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Retrato de caballero

Jaime Monestier
monest99@adinet.com.uy 

 

Caballero en un caballo blanco
de Abraham Cooper (1787-1868, Reino Unido)

Lo despertó el sol y el arrullo de las palomas en el ventano. Algunas bajaron y comenzaron a picotear junto a su cama sobre el piso de piedra. Se había acostado tarde; fue largo el regreso, el nuevo peto es pesado y muchas las leguas cabalgadas. Pero en la duermevela ha pensado en lo acordado con el vecino, el señor don Gracián de la Cueva. Está satisfecho: le pagará con ovejas el paso de sus labriegos sobre el arroyo del Gato y el cruce de sus tierras hacia las de Pontera. Ha puesto fin al viejo problema que en el pasado causó enemistades y hasta algunas muertes. Antes de despedirse saludó a la hija menor, Arleta, la más hermosa de las tres: sí, Arleta.

Se levantó y tiró el cordón del llamador. Julián entró a la habitación.

- Sírveme comida.

- Mi señor, hay muy poca, pan y algo de conejo, queda poco vino.

- Que haya para la noche.

- Sí, mi señor, algunas trampas están rotas, las llevaré al herrero.

En la reunión con el señor Gracián de la Cueva estuvo presente el notario; dio su palabra sobre lo que dice la Partida de Aguas. Su casa, La Casa de la Piedra Negra, tiene mejor derecho por más próxima al arroyo; con el permiso acordado los labriegos llegarán antes al bajo de Poseiro y a las tierras de Pontera. Signaron con cruces el acuerdo escrito por el notario, se besaron y bebieron vino de la misma copa.

Salió al patio y ordenó que abrieran las puertas. El sol ya apuntaba, rojo como hierro en la fragua. La llanura dormía, aún caliente, solo algunos cuervos en los olivos. El cornezuelo dañó el centeno y la cosecha fue pobre, los labriegos protestaron por la paga y lo amenazaron. Recordó que uno de los batientes del portal principal no cerraba bien y la hendija permitía el paso de una palanca o de una lanza. Lo reforzaría.

Esa mañana debía ir a la Venta de la Cabra para acordar con Antonio el Loco el precio de la cebada. Fue hasta la cuadra y vio a Baltar pastar unos hierbajos. Le pareció que el anca brillaba como hierro recién pulido, como su espada. Vio el cubo y el escobajo, Manuel lo habría cepillado y lavado el polvo del camino.

Volvió y comió pan y ajo y unos trozos de conejo con un poco de vino. Con el sol más alto iría por la cebada, ordenó que ensillaran. Estaba molesto, inquieto, sentía escozor en la espalda, en los sobacos, en las ingles. Le dijeron que los piojos morían si se untaba con huevo de corneja; pero no, no era buen remedio.

Julián lo vistió y calzó y ensilló el caballo; salió y orinó contra una parva, montó y partió hacia la Venta. Le dio seguridad la silla nueva, el espaldar alto y las hebillas ajustadas, los cascos, su eco redoblando sobre la tierra seca, las ancas ágiles, y en ellas el brillo y el calor del sol ya alto. La vieja gualdrapa ondeaba como una bandera que avanza contra el viento. Y el escudo, sí, bordado por ella, la muerta. Pasó cerca de la ermita de San Dolomeo, y al cruzar el Vado de las Viejas el caballo tropezó y las patas se hundieron en una costra de fango calizo; también al atravesar el olivar del señor De la Cuesta hubo una estampida de cuervos y Baltar se alzó de manos; lo fustigó y las espuelas sonaron como campanillas, eso le despertó curiosidad, asombro.

Antonio era hombre de peligro; le llamaban El Loco por unos ataques de rabia que le dieron de niño. El cura Serafín de la Mata lo curó arrancándole los dientes. Debía tratar con él el precio de la cebada aunque cuidando de no enfurecerlo; si enloquecía soltaba aullidos y gritos y corría a refugiarse en el monte.

En el resplandor el horizonte era apenas visible, y Baltar galopaba hacia la Venta de la Cabra como sobre el trazado de una línea infinita. Ya podía ver la casa blanca, lejos, tras el escuadrón de algarrobos del bajo de la Viuda. Se preguntó qué sería ese sonido rítmico, un vaivén sonoro que seguía el ritmo del galope como las alas lentas de un pájaro que volara al nivel del camino. Subía desde los cascos, que más que golpear la tierra parecían rodar sobre ella.

Su pensamiento volvió al señor Gracián de la Cueva, a sus tierras, a Arleta.

De pronto el camino se inclinó hacia un vado y se hizo profundo para dejar pasar un hilo de agua. Fue entonces que un algarrobo seco –por un instante- brilló a su izquierda como una inmensa llamarada, y al mirarla vio su rostro esfumado en el reflejo. Se persignó y pronunció el Nombre del Señor en voz baja: temía los espejos. Recordó que su padre, cuando salían a recorrer el campo con los monteros y los perros a la búsqueda de jabalíes, le prevenía sobre las confusiones de la vista. Le contó que cierta vez rodó su caballo y dio con la cabeza contra una piedra. Al despertar vio cerca una mujer de talar blanco envuelta en un alba luminosa. Intentó aproximarse pero desapareció en la luz. Y ahora el algarrobo, su brillo resplandeciente y el reflejo de su rostro: fue un instante, un relámpago, sí, mi padre hablaba de los engaños de la luz.

Y ahora son sus tierras, mis tierras: mil y seiscientas fanegas con un algarrobal que cubre una tercia. Otra parte es campo blanco con otra tercia de olivos, el resto labradío.

Y el señor Gracián de la Cueva desea comprarlas, algo dijo al despedirme y tenderme las manos: “Vuestras tierras son bellas y de gran provecho”, pero no respondí. Arleta, las manos tomadas, sonrió.

Sí, es hermosa, tiene en la frente la belleza de la luna de mayo, sus ojos iluminan y sus cabellos son del color de la noche; su garganta, su cuello blanco como la harina, como la leche, sus pechos pequeños y graciosos, y su boca que sonríe como una flor sorprendida. Sí, podría vender mis tierras al señor Gracián de la Cueva, y Arleta, casaría con Arleta.

Los cascos de Baltar giran ligeros en el aire a golpe y golpe sobre la tierra yerma, y la grupa brilla ahora bajo la gualdrapa plateada, al viento y bajo la refringencia de la luz ciega, y él, el señor de la Torre, va a hablar con Antonio el Loco para pactar el precio de la cebada. Su mano acaricia la empuñadura del espadón.

Llegó a la falda del Monte de la Vieja y algunos jabalíes ocultos en el sotobosque huyeron ante el relincho de Baltar.

Hasta aquí llegan las tierras del Concejo, pensó, lugar de buenas pasturas. Pero al extender la mano enguantada se extinguió la luz que iluminaba su memoria; el tiempo también se apagó y comenzaron a llover sobre su mente otros recuerdos como fina lluvia de esporas, y esa lluvia ya no tuvo fin y colmó su pasado. Entonces oyó voces en diálogo que nunca se diría:

- Señor Gracián de la Cueva, sería gran honor para mí desposar a vuestra hija, Arleta.

- Igual honor sería para esta casa.

Y fue al subir el repecho y doblar la curva que el lomo del animal brilló tanto como el sol, la montura se extendió como si Dios hiciese de ella un paño de celebración y los flancos de Baltar se expandieron y sus patas se curvaron y desaparecieron en los círculos del aire, y el caballero oyó los latidos del corazón de la bestia, continuos, casi rugientes como la voz de una máquina viva, y las riendas comenzaron a girar y la bella cabeza de Baltar prolongó su hocico y se expandió y fue como si todo comenzara a rodar y relucir sobre el polvo del camino. Y se reordenaron los tiempos y los campos se poblaron y se expandieron los ganados, y vio entonces el caballero que su gualdrapa se deshacía en el aire y los hilos dorados quedaban enredados en los olivos, y ya no hubo más jabalíes en los campos. La carretera enderezó su ruta y se hizo firme, y la Venta de la Cabra se hizo polvo y viento. Antonio el Loco se extravió en los montes para siempre y los caminos se poblaron de máquinas y de hombres, y la Casa de la Piedra Negra desapareció en el fondo de un embalse al que hoy llegan de muy lejos miles de aves peregrinas. Y el caballero nunca llegó a vender su cebada. Arleta y Antonio el Loco y las codiciadas fanegas, sí, Arleta, la tierra, el señor Gracián de la Cueva, dónde están. Es que ya no puede pensarlo mientras aparece y desaparece una y otra vez, disuelto en la luz, invisible donde en un tiempo y en ese mismo lugar hubo un escuadrón de algarrobos y se alzó la casa de Antonio el Loco. Allí se detiene y carga gasolina. Pernoctará y continuará su viaje por la mañana.

 

Jaime Monestier
monest99@adinet.com.uy 

 

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