El imprescindible regreso de Ariel |
El
15 de julio pasado se cumplieron ciento veintinueve años del nacimiento
de José Enrique Rodó, y en el curso de este año, un siglo de la
publicación de Ariel. Pocos medios han dado debida importancia a ambos
aniversarios, sin perjuicio de haberse celebrado importantes eventos académicos.
Desconocemos el alcance de su conmemoración en los centros de enseñanza,
escolar y liceal. Poco se habla hoy de Rodó, cuyos extensos textos
amedrentaban a los jóvenes por la elevacción y abstracción de sus
conceptos, por su aticismo marmóreo, por su augusto perfil clasicista y
su temática catedralicia. Rodó
fue, entre nosotros, el típico modernista, término tomado en su
significación plural, en lo que guarda en sí de
humanismo, liberalismo, estilismo, sensorialismo, culto de lo clásico,
reactivo ante el positivismo utilitario y unidimensional representado entonces
por la América anglosajona. De ahí que Rodó fijara
su atención –de los primeros y sin saberse él también
modernista- sobre Ruben Darío, epónimo de aquel movimiento renovador
hispanoamericano. La
imagen que nos queda de un autor es casi siempre similar a su obra, y así
vemos a Rodó, como su estilo y su prosa, magistral, austero, vuelto
siempre sobre sí mismo en la pasión de la meditación serena. Como el
Rey Hospitalario de Ariel,
generoso en el dar, pero también refugiado en la reserva íntima, allí
donde nadie podía penetrar, donde sin duda –como el Rey de su parábola-
dedicaba su ocio fecundo a “pensar,
soñar, admirar”. Uno
de los signos del modernismo fue su adhesión a los valores del
liberalismo, no en su dimensión política, sino filosófica, el culto a
la libertad concebida como valor absoluto,
herencia ésta de los siglos XVIII y XIX y de sus genes
enciclopedistas. Fueron las grandes masas desposeídas y sus voceros ideológicos
quienes tuvieron a su cargo la tarea de formular el catálogo de las
libertades relativas, de esas que se conquistan día a día en el combate
por el alivio de las carencias cotidianas. Sin
embargo, la expansión neofenicia que comenzó a desarrollarse a fines del
siglo XIX y que terminó de expandirse en el XX, culminando hacia el fin
del siglo y del milenio con la tecnologización globalizadora, sigue
sembrando pobreza -no solo espiritual- en nombre de sus dioses y de sus
valores. Rodó lo vio en su momento –1900- y fue la primera voz en
denunciar lo que llamó la nordomanía.
En su homenaje, en el actual momento histórico, proclamemos entonces como
imprescindible el regreso de Ariel. “Hay
dos clases de almas, dice Vaz Ferreira:
almas liberales y almas tutoriales. Almas cuyo ideal instintivo es la
libertad (entendamos, propia y ajena) y almas que tienen un ideal de
tutela, y por consiguiente de autoridad: que por una parte necesitan o
desean tutela y por otra parte desean imponerla”. Y
el genio de Ariel, fresco y juvenil, es un alegato contra toda tutoría
del espíritu, paridora de las otras, las que envilecen y esclavizan. Una
dramática y pandémica crisis nos suministra hoy una cultura basta y de
mercado a la que los servicios mediáticos –con pocas excepciones-
sirven de vehículo sumiso. Decía, pues, Ariel en 1900, en su
apasionado a la vez que terso alegato, a propósito de la civilización
norteamericana, luego de compararla desventajosamente –aunque con toda
cortesía- con la aristocrática cultura inglesa: “La influencia política de una plutocracia representada por los
todopoderosos aliados de los trust, monopolizadores de la producción y
dueños de la vida económica es, sin duda, uno de los rasgos más
merecedores de interés en la actual fisonomía del gran pueblo.” Coincidentemente
con esta expansión económica de los cada vez más concentrados centros
de poder, la explosión tecnológica que signa el inicio del tercer
milenio tiende a invadir la vida interior, los imprescindibles recintos
privados del Rey Hospitalario. Las redes de comunicación permanente han
terminado por imponerse como necesidad, generando un verdadero monitoreo
del pensamiento inspirado en la filosofía del entertainment.
Abrumados por la oferta, por la fascinación de lo macro, por la exaltación
de valores y necesidades virtuales, fictos, no reservamos tiempos de
pausa, de reflexión, de evaluación. Próspero,
el maestro ideal, nos incita a todos, jóvenes y viejos, desde su siglo de
vida: “Hablemos, pues, de cómo consideraréis la vida que os espera”.
Vaya propuesta. Parece difícil abordar siquiera la idea de considerar el
futuro, cuando estamos atacados de irremediable presentismo, quemando toda
capacidad de esperanza en la bengala del consumo estéril y numérico. Y más
aún cuando agrega: “Aspirad,
pues, a desarrollar en lo posible, no un solo aspecto, sino la plenitud de
vuestro ser.” Más que
ardua tarea, sin duda, cuando el acoso nos persigue hasta el interior de
nuestro propio habitat, cuando la enseñanza tiende cada día más a
enmascaradas formas de entrenamiento
unidimensional, de mera emulación
empobrecedora. Quizás
en la educación se halle la clave para crear una salida de emergencia.
Porque los derechos de la democracia no proclaman la igualdad en la medianía,
en la “tendencia a lo utilitario y
vulgar”. Eso es fruto de una concepción inferiorizante e
irrespetuosa de la igualdad, esa que frena y que arrastra hacia abajo toda
pretensión ascendente. El remedio para este desvarío está en la educación,
como lo viera aquel otro prócer cívico, José Pedro Varela. Dice Ariel al respecto: “La
educación popular adquiere, como siempre que se la mira con el
pensamiento del porvenir, un interés supremo. Es en la escuela (...) donde está la primera y más generosa manifestación de la
equidad social, que consagra para todos la accesibilidad del saber y de
los medios más eficaces de superioridad. Ella debe complementar tan noble
cometido, haciendo objetos de una educación preferente y cuidadosa, el
sentido del orden, la idea y la voluntad de la justicia, el sentimiento de
las legítimas autoridades morales.” Esa
otra escala de valores que la cultura tutorial del entertainment
desea imponernos debería incitarnos
a reconquistar –mediante la educación- el espíritu de Ariel para conjurar un peligro ya entre nosotros y advertido por él
en 1900: “A medida que el
utilitarismo genial de aquella civilización asume así caracteres más
definidos, más francos, más estrechos, aumentan, con la embriaguez
de la prosperidad material, las impaciencias de sus hijos por
propagarla y atribuirle la predestinación de un magisterio Romano.” ¿Y
qué significa “reconquistar el espíritu de Ariel”? De contrabando en
la idea de globalización viene como polizonte el riesgo de la
uniformización, de la anulación o al menos la atenuación de lo tópico,
de lo autóctono, de nuestras consanguinidades culturales. Los científicos
han trazado el mapa del genoma humano y puesto de manifiesto nuestra
igualdad genética; pero siempre quedará en pie la diversidad original de
las culturas, la idiomática, la étnica, la históricamente radical, la
que nos ha dado, nos da y nos continuará dando una gozosa y diversa
identidad. Que la globalización no pase de una igualación en la
disponibilidad de medios de enriquecimiento y crecimiento interiores, tal
como lo proclamaba Rodó; y luchemos
contra “el utilitarismo, vacío de todo contenido ideal”, contra
la “vaguedad cosmopolita” y
contra la
“nivelación de la democracia bastarda”, aquella que iguala en la
pobreza y en la mediocridad. Sin
embargo, el peligro de la
familiaridad cotidiana con lo vulgar, con lo raso, con el humor beocio y
con el placebo, que tienden a bloquear el espíritu crítico, no debe
llevarnos tampoco a rechazar lo técnico, “lo
mecánico” al decir de Ariel,
progreso del todo ajeno al verdadero peligro que entraña el espíritu
neofenicio como polarizador de cultura.
El verdadero riesgo es el de no poder acceder a las libertades relativas,
a las cotidianas y necesarias, esas que liberan al hombre de sus miserias,
de sus carencias y ataduras, a la vez que lo proyectan a la lucha por su
desarrollo interior. Este riesgo lo radica Eric Hobsbawnd * en la sociedad
de consumo: “Intelectualmente, es la identificación de la libertad con la opción
individual, sin miramientos por sus consecuencias sociales.” La
identificación de la libertad individual con la satisfacción del consumo
y del antojo, deslizados en la labilidad del dinero plástico y en la
postergación comprometedora del pago, genera una sensación de falso
confort que –racionalmente analizado- en un alto porcentaje atiende a
necesidades fictas. Generadas y propagadas por el marketing
-la estrategia de la oferta- tienden a encapsular al hombre y
apresarlo en el circuito sin fin de necesidad- satisfacción. Por supuesto
que este análisis exige la necesaria relativización, pero no cabe duda
de que asiste razón a Hobsbawnd cuando afirma que este mutilado concepto
de libertad individual ha neutralizado en gran medida los esfuerzos por la
emancipación colectiva tanto como provocado la ablación de los intereses
compartidos, disueltos en la emulación y la competencia exitista. Eso es
visible en los países
desarrollados. La lucha por el acceso al status o por permanecer en él,
es un factor más de extravío y de miopía que impide apreciar la problemática
colectiva o la necesidad de mantener el espíritu cooperativo.
Alertaba
Ariel hace exactamente un siglo: “Hoy, ellos aspiran manifiestamente al primado de la cultura universal, a
la dirección de las ideas, y se consideran a sí mismos los forjadores de
un tipo de civilización que prevalecerá”. Ha pasado un siglo, y el
espíritu positivo y la nordomanía
que combatía Rodó ha soltado amarras y se ha mimetizado en una –al
parecer invencible- red sistémica de alto poder global. Sin
embargo, en estos días tenemos pruebas inequívocas del triunfo de la
voluntad, “instrumento precioso” al decir de Ariel, que ha sabido
conjugarse en la expresión colectiva con perfiles de triunfo sobre las
fuerzas negativas. El hecho es visible ya, aún con limitaciones, en
Argentina, en Chile y en nuestro país. Las dictaduras militares de los
setenta han pasado, y la constante aspiración de justicia reparadora
avanza lenta pero inexorablemente. El diversionismo mediático,
el entertainment, no ha
podido acallar el reclamo incesante. En perspectiva histórica es un
ejemplo menor. Pero la historia también enseña que las ideas,
movilizadas por la voluntad, han sido y son irrefrenables vectores de
esperanza. Este lento esclarecimiento de la verdad histórica puede ser el
camino de acceso a otras conquistas colectivas. No hay mejor homenaje a Rodó –visionario- que mantener
vivo el sueño con que Próspero despide a sus discípulos: algún día la
cordillera de los Andes será
el pedestal definitivo de la estatua de Ariel. * El lugar de la izquierda actual, La República, Lecturas de los Domingos, 11 de junio de 2000. |
Jaime
Monestier
Publicado en rev. La Bicicleta, Mdeo., abril 2000
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