Los gelonios en la narrativa de Julio Ricci[5]
Jaime Monestier

En l929 escribía Vaz Ferreira sobre Felisberto Hernández: “Tal vez no habrá en el mundo más de diez personas a las cuales les resulte interesante: yo me considero una de ellas...Si fuese célebre se comentarían tres cosas en el mundo: la forma, el estilo y la hondura, pero como no es célebre, no va a ir a ninguna parte”. Con Julio Ricci sucedió algo parecido, aunque influyeron también otras razones. 

Si se aborda su obra dejando de lado toda valoración literaria, aparenta ser la de un estudioso de las patologías de la conducta, fundamentalmente de las obsesivas. Esa es la impresión del lector desprevenido. Pero si se valora lenguaje y estilo se llega sin duda a juicios como el que emitió  José Gobelo al leer El Grongo, segundo libro de Ricci: haber encontrado un escritor “con toda la barba, de imaginación rápida, de ojo curioso y medio conventillero también para observar intimidades y minucias, de estilo como a la que te criaste y sin embargo inteligentemente elaborado” [1]

No somos críticos, no nos compete entrar en estas áreas. Sólo diremos que, entre muchos otros, Ricci acuñó un término para definir eso que hemos llamado patologías de la conducta, no médicas y que, por el contrario, en general son consideradas normales: las llamó “gelonios”, y a ellos nos referiremos.  

Los gelonios –concepto que se irá precisando- y sus diversas  manifestaciones provocan en el cuentario de Ricci diferentes reacciones: desde el humor irresistible –aunque no cualquier humor, ya que no es el fino humor inglés ni el de Cantinflas ni el de Juseca u otro conocido, sino un humor que oscila entre lo esperpéntico y  asqueante -se ha dicho que hace reír pero no divierte-, hasta el otro extremo, el de golpear al lector y tratar de despertarlo con lo repulsivo y profundamente asqueante, como lo hace en el cuento Los coleccionistas de escupidas.  

Cuando se completa la lectura de la obra de Ricci –ocho libros de cuentos más algunos publicados en la revista Foro Literario y en la prensa- se tiene la impresión de haber recorrido una galería de personajes atípicos, o al menos así los vemos, aunque todos vinculados por algo en común. Parece en principio que Ricci se encarnizara con ellos, que sólo quisiera mostrárnoslos en sus debilidades, en sus rutinas, en sus manías, en sus obsesiones y defectos. Pero una lectura más atenta, “a trasluz”, nos hace percibir que siente por ellos una profunda conmiseración y cariño.

En el cuento La mesita, un joven ingresa a una firma comercial, se le adjudica una mesa de trabajo y en ella comienza a realizar asientos contables. Los años pasan y el joven empieza a desear que su humilde mesita de tablas sea cambiada por un escritorio más aparente. Si observamos bien, vemos que el protagonista no es el joven de carne y hueso, que envejecerá por décadas deseando el cambio hasta que lo echen por viejo e inútil: el cerno del cuento es ese deseo fútil, insignificante, que congela al ser humano en un anhelo alienante y que lo descentra de su condición humana. Ha consumido la vida tras un deseo pueril.

Y quizás el deseo considerado genéricamente -eficaz catalizador de desdichas-, ya sea de dinero, de viajes, de confort, de poder, de fama, de placeres, sea la esencia y naturaleza de lo que Ricci ha llamado gelonios. Según nos dijera el doctor Alfredo Güidi, médico y escritor, íntimo amigo de Ricci, en entrevista que le hiciéramos en el año 2000, el término fue acuñado a partir del italiano gelo, gelare, hielo, helar, congelar, solidificar: son esas obsesiones, esos miedos, esos deseos grandes o insignificantes que se instalan en el corazón del hombre y que terminan por condicionar su vida, por solidificarlo, por congelarlo y lentamente deshumanizarlo. Pero esos gelonios –invariable pivot del argumento, y el ser humano que es su presa y su vehículo- se proyectan y funcionan siempre en la relación social, y es en ella donde desencadenan el conflicto en el que el autor hunde su escalpelo.

Los personajes de Ricci no son, por lo general, gente de dinero; por el contrario, lo son en su mayoría de condición modesta, y muchos de ellos, con frecuencia centroeuropeos, condicionados a su vez por una infancia sometida a regímenes autoritarios, a miseria, a hambre, lo que les ha dejado una borra de frustraciones, dolores y resentimientos, tal como lo expresara Ricci en entrevista a Fernando Butazzoni [2].       

La obra puede verse, pues, como un muestrario o galería de la condición humana. Cada personaje es una réplica de muchos otros, en sus degradaciones y sufrimientos, víctimas extraviadas en el laberinto del deseo, de la nostalgia o de la obsesión.

Los personajes de Ricci no son imaginarios. En su inmensa mayoría, por no decir todos, son tomados de seres reales, conocidos de Ricci, coleccionista de caracteres, de tics y de manías, síntomas inequívocos de gelonios. Sobre este punto nos confiaba el doctor Güidi que en una oportunidad preguntó a Ricci cómo era que se atrevía a describir con tanta minucia y realismo personas conocidas, cómo no temía que se reconocieran en sus cuentos. “No se dan cuenta, contestó Ricci, no se reconocen porque no se conocen a sí mismos”. Amigo de visitar a sus amigos, a cualquier hora, a la más inesperada, de mañana temprano o avanzada la noche, luego de los saludos formulaba la inevitable pregunta: “¿No tenés algún cuentito, alguna historia, algo que te haya sucedido?”.          

Dice Ricci en el prólogo a El Grongo:

Las narraciones que incluye este volumen (...) son (...) producto de mis constantes meditaciones sobre los hombres, esos hombres ora sumisos y resignados, ora violentos y solapadamente malvados que veo día a día moverse por las calles con sus secretos y sus tragedias a cuestas y como hormigas en busca de un destino tranquilizador que casi siempre les hace gambetas” (...) “En todos los lugares en que anduve he hallado siempre la inseguridad, el dolor, el odio, la angustia, la venganza, la calumnia, la mentira, y también el amor y la amistad” (...) “En todos los lugares en que estuve he hallado también ese palpitar dolorido y ansioso de los hombres que brota de su incapacidad de entenderse, y me he preguntado: ¿Cómo se podrá solucionar esto? Y he pensado que nunca habrá solución, porque el hombre es un ser lamentable y afortunadamente fáustico, de proyecciones ilimitadas y ambiciones infinitas que construye la trama de la sociedad a su imagen, esa imagen siempre cambiante pero coherentemente incoherente que se nutre de justicia e injusticia”. Y cierra más adelante su desesperanzado diagnóstico: “El odio, la intransigencia, la prepotencia, el sadomasoquismo, la mitificación, la veleidad, el sectarismo, la credulidad, el “sorpassismo” (...) e infinidad de otros “gelonios”, recorren hoy señoriales la superficie del planeta”.

En un artículo publicado en Graffiti, año I, No.5, agosto l990[3], el autor revela los resortes internos de su creación. Para él  las civilizaciones son gigantescos antiprogramas de vida que determinan el desarrollo y conformación de las sociedades. Este esquema, dice, se refleja en la literatura, en la que comparecen los grandes problemas que plantean las programaciones y su conflicto con la libertad. Hay así una lucha entre el equilibrio que exige el programa y las presiones a las que el hombre es sometido por sus deseos y ansiedades, y que por momentos lo llevan a romper ese equilibrio. Hay seres, dice, que no soportan las reglas programáticas pero que de algún modo continúan funcionando en la sociedad. La gran literatura busca introducirse en el meollo de ese conflicto que afecta al hombre renuente a la programación o en vías de desprogramación.

Dice Wilfredo Penco en nota publicada en Brecha el 29 de setiembre de l995, tres días después de la muerte de Ricci, y con relación a  este aspecto de la narrativa ricciana: “Cada cuento es una muestra perdurable de comunicación e incertidumbre, de ferocidad y desencanto y también d ehumor corrosivo. La cara secreta del mundo, oculta bajo apariencia de lo normal, queda al descubierto en una operación que invierte  valores y costumbres y no deja lugar a la esperanza: cuando ésta se realiza es inevitablemente “sin pena ni gloria”.

Y esos gelonios que hemiplejian al hombre y lo ex-orbitan de la convención civilizada pactada con su prójimo, pueden presentar síntomas diversos. Ya en el prólogo de El Grongo ha hecho una enumeración somera de ellos: inseguridad, dolor, odio, angustia, venganza, calumnia.

En el cuento, “El reventazo”, publicado en El Diario de la noche el 18 de julio de l993, Ricci hace de los gelonios el tema genérico de una historia singular. En un tiempo impreciso, en el futuro, vencidos ya por la medicina los infartos y el sida, hace su aparición una nueva enfermedad, “el reventazo”, la explosión y desintegración que algunos altos ejecutivos sufren como consecuencia del estrés, de la ansiedad desmesurada provocada por el lucro. Y entre las informaciones que proporcionan las estadísticas y la clínica, hallamos la lista de ciertos “biosignos” –dice Ricci- que hasta entonces sólo habían sido tratados “literariamente”; así como –y enumera- “la ambición, la ansiedad, la envidiosidad, la traicionalidad, la durabilidad de la gloria, la desealidad de la notoriedad y de bellas mujeres”, etc. Dejando de lado el tema de la creatividad de lenguaje, todas esas patologías o biosignos son de naturaleza común: falsas necesidades originadas por el deseo. Eso provoca en los ejecutivos el estrés, que en el cuento lleva a  los ejecutivos a tal grado de crisis tensional que revientan como petardos. Todos hemos conocido alguno de estos ejemplares, y Ricci nos ha dejado un retrato paradigmático del candidato al reventazo –que finalmente le llega- en el cuento Las pastillas.

Vinculando esto con lo que Ricci explicara sobre el sentido de sus cuentos y el centro de su temática, sobre los resortes que mueven a sus criaturas, vemos que las aquejadas por ellos son aquellas que entran en colisión con las reglas programáticas impuestas por la sociedad –por la civilización, dice Ricci- o el establishment, y que por momentos los llevan a romper ese equilibrio, aún cuando no lleguen a lograrlo totalmente. El gelonio, deseo exacerbado y condicionante, hace que su víctima  vuelva sus armas contra el pacto programático y entre en colisión con él, lo que provoca el estrés, la desarmonía, la manía, la esquizofrenia, la abulia, el sometimiento o el deseo de dominación, o bien la psicosis de la postergación o de la irresolución.

Esa es la razón por la que el médico, en el cuento El reventazo, para evitar la explosión aniquiladora, aconseje al acaudalado paciente que abandone toda actividad, que consiga un carrito y un perro sarnoso, y que se dedique a hurgar basura y a comer desperdicios podridos. Así, le dice, la abolición total de deseos, de ansiedades y demás gelonios eliminará la amenaza de la nueva epidemia.

Esos gelonios, pues, si bien tienen como naturaleza común la alienación –ajenización- del hombre con relación a los códigos de convivencia con la sociedad y sus convenciones axiológicas, pueden definirse como el congelamiento de un sector de la personalidad fijado por una escisión esquizofrénica, lo que vincularía la temática de Ricci con ciertos aspectos del tema del doble.

Así observados, los gelonios de Ricci son susceptibles de ser  clasificados según su naturaleza. En cada cuento aparece uno o varios claramente discernibles. Para simplificar, ya que la sintomatología de esos “biosignos” tienen perfiles no del todo nítidos y varios se superponen a veces en un mismo personaje, los hemos diferenciado en pocos grupos claramente discernibles:

Sometidos y dominantes. El sometido se enfrenta a una autoridad real o imaginaria que lo humilla y a la que se rinde, a veces con satisfacción masoquista, a veces con miedo, a veces por mera necesidad. El dominador, a su vez,  es presa de una megalomanía desquiciante que lo transforma en un personaje las más de las veces esperpéntico. La jerarquía es modelo de este gelonio.   Cuentos paradigmáticos del dominado son La baba, El pollo, El Pochito,  Los domingos no los paso más en casa de mi señora, Las cerillas II, entre otros.

Sometimiento social. En un segundo grupo Ricci no atiende tanto a un personaje, sino a la sociedad en su conjunto como víctima de un gelonio colectivo, de una alienación genérica que la llevará a la destrucción y al desalme –término ricciano y título de su último libro- encuadrándose siempre la denuncia en un marco autoritario que, dada la época en que esos cuentos fueron escritos, debemos vincularlos con la dictadura militar. Ricci publicó todos sus libros entre l970 y l994, por lo que es fácil detectar disimuladas y a veces claras alusiones a la asfixia provocada por la dictadura. Lo que Isolde Jordán[4] llama en su colección de ensayos “inmovilismo existencial”, tiene aquí, como regla general, un marco político dominante. Así, en La cola, cuento en el que hace su aparición El Grongo, entidad misteriosa que todos ven  como amenazante y oscura, y que en conversación con su amigo el doctor Güidi, Ricci definió como “la esperanza”, pese a la presencia de los gelonios que aquejan a los integrantes de la cola interminable –presencia metafórica de la humanidad-, que espera turno  para un trámite tan trágico como final, la lectura del entorno debe restringirse a clave política y ver en ella una clara alusión a la dictadura. La explícita referencia a “los glaucos”, o sea a los verdes, mote con que se aludía a los soldados, a “los ecuestres”, referencia a la caballería, y a “los helicoidales”, la aviación, es alusión elíptica pero directa a la parálisis institucional, cultural, social y política que  aquejaba al país, al agobio provocado por las fuerzas armadas que vivaqueaban en el poder, aplicando a la última dictadura la cáustica expresión de Zum  Felde, y cuyo poder ominoso vemos claramente aludido en la interminable cola que avanza hacia el trámite final, que bien puede entenderse como de libertad o de muerte.

También pertenece a esta serie  La Pared, Las grandes elefantíadas, La cuestionable eficacia de la paz, denuncia de la guerra como forma deshumanizada de comercio, Los coleccionistas de escupidas, cuento posiblemente inspirado en la escupida que un joven propinara al presidente Richard Nixon en ocasión de su visita a nuestro país.

La postergación. En una tercera serie encontramos otro biosigno esquizoide que denominamos “de postergación”. El personaje persigue un objetivo que jamás es alcanzado, y sin que haga esfuerzos mayores por lograrlo: parece ser el deseo del deseo o la habitualidad al deseo.  El cuento El shoijet es ejemplar: el narrador busca a un amigo judío de su infancia por el que siente particular afecto y agradecimiento. Desea encontrarlo sin un objetivo concreto y movido por un deseo sin justificación, lo obliga a viajar a Buenos Aires e investigar en la colectividad judía. Una larga peripecia lo conduce finalmente a encontrarse frente a frente con su amigo, pero nada sucede; hablan de vaguedades, el amigo no lo reconoce, está viejo y enfermo, y él calla, nada dice de su búsqueda ni de su motivo. Esa misma noche, su amigo –que finalmente descubre que vive pared por medio con su apartamento- muere de un ataque cardíaco y la posibilidad de comunicación desaparece. La indecisión, la postergación, la timidez, la duda, han triunfado.  

Respecto de este particular gelonio –y su variante, el temor al cambio, a lo imprevisible- dice  Ricci en el prólogo a su libro Los mareados: “El tener que desprenderse del presente, el tener que pasar a nuevas instancias de la vida, produce en algunos seres una especie de dolor existencial. Marea. Unos se expresan en la indecisión, otros en la nostalgia, otros en el conformismo”, y en todos ellos el espíritu se refugia en la postergación, en la espera, en el enlentecimiento: quizás, pensamos, cohabitando con los gelonios, perviva en el alma de esos personajes un miedo esencial.

Una última serie agruparía aquellos centros en los que la sombra de lo fantástico parece hacerse presente, aunque en todos los casos íntimamente ligada a la muerte. La muerte, dice Ricci, es “la única ceremonia secreta” ya que nadie puede vivirla por otro. Lo fantástico es presentado como tal, pero siempre queda abierta la puerta para la explicación racional, lo que nos lleva a descubrir, en todos los casos, la presencia metafórica de la muerte. Lo fantástico, o la apariencia de, se transforma así en un vehículo de lo gelónico y que lo alimenta. Es ejemplar el cuento El apartamento, en el que nos permitimos ver una fuerte coloración felisbertiana. Roberto, el narrador, mantiene una extraña relación con una silla a la que llama María y que al parecer mata a quienes se sientan en ella. Pero lo fantástico es sólo aparente: la empleada que atiende a las visitas y que les sirve vino es la que subrepticiamente envenena a los visitantes. Aunque la explicación sólo es admitida por el narrador como una posibilidad, manteniendo viva la posibilidad de lo fantástico.

En dos cuentos, El viaje a Tumba y El viaje al suelo, ambos del libro Los mareados, un aire también fantástico envuelve ambas historias y se apodera de ellas, pero sólo para vehiculizar la presencia de la muerte, la fugacidad vertiginosa de la vida. En el primero, El viaje a Tumba, el acelerado envejecimiento, segundo a segundo, en un viaje devorador de vida, de sueños y de ambiciones; y en El viaje al  suelo la memoria –también vertiginosa- que retrocede en sentido contrario al avance de los segundos que cuentan la caída de un suicida. En ambos cuentos, lo fantástico no es sino un trágico metalogismo. El ubi sunt parece viajar en el tiempo y reaparecer, decenas de siglos después, en los textos de Ricci y en el gelonio-muerte, estación final de la alienación humana.

También en el clima onírico de ese cuento terrible, La cola, parece percibirse el resplandor de lo sobrenatural. El juego del tiempo relativizado entre un ayer, hoy o mañana intercambiables, año a año o siglo a siglo en el vértigo de la intemporalidad que aqueja esa cola interminable, acosada por la máquina trituradora de huesos de visita implacable, sólo metaforiza los grandes gelonios que desde siempre han aquejado a la humanidad. Y en El Grongo, amenaza difusa, metafísica o política, oscilante entre el miedo y la esperanza, que aterra y que es aludida una y otra vez como peligro o amenaza por una humanidad ya desquiciada, el lector avisado puede ver una referencia de confrontación con la alienación humana, una sombra kafkiana –cucarachas metamorfoseadas incluidas- que pauta otro de los gelonios, uno de los tantos aludidos fugazmente por Ricci en alguno de sus cuentos y que ha pesado desde siempre como factor de desquicio: el pensamiento mágico, cepo de una conciencia libre y plenamente asumida.   

Una última consideración sobre la obra de Ricci considerada en su conjunto. Ella puede percibirse como una notable y originalísima meditación sobre el hombre y sus errores, sus miedos, sus goces y esperanza, sus bondades y sus pasiones. El tiempo político opresivo en que tocó escribir a Ricci y su enfrentamiento con la inteligencia de la época, tan brillante como petulante, despertaron roces y resentimientos de capillas a los que contribuyó también la palabra acerada y cáustica del propio Ricci. Debe darse su aislamiento por terminado y ver en Ricci una voz de denuncia, en medio del miedo y del silencio cultural provocado por la dictadura. Pero también debe verse en él al patólogo de las debilidades del hombre, estudioso de su extravío, enrolado, entre la risa y el llanto, en un humanismo tan antiguo como  necesario y vigente.           

[5] Leído en el Homenaje al escritor Julio Ricci, Biblioteca Nacional, Sala José Pedro Varela, mesa integrada por Tomás Stefanovics, Fernando Aínsa, Héctor Balsas y el autor, en Montevideo, el 27 de octubre de 2008. 

Notas:           

[1] Comunicación l383, Academia Porteña del Lunfardo.

[2] Idem, Entrevista a Julio Ricci,  pg.20.

[3] Año I, No.5, agosto l990

[4] Selección de Ensayos, “El inmovilismo existencial en la narrativa de Julio Ricci”,  Mdeo., Graffiti, l993.

Jaime Monestier

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