hubo en su
figura, en su regocijo y en los colores encendidos del entorno que lo
asocié con la deliciosa paleta de Renoir. Subí la escalinata, nos
besamos amistosamente, me senté a su lado y pedí al camarero un café
con cognac. Siempre hay un preámbulo de generalidades, de presentaciones
-intercambiamos brevemente nuestras actividades y preferencias: era
restauradora igual que yo, y apasionada por la pintura-,
de obvias fórmulas protocolares, yo un hombre ya mayor, ella poco
más que una adolescente. Y la conversación inició sus tanteos, con
pausas prolongadas, en la investigación del tema que nos había
convocado: Es
por demás extraño lo que nos sucedió, nos detuvimos al instante -dije-,
como si nos reconociéramos sin conocernos, dos viejos amigos que se
vieran por primera vez, creo que tendríamos que averiguar el motivo, al
menos intentarlo. Y
su respuesta: Sí,
la verdad es que no sé porqué nos detuvimos, porqué nos ha sucedido esto. Y
nos lanzamos a investigar sin éxito
las posibilidades, relaciones comunes, sitios visitados, viajes, eventos
culturales, exposiciones. Ambos teníamos muy buena memoria y no hubo
dudas: nunca nos habíamos visto; no hacía mucho de su regreso de Estados
Unidos, donde había vivido varios años.
El
varón tiene una ancestral y salvaje tendencia a la autoridad; quizás la
vanidad sea su residuo, galas de una fuerza e inteligencia no superiores,
aunque sí dominantes. No temí
ser aburrido y expuse mi teoría, quizá en un impropio tono doctoral y
didáctico impostado por mi convicción: Cuando
un hombre muere, su conciencia -aún no ha sido acuñado otro vocablo más
explícito-, continúa, por operación de leyes aún no decodificadas, en
alguno de sus hijos, hermanos o parientes, una suerte de sucursal -dije, y
me reí-, apenas un punto en la red consanguínea generada por el código
genético, destinada a diversificarse en el espacio y en el tiempo en un
infinito proceso fractal; y es por los senderos de esa red que la
conciencia deberá transitar y viajar eternamente, hasta un fin
desconocido, quizás el de la especie humana. No hay interrupción sino
continuación en quien puede estar llorando junto a nuestro cuerpo, hijo,
padre, madre, tío o sobrino, pero también en otro que esté viajando en
las antípodas y que no se ha enterado de nuestra muerte: en la
meseta del Tibet, en un andamio en Nueva York, bebiendo ron en la Habana,
entrando en una cámara de gas en Estados Unidos o en una iglesia
anglicana del brazo de su prometida,
o bien a punto de ser acribillado a balazos en una villa de Buenos
Aires, en fin, en cualquier parte; alcanza
para ello con que los códigos de su ADN y sus claves aún
ignoradas así lo determinen. Intenté
ser obvio y sin quererlo fui casi paternal;
le hablé como a una niña: ¿No
has visto cómo se seca la hoja de un árbol? Sin embargo el árbol no
muere y otra hoja la sustituye, así como un árbol nuevo nace de la
semilla del viejo y brota y crece en su lugar, junto al viejo tronco. En
nuestro caso -al parecer sólo un encuentro casual-, no dudo de que algo
hubo en nuestro pasado, un nexo común que nos vincula y que nos mantendrá
unidos en el futuro aunque no volvamos a vernos: ese fue el motivo del
reconocimiento, fruto de una suerte de memoria genética, aunque parezca
inexplicable, lo reconozco. Se
rió con ganas, con una gracia impregnada de incredulidad; recién contestó
al recobrar el aliento: Quisiera
saber qué tiene que ver eso con que dos personas desconocidas se crucen
en la avenida 9 de Julio un domingo de madrugada. Y
al decir esto quedó en suspenso, con un divertimento azul brillándole en
los ojos, el apunte de una sonrisa tímida en las comisuras, esperando que
yo prosiguiera mi desvarío. Pero de pronto se puso seria, casi adusta -es
graciosa la seriedad y aún la cólera de los ángeles- y habló sin
mirarme, el rostro vuelto hacia el inmenso gomero que cubría la terraza: No
creo en lo que dice, o mejor, no deseo creerlo. Es cruel, es atroz. Según
usted la conciencia no tiene fin y transita de uno a otro, de generación
en generación, indefinidamente, desde siempre y hasta la consumación del
tiempo. De padres a hijos, de hijos a nietos, de hermanos a hermanos, a tíos,
a abuelos, a sobrinos o aun a remotos consanguineos ignorados en una red
infinita y eterna. Al parecer operaría como una ruleta fatídica con
suertes imprevisibles, como la de continuar la vida en un ser cruel o estúpido
o ignorante o enfermo, rico o pobre, miserable o sabio. ¿Qué valor da
usted al alma en todo esto? ¿Dónde la ubica? Esa ley horrenda torna
innecesaria la existencia de Dios, ya que la transferencia opera como un
mecanismo de relojería. Nada tendría Dios que hacer sino contemplar y
divertirse viendo cómo actúa esa ley fatídica similar a la gravedad, la
conciencia goteando de un pariente a otro con la inexorabilidad y
puntualidad de una clepsidra. Había
dejado de beber su refresco y trataba de disimular una ira en la que trasparecía
el rechazo y el terror. Su hermosa cólera le hizo aplastar el cigarrilo
en el cenicero con gesto violento, casi masculino. Creí necesario
refutarla con cortesía, no era la primera vez que oía ese argumento;
además, su belleza y la rápida comprensión de mi hipótesis la tornaban
aún más seductora. No niego que detrás de mi exposición no
anidara el deseo de una aproximación a su cuerpo esbelto, a sus senos
juveniles, que percibí atractivos desde mi desamparo otoñal: Creo,
dije con cierta indiferencia, que aun cuando sólo puedo concebirlo como
una elaboración cultural, Dios seguirá siendo prescindible como lo ha
sido hasta ahora; es harto dificultoso elogiar la obra y agradecer los
dones de una entidad cuya existencia carece de consecuencias visibles; su
amor es imperceptible y tan ignorado como su quehacer en el mundo, a
juzgar por el hambre, la injusticia y el dolor universal: "Amaro
e noia la vita, altro mai nulla, e fango è il mondo," petulé
citando a Leopardi. Al fin de cuentas su existencia es tan hipostática
como mi teoría; es igualmente horrible que nuestra salvación o condena
dependan de una voluntad cuyos designios nos son desconocidos. En cambio
es consolador pensar que si pudiéramos remontarnos a una edad imaginaria,
hallaríamos inevitablemente entre tú y yo un eslabón común, un nexo
genético que nos une. Lo que llamamos parentesco no es otra cosa,
sin duda, que un campo gravitacional, aunque desconozcamos el
alcance, las fórmulas y los mecanismos que lo rigen. De cualquier manera,
agregué, no tiene mayor importancia;
hay una conciencia unitaria -la conciencia de la especie- y en
cierta medida ambos somos parte de ella, y también consanguineos en grado
indeterminable. Por alguna razón algo falló, mutó o interfirió en el
cumplimiento de esa ley desconocida; quizás la estocástica, las ciencias
del azar, tuvieron algo que ver con eso, lo que hizo que nos reconociéramos;
aunque confieso que ese detalle escapa a mi comprensión. Calló
un instante y me miró, los ojos abiertos y claros en sonriente
curiosidad: ¿Y no hay modo de escapar a eso tan horrible? Dio
a su pregunta un tono desprecupado, casi frívolo, pero la ironía no logró
apagar la angustia. Fui cauto
y evité lo que pudo ser una ininteligible y tediosa disertación: Si,
el budismo, el taoísmo, el zen, sostienen que hay un medio de vadear la
corriente, pero ese es otro tema. Se
levantó, tomó su bolso y dijo que iba a hablar por teléfono. Quedé
esperando. Sobre la mesa, en la premura, dejó una caja de cigarrillos, un
encendedor y un par de lentes negros. Supe que no volvería. Años
después viajé a Italia por una subasta de obras de arte. La vi en el
Palazzo della Signoria, durante la celebración del
Mayo Florentino. Me encontraba en la Capilla, absorto en la
observación de algunos detalles que en años anteriores me habían pasado
desapercibidos, particularmente en La Sagrada Familia, fresco de Mariano
da Pescia ante el que -se dice- Savonarola oró su última noche. La vi
entrar del brazo de un caballero de bastón, algo macilento, aquejado de
leve y distinguida renguera. Aquel porte risueño y juvenil que me detuvo
años atrás en la avenida 9 de Julio había cedido lugar a un aplomo señero,
a cierta majestad antigua y florentina, acorde con el recogimiento a que
inducen las estancias del Palazzo. Nuevamente
sentí -presumo que ella también- el llamado de aquel pasado compartido e
inasible. Se alzó en puntas de pies, algo dijo al oído de su acompañante,
presumible esposo, y vino hacia mí. Me tendió la mano y luego de un
breve saludo, como si todo hubiera sucedido el día anterior, reanudó el
diálogo interrumpido con la misma gracia de entonces: Tuve
que irme, discúlpeme la descortesía, no toleré aquello, además no
hubiera sabido explicarle lo que sentí, y sin más me tomó del brazo, me
condujo hacia quien efectivamente era su marido e hizo las presentaciones.
Recorrimos juntos la Sala de Audiencias y contemplamos los solemnes
frescos de Salviati; pero me sentí súbitamente molesto, la seguridad de
un fuerte vínculo en nuestros respectivos pasados se me hizo intolerable:
aduje obligaciones inmediatas y me despedí. Al día siguiente viajé a
Londres y traté de olvidar aquella segunda y extraña coincidencia, que
obedecía -mi seguridad se confundía ya con la fe de un cuáquero- a una
ley biogenética tan cierta como desconocida. En
años siguientes nos vimos dos veces -casualidades que ya participaron de
cierta connotación milagrosa-, en los aeropuertos de Lima y de El Cairo.
Sólo pudimos intercambiar saludos fugaces,
unas pocas y asombradas palabras en desencontrados cambios de vuelo. El
11 de mayo de l970 -fecha inolvidable-, en un oscuro tugurio de un
extraviado callejón del barrio Dorrego, en Buenos Aires, murió casi
centenario Modesto Aiello, último de una rama de primos en grado lejano
con quien había tenido un trato poco menos que decadarial. Nuestro último
encuentro, en una escribanía, había ocurrido siete años atrás con
motivo de la venta de un inmueble en el que nos correspondía -esotéricas
leyes sucesorias- una insignificante participación. Amelia, la viuda,
amiga de mi madre, me llamó para comunicarme el fallecimiento y pedirme
que la acompañara. Pude excusarme, mi salud había comenzado a
deteriorarse y exigía reposo, pero accedí.
Al atardecer emprendí viaje hacia el velatorio sin tener seguridad
de dar con él; pero pregunté en las inmediaciones por la muerte de un
anciano de ebriedad famosa y me orientaron sin dudar un instante. La
casilla era de madera, en sus fondos algunas dependencias de ladrillo de
adobe; en una de ellas, techo de zinc,
se hallaba el féretro y el remedo de las obligadas pompas
obituarias. Fatigado, recosté mi espalda en el muro encalado y permanecí
de pie, dispuesto a esperar la llegada de la
que había reclamado mi presencia. No demoró mucho, pronto oí que
un automóvil suntuoso se detenía en la puerta, inconfundible el ronroneo
silencioso del motor y el lento y siseado rodar de los neumáticos sobre
la calle de tierra. Al cabo de un instante sonó el clac apagado de las
puertas y pronto una mano ajada y senil -amarillenta hoja de otoño- apartó
la cortina gris que amparaba la entrada. La lamparilla que pendía sobre
el féretro alumbró primero el rostro terroso de Amelia, envejecido y
funeral, los ojos anochecidos por el duelo y por el rimel excesivo. Tomada
de su brazo ella entró después, elegante en su negro abrigo de nutria,
ya con algunas canas en su cabeza de diosa: ¿No la conocés? -hizo ademán
de presentármela-, es Elvira, una sobrina nieta de Modesto, que en paz
descanse, la quería mucho. Sí, algo oscuro e
inexplicable nos unió desde el principio, cuando nos cruzamos aquella
madrugada, hace casi treinta años, en 9 de Julio y Córdoba. Yo iba sola
y algo me conmovió cuando lo vi: un pariente, alguien querido, no sé, fue muy
raro, nos reconocimos sin saber quiénes éramos. Quedamos en vernos al día
siguiente en un café de La Recoleta, y allí me expuso aquello que me
pareció terrible. Con los años he ido entendiéndolo; quizás tenga
cierto sentido decir que
acabo de morir y que aquí estoy, viendo
junto a mí eso que fue hasta hace un instante mi propio cuerpo, ya viejo,
que habité hasta que me fuminó un infarto: no serían dos conciencias
que cohabitan, sino una sola e indivisible. Después de aquel encuentro
nos cruzamos varias veces, como si nos convocáramos; recuerdo el
encuentro en Florencia, en el
Palazzo Vecchio, yo iba con Arturo, el pobre ya estaba enfermo. Después
en aeropuertos, en Lima, en El Cairo. En Lyon viajamos en el mismo tren y
no me vio, y en otra ocasión, en Viena, nos saludamos de lejos, él que
llegaba al andén, yo en la ventanila de un tren que partía. ¿Cómo podíamos
saber que años después volveríamos a encontrarnos en Dorrego, cuando
murió tío Modesto? Me llamó cuando se
sintió morir: No te vayas, quédate conmigo hasta el final. Y eso que
alcanzó a decirme, tomándome la mano, con una sonrisa que ya no le
pertenecía: "En ti me lloraré, con tus lágrimas."
|
Jaime
Monestier
Publicado en "Sexteto & Tres Piezas Breves", El Galeón, ISBN 9974-553-43-1, Mdeo., 2003.
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