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La última sirena |
Yo
llegué a conocer la última sirena, esa que menciona Álvaro Cunqueiro en
uno de sus cuentos, vieja de tetas vencidas y pelo blanco. De ella, dice
en melancólica crónica, se apartaban
las olas, desairaban su cuerpo viejo por echar de menos la frescura y
turgencia de las ondinas jóvenes, hoy desaparecidas. En el Norte, me han
dicho, quedan sus hijos, los espumeros, que arriman a la playa los cuerpos
de los pescadores ahogados. Cuentan las crónicas que el canto de las
ondinas permanecía flotante y mecido por mucho tiempo en la natilla de la
espuma, aún después que nadaban y desaparecían entre ondas y poemas. Ésta,
dice Cunqueiro, la última, la sobreviviente, había olvidado todo, hasta
el canto, y solía pedir limosna en los barcos que surcaban las mismas
aguas por las que en otro
tiempo navegaron Ulises y otros navegantes de prestigio. La conocí en las Baleares, tierras fértiles en magias, en Ibiza, cuando por aquellos años un dios airado me condenó a dirigir cruceros colmados de ocio y de riqueza. Una noche, a la luz de una luna suntuosa, dejé el puente de mando, bajé a puerto y caminé en dirección al mercadillo de los artesanos. Paseaba entre la gente, irritado por el tedioso perfume del incienso y el humo de la droga, por el tumulto frívolo y parlanchín de los turistas; saludé a algunos, evité a otros, y me asombró la repetición unánime de anillos y collares, de incensarios y dijes, de relicarios e imágenes, |
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tediosas imitaciones de joyas orientales. Me acerqué a alguna de las
tiendas, me entretuve en conversaciones intrascendentes y entré al el
regateo de algunos precios. Ya me volvía cuando me retuvo, sí, una sarta
de caracoles rojos enhebrados en una fina trenza de juncos. Eran pequeños
y ahusados, diminutos, extrañamente
idénticos, como escapados a la obligada diversidad de la naturaleza. La
vendedora, mujer pequeña y de aire ausente, me observaba sentada tras el
escaparate. Era de mucha edad, tanto que la juzgué incalculable.
Brillaban en su rostro los ojos frescos, jóvenes en un rostro sin tiempo,
risueños y acosados por infinitas arrugas; me contemplaban serenos, y
pese a estarse fijos en mi rostro, sentí que aquella mirada me recibía y
mecía con cierta afectuosa atención. La luz de los reflectores era
intensa; observé el pelo ceniciento sobre los hombros, en sus sienes
algunos reflejos claros, veteados de un gris indefinible, ese color que
solo trae el tiempo, como a los musgos bajo el batir del agua. Una chalina
ajada y de color incierto le cubría los hombros. Permaneció quieta,
entre los dedos una larga boquilla de espuma de mar, que agitó en
un saludo apenas insinuado tras el humo de la marihuana. Le
pregunté por el collar, ese –le dije- el de los caracoles que parecen lágrimas
color escarlata. No
esperaba voz tan fresca, indefinible en su acento, ajeno a cualquier
lengua conocida: ¿Le
interesa?, sí, es muy bonito, los encuentro en el fondo del mar; ni los
buzos se atreven a llegar hasta allí, a sitio tan profundo. Yo vivo en la
boca de un abismo, varios quilómetros al Norte de Es Vedrá. Conocía
el lugar, estuve varias veces, una catedral de piedra colmada de pena. Allí
vivo, me dijo, y en las noches de luna, al amanecer, comienzan a girar
grandes remolinos; son las aspas del viento que al hundirse en las olas me
abren las puertas y por ellas desciendo. Allá abajo los encuentro, a los
pies de peñas gigantes, porque allá hay también valles y montañas, y
los hay blancos, rojos, azules, negros, y puedo escoger los más pequeños.
No
le creí, pero nada dije. Sí,
insistió, nací y vivo en el mar, bajo una gran piedra blanca, bajo el
cielo de agua que surcan los barcos y sus desesperanzas. Por
supuesto que no creí su historia. Me pidió que escogiera el collar de mi
agrado y elegí uno al azar, éste que hasta hoy llevo al cuello. No quiso
cobrármelo, pese a mi insistencia, por lo que dejé sobre su mesa una
suma que estimé justa. Salió
de su tienda y comenzó a desarmarla; guardó las conchas y caracolas,
apagó las luces y cerró los batientes. Sí,
sé que no me has creído, ¿quieres acompañarme? Caminamos
a lo largo del malecón en
dirección a una playa, una hora de camino. Hablamos del mar y de sus
riesgos, de la tristeza y del recuerdo, esa enfermedad de alta mar.
Finalmente insistí: ¿Pero
acaso no vives en alguno de esos barcos? No,
no, yo vivo ahí enfrente, en el agua, soy la última sirena, no tengo
padres, hermanos ni hijos. Sólo soy sirena cuando entro en el
mar, pero nadie debe verme; es que habito otro mundo, el de la
leyenda. Ahora te irás y yo entraré al agua: si te volvieras sólo verías
una mujer. ¿Y
vivirás para siempre? ¿No mueren las ondinas? Todo
muere, aun las leyendas, y cada hora que pasa nos acerca a la muerte.
Fuimos muchas hermanas, algunas se casaron con marinos, no regresaron al
mar y conocieron el dolor y la muerte. Sólo yo he sobrevivido y moriré
cuando nadie me recuerde, por olvido. Pero también puedo desaparecer,
como ha sucedido, bajo la cólera y los golpes del mar, como un desecho,
arrojada a la playa por la furia de las olas. Permanecí
callado. Soy
vieja, ya no canto como en otros tiempos, no desoriento a los marinos;
vendo esos collares y el dinero lo doy a los pescadores, aunque a veces,
como de nada me sirve, lo pierdo. Se acercó a la orilla y una ola pequeña le mojó los pies; sentí que esperaba a que me alejara. Le di la espalda y caminé hacia el malecón, pero al trepar la última duna volví la cabeza. Un cierto fulgor parecía flotar sobre la orilla, quizás fuera un reflejo; algunas luciérnagas sobrevolaban la playa, y la noche –si puedo decirlo- era apenas un resplandor oscuro. |
Jaime
Monestier
monest99@adinet.com.uy
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