En la reunión
con el señor Gracián de la Cueva estuvo presente el notario; dio su
palabra sobre lo que dice la Partida de Aguas. Su casa, La Casa de la
Piedra Negra, tiene mejor derecho por más próxima al arroyo; con el
permiso acordado los labriegos llegarán antes al bajo de Poseiro y a las
tierras de Pontera. Signaron con cruces el acuerdo escrito por el
notario, se besaron y bebieron vino de la misma copa.
Salió al patio y ordenó que abrieran las puertas. El sol ya apuntaba,
rojo como hierro en la fragua. La llanura dormía, aún caliente, solo
algunos cuervos en los olivos. El cornezuelo dañó el centeno y la
cosecha fue pobre, los labriegos protestaron por la paga y lo
amenazaron. Recordó que uno de los batientes del portal principal no
cerraba bien y la hendija permitía el paso de una palanca o de una
lanza. Lo reforzaría.
Esa mañana debía ir a la Venta de la Cabra para acordar con Antonio el
Loco el precio de la cebada. Fue hasta la cuadra y vio a Baltar pastar
unos hierbajos. Le pareció que el anca brillaba como hierro recién
pulido, como su espada. Vio el cubo y el escobajo, Manuel lo habría
cepillado y lavado el polvo del camino.
Volvió y comió pan y ajo y unos trozos de conejo con un poco de vino.
Con el sol más alto iría por la cebada, ordenó que ensillaran. Estaba
molesto, inquieto, sentía escozor en la espalda, en los sobacos, en las
ingles. Le dijeron que los piojos morían si se untaba con huevo de
corneja; pero no, no era buen remedio.
Julián lo vistió y calzó y ensilló el caballo; salió y orinó contra una
parva, montó y partió hacia la Venta. Le dio seguridad la silla nueva,
el espaldar alto y las hebillas ajustadas, los cascos, su eco redoblando
sobre la tierra seca, las ancas ágiles, y en ellas el brillo y el calor
del sol ya alto. La vieja gualdrapa ondeaba como una bandera que avanza
contra el viento. Y el escudo, sí, bordado por ella, la muerta. Pasó
cerca de la ermita de San Dolomeo, y al cruzar el Vado de las Viejas el
caballo tropezó y las patas se hundieron en una costra de fango calizo;
también al atravesar el olivar del señor De la Cuesta hubo una estampida
de cuervos y Baltar se alzó de manos; lo fustigó y las espuelas sonaron
como campanillas, eso le despertó curiosidad, asombro.
Antonio era hombre de peligro; le llamaban El Loco por unos ataques de
rabia que le dieron de niño. El cura Serafín de la Mata lo curó
arrancándole los dientes. Debía tratar con él el precio de la cebada
aunque cuidando de no enfurecerlo; si enloquecía soltaba aullidos y
gritos y corría a refugiarse en el monte.
En el resplandor el horizonte era apenas visible, y Baltar galopaba
hacia la Venta de la Cabra como sobre el trazado de una línea infinita.
Ya podía ver la casa blanca, lejos, tras el escuadrón de algarrobos del
bajo de la Viuda. Se preguntó qué sería ese sonido rítmico, un vaivén
sonoro que seguía el ritmo del galope como las alas lentas de un pájaro
que volara al nivel del camino. Subía desde los cascos, que más que
golpear la tierra parecían rodar sobre ella.
Su pensamiento volvió al señor Gracián de la Cueva, a sus tierras, a
Arleta.
De pronto el camino se inclinó hacia un vado y se hizo profundo para
dejar pasar un hilo de agua. Fue entonces que un algarrobo seco –por un
instante- brilló a su izquierda como una inmensa llamarada, y al mirarla
vio su rostro esfumado en el reflejo. Se persignó y pronunció el Nombre
del Señor en voz baja: temía los espejos. Recordó que su padre, cuando
salían a recorrer el campo con los monteros y los perros a la búsqueda
de jabalíes, le prevenía sobre las confusiones de la vista. Le contó que
cierta vez rodó su caballo y dio con la cabeza contra una piedra. Al
despertar vio cerca una mujer de talar blanco envuelta en un alba
luminosa. Intentó aproximarse pero desapareció en la luz. Y ahora el
algarrobo, su brillo resplandeciente y el reflejo de su rostro: fue un
instante, un relámpago, sí, mi padre hablaba de los engaños de la luz.
Y ahora son sus tierras, mis tierras: mil y seiscientas fanegas con un
algarrobal que cubre una tercia. Otra parte es campo blanco con otra
tercia de olivos, el resto labradío.
Y el señor Gracián de la Cueva desea comprarlas, algo dijo al despedirme
y tenderme las manos: “Vuestras tierras son bellas y de gran provecho”,
pero no respondí. Arleta, las manos tomadas, sonrió.
Sí, es hermosa, tiene en la frente la belleza de la luna de mayo, sus
ojos iluminan y sus cabellos son del color de la noche; su garganta, su
cuello blanco como la harina, como la leche, sus pechos pequeños y
graciosos, y su boca que sonríe como una flor sorprendida. Sí, podría
vender mis tierras al señor Gracián de la Cueva, y Arleta, casaría con
Arleta.
Los cascos de Baltar giran ligeros en el aire a golpe y golpe sobre la
tierra yerma, y la grupa brilla ahora bajo la gualdrapa plateada, al
viento y bajo la refringencia de la luz ciega, y él, el señor de la
Torre, va a hablar con Antonio el Loco para pactar el precio de la
cebada. Su mano acaricia la empuñadura del espadón.
Llegó a la falda del Monte de la Vieja y algunos jabalíes ocultos en el
sotobosque huyeron ante el relincho de Baltar.
Hasta aquí llegan las tierras del Concejo, pensó, lugar de buenas
pasturas. Pero al extender la mano enguantada se extinguió la luz que
iluminaba su memoria; el tiempo también se apagó y comenzaron a llover
sobre su mente otros recuerdos como fina lluvia de esporas, y esa lluvia
ya no tuvo fin y colmó su pasado. Entonces oyó voces en diálogo que
nunca se diría:
- Señor Gracián de la Cueva, sería gran honor para mí desposar a vuestra
hija, Arleta.
- Igual honor sería para esta casa.
Y fue al subir el repecho y doblar la curva que el lomo del animal
brilló tanto como el sol, la montura se extendió como si Dios hiciese de
ella un paño de celebración y los flancos de Baltar se expandieron y sus
patas se curvaron y desaparecieron en los círculos del aire, y el
caballero oyó los latidos del corazón de la bestia, continuos, casi
rugientes como la voz de una máquina viva, y las riendas comenzaron a
girar y la bella cabeza de Baltar prolongó su hocico y se expandió y fue
como si todo comenzara a rodar y relucir sobre el polvo del camino. Y se
reordenaron los tiempos y los campos se poblaron y se expandieron los
ganados, y vio entonces el caballero que su gualdrapa se deshacía en el
aire y los hilos dorados quedaban enredados en los olivos, y ya no hubo
más jabalíes en los campos. La carretera enderezó su ruta y se hizo
firme, y la Venta de la Cabra se hizo polvo y viento. Antonio el Loco se
extravió en los montes para siempre y los caminos se poblaron de
máquinas y de hombres, y la Casa de la Piedra Negra desapareció en el
fondo de un embalse al que hoy llegan de muy lejos miles de aves
peregrinas. Y el caballero nunca llegó a vender su cebada. Arleta y
Antonio el Loco y las codiciadas fanegas, sí, Arleta, la tierra, el
señor Gracián de la Cueva, dónde están. Es que ya no puede pensarlo
mientras aparece y desaparece una y otra vez, disuelto en la luz,
invisible donde en un tiempo y en ese mismo lugar hubo un escuadrón de
algarrobos y se alzó la casa de Antonio el Loco. Allí se detiene y carga
gasolina. Pernoctará y continuará su viaje por la mañana. |