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El hombre que veía el aura |
No
acostumbro contar esta historia, no tanto porque no sea creíble, sino por
su condición intrínsecamente absurda, disparatada si se quiere; tal la
forma que debe referirse para evitar la ira que me despierta recordar todo
aquello. Pero pienso también que puede haber otra razón para negarle el
recuerdo: su íntima y esencial suciedad, que mancilló algo sagrado,
intocable. Espero que mi madre, allá donde esté, haya otorgado a quien
corresponda los indispensables perdones. Por aquella época yo vivía todavía en la Argentina, y todo esto que cuento sucedió a poco de asumir el general Perón su primera presidencia. Terminé el bachillerato en Buenos Aires y decidí regresar para continuar los estudios en Córdoba. Mi pueblo natal era chico, en Entre Ríos, unas pocas casas perdidas en medio de aquella mesopotamia interminable; no había más autoridad que un |
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destacamento de policía en el que las más de las
veces no había nadie; y tampoco cura, sólo uno que los domingos venía a
caballo de no sé dónde, a decir una misa en casa del
rico del pueblo. La mitad de los hombres eran viejos desamparados,
la otra trabajaba en los montes, leñeros, sin otra alternativa que el sueño,
el cansancio y el filo del hacha. Algunas mujeres tristes llegaban de
tanto en tanto de la capital y se alojaban en uno de los ranchos
abandonados de las afueras; ahí iban algunos a ocuparse por las noches.
Eso era San Gregorio de Molles. Viajé
en ferrocarril hasta San Miguel, y de ahí –me estaba esperando Ángel-
a caballo hasta las casas, a las que llegamos casi de noche, todavía con
algunos restos de sol en el horizonte. Angel era el compañero de mi
madre, alambrador, oficio que sabe hacer a los hombres fuertes y callados,
todos ellos de manos enormes, curtidas, surcadas por cicatrices,
ennegrecidas y ásperas como amasadas en tierra.
Me
adelantó que mi madre me esperaba con algunas sorpresas. Unos dineros
obtenidos no sé cómo le habían permitido pintar la casa, reponer unas
chapas del techo, cambiar la puerta del baño, y hasta comprar una cama
nueva para mí, la del finado Ventura, vecino al que habían dado tierra
la semana anterior. Esa noche cenamos tarde, un puchero de gallina con más
de un dedo de enjundia, un pastel de papas y unas tortas dulces hechas en
el horno de barro, creo que de maíz, más un vino grueso que mi madre había
mandado a buscar. Me sentí mejor, alegre, aliviado el cansancio salvaje
del viaje interminable. Conté
lo que pude sobre mis estudios, sobre mi vida en Buenos Aires, algo de una
novia que tenía y que esperaba mi regreso. Mostré una foto y mi madre la
miró con seriedad crítica. Me escucharon en silencio, los ojos en mi
boca hasta que se me acabaron los cuentos; armé un cigarrillo, y cuando
pensaba retirarme mi madre me detuvo. Sabés,
hay algo nuevo en el pueblo. Algo
nuevo, dice. Sí,
una novedad, alguien que vino a vivir al pueblo, un señor un poco raro. Qué
tiene de raro. Dice
que ve una luz que a todos nos sale de la cabeza, que somos como lámparas,
e
hizo un gesto con las manos remedando un resplandor que le rodeara el
rostro, y agregó, Es
como eso que le pintan a los santos. Lo
tomé a la chacota, estaba acostumbrado a la inocencia de mi madre. Ah,
sí, el halo, la aureola de los santos, ha de ser algún cura jubilado. No,
Evaristo, no, es una luz, una luz que todos tenemos, que nos rodea y que
no todos pueden verla, y él la ve. Entonces
recordé haber leído algo sobre una cámara de fotos especial, que podía
registrar eso que llaman el aura. Sí,
ya sé, todo eso es cuento, madre, no lo crea. Dice
que puede decirte si estás sano o enfermo, y hasta puede ver si sos una
buena persona; fijate que vio a Mendo y se tapó los ojos, y eso que no
sabía quién era ni lo que había hecho, con eso te digo todo. Aludía
a un viejo infeliz, placero del pueblo, que muchos años atrás, en medio
de borrascoso beberaje, había
dado a su mujer unas cuantas puñaladas. Sobrevivieron ambos, ella a las
heridas y él a la cárcel, y continuaban viviendo juntos. Fue el último
delito sucedido en el pueblo, más de quince años atrás, cuando yo
era niño chico. La
inocencia de mi madre era conmovedora, infinitas veces la habían engañado,
estafado en dinero, en ropa,
comida, herramientas: nada le habían devuelto, pero ella sonreía
resignada, Bueno,
no podrán pagar, será eso, o se habrán olvidado, y a mí no me hace
falta. Y
ese aceptar por cierto todo lo que se le decía había sido causa de no
pocas disputas con mi padre; tantas que finalmente él se cansó y se fue
para el Norte con otra mujer. Pienso que esa fue una de las razones,
aunque pudo haber otras. Pero me interesó esa historia del recién
llegado. Y
a usted qué le dijo, porque habrá hablado con él. Sí,
me miró mucho, largo me miró, y después se rió y me dijo que yo era
algo así como una santa. Y
ella también rió cuando me lo contó. Ángel,
de poco conversar, había retirado el plato a un costado para armar un
cigarrillo, vi que lo hacía con minucia excesiva. Y cuando mi madre contó
esos detalles se levantó con cierta brusquedad. Permiso,
voy a fumar afuera. Lo
siguió con la vista y en silencio, y yo a ella, con cierta perplejidad. Madre,
qué sucede. Sabés,
pasa que está un poco celoso. Este hombre, se llama don Abundio, vino a
presentarse un día que Ángel estaba trabajando en Los Tapes; me habló
de él, me contó que le había visto esa luz y que la tiene medio roja, o
no sé de qué color mal parecido, que con seguridad tiene una enfermedad
al corazón y que además es mala persona. La verdad que no sé qué
pensar, porque Angel es un
santo. Intuí
al impostor y tuve la seguridad de que mi madre estaba en peligro. Yo sentía
por ella algo más que cariño. Vestía
invariablemente de negro, tenía menos de cincuenta años y era aún
hermosa, de grandes ojos lentos y dulces; el cutis curtido por el sol y la
intemperie se conservaba terso y joven. Recuerdo que me gustaba verla
salir y cruzar el patio, el canasto de ropa en la cabeza. La cabellera,
que recogía tirante en la nuca con una cinta, era negra y brillante, y me
agradaba hasta por demás ver el balanceo arrogante de su andar, de sus
caderas generosas. Decidí no hablar más del asunto. Madre,
estoy cansado, me voy a dormir. Se
quedó sentada, la vista perdida, los dedos jugueteando con las migas de
pan sobre el hule verde. Me
levanté temprano y salí. Fui hasta la plaza, entré al boliche de
Maidana y saludé a los presentes. Hasta las arañas debían de ser las
mismas. Unos pocos me reconocieron, diez años en un hombre joven es mucho
tiempo; me hallaron mayor, y yo a ellos casi viejos. En un rincón,
sentado a una mesa y bebiendo un refresco, vi al hombre, no podía ser
otro que don Abundio, el del aura. Aún no lo había ganado el aire del
pueblo, vestía traje, una camisa blanca y zapatos de charol, y me
llamaron la atención las manos, blancas, aplicadas sobre la mesa oscura,
quietas, como esperando algo. Me miró con ojos de albino, casi blancos,
verdad que nunca tengo visto ojos tan claros; y también el cutis, lampiño,
hasta de mujer parecía. Se levantó con esfuerzo lánguido y avanzó, los
brazos inmóviles, colgados de los hombros; le calculé mediana edad, quizás
próximos los cincuenta. Usted
es el ingeniero, el hijo de doña Alcira, oí de su llegada; yo soy
Abundio Pena, servidor. Me
ofreció una mano húmeda y tibia, yo esperé. Sabe,
joven, me dicen saludador, huesero, mano santa, y hasta mandinga, cosas de
la gente eso de poner apelativos, pero no haga caso, no soy nada de eso. Sí,
oí el decir, es cierto, lo que no es cierto es que yo sea ingeniero. Después
supe que todo el pueblo lo creía. No quise tocar el tema del aura, más
bien preferí que la conversación fuera hacia ahí. Hablamos de mis
estudios, de la vida en la capital, también algo de política, tema que
entonces me preocupaba mucho; hacía poco que me habían dado el carné
del partido. Lo que dijo fue propio de una época remota, de mis abuelos,
o quizás de antes; pensé que estaba conversando con alguien de los
tiempos de Rocca, de Mitre o de Sarmiento. Sí,
joven, hay una falta de respeto por todo, sobre todo por la religión, los
valores de nuestros antepasados se han perdido. No hay tradición, el
mundo está cada vez más ateo, más materialista, los pobres y los ricos
apetecen más de lo debido. Creí
llegado el momento de acercarme en algo a lo que me preocupaba. Hallo
raro eso de haber venido a vivir aquí. No,
joven, no es raro, aquí hay paz, hay tranquilidad de espíritu para vivir
en armonía con el universo, para ejercer los poderes que Dios me ha dado
en beneficio del prójimo. Me
fastidió la petulancia. Ah,
y eso qué quiere decir. Entonces
se explicó con minuciosidad narcisista: Todo
ser vivo es receptor y trasmisor de energía, esa energía nos impregna e
irradia; unos pocos han recibido el don que los capacita para verla y yo
he sido uno de los elegidos, pese a que, humilde pecador, no lo merezca. Al
oírlo sentí cierto sacudón en el pecho, algo oscuro me cruzó la mente
y me crispó las manos. Pero
me contuve, no se dio cuenta y prosiguió, ya inspirado, empeorando las
cosas. Usted,
por ejemplo, al entrar, traía consigo un resplandor algo agitado, venía
inquieto, pero pese a eso permítame decirle que goza de una salud
excelente y que lo felicito por su cualidades morales. Sabe joven, algunos
dicen que el poder de ver el aura está en la glándula pineal, la verdad
es que a veces es como si no viera con los ojos, no sé explicar.
Juzgué
que había hablado demás; impropio eso de que alguien venga a decirle a
uno cómo es, qué tiene de bueno o de malo; me pareció una intromisión,
una impertinencia. Nadie tiene ese derecho, creerse un médico del alma
que viene a decirle a uno cómo lo ve, qué opina de su persona, y al
final dicta sentencia como un juez. Fue locuaz y excesivo, y no dudé un
segundo. Me
parece que usted se está entrometiendo en donde no corresponde. Yo no le
pregunté nada sobre mis defectos o cualidades, si buenos o malos, y mejor
que no se acerque a mi casa; deje en paz a mi madre y no se arriesgue a
opinar sobre nadie, y menos sobre Ángel, hombre de mucho respeto. Su
mirada de aguamarina pareció inundarme, los ojos abiertos y apacibles
parecieron disolverse en una observación que me traspasó.
Rosada,
rosada, ahora ha elevado usted su descarga de adrenalina y la luz se le ha
enrojecido algo, serénese, cálmese. Sucede que la veo aunque no quiera,
es inevitable, y no puedo hacer otra cosa que decirlo, debe tener
paciencia, no depende de mi voluntad, sino de Dios. Aunque no lo quiera,
la luz aparece ante mí, es como un reflejo que sólo percibo con
una mirada interior; no puedo saber el origen, y menos las
consecuencias que de ese carácter puedan derivarse. En cuanto a Ángel,
debo decirle que es hombre de peligro, muy violento, aura negativa, con
alguna enfermedad, posiblemente al corazón. Dígale a su madre que se
cuide, no debería vivir con él. Recuerdo
que la furia me cerró los puños hasta dolerme las manos, aunque me limité
a advertirle del riesgo que corría; en pueblo tan chico no hay secretos,
y Ángel, hombre pacífico, podía enterarse, si es que ya no lo sabía. La
despedida terminó de desenmascarar mi cólera: Tenga
cuidado, sepa que no creo nada de lo que me dijo, usted no ve nada, usted
es un impostor, no se acerque a mi casa. También
yo había hablado en forma arrogante, acorde con la fama de guapo que tenía
en el partido. Pero me asombró la rabia que sentí, años hacía que no
se me despertaba semejante furia, tan grande que hasta un sofoco me cerró
el pecho. Me dirigí al mostrador, bebí con violencia
dos o tres cañas y me fui. Hoy pienso que fue un atrevimiento,
aquel hombre tenía edad como para ser mi padre y le falté, pero no me
arrepiento, de eso ni de nada. Pocos
días después pedí un caballo a Ángel y fui hasta San Miguel;
allí tomé el tren para Rosario. Debía certificar unos papeles,
exigencia de la Universidad de Córdoba
para la reválida de mis estudios. El trámite se entretuvo varios
días en lentas ineficiencias, en sellos, firmas y papeles, por lo que
recién a la semana siguiente pude regresar a Los Tapes, estancia próxima
a San Miguel, en la que había dejado mi caballo. Era el latifundio de
unos viejos vascos, los Urundain, gente chúcara que resistía el
progreso. Vivían en ranchos cimarrones, como bichos, rodeados de miles de
cabezas de ganado, con cuadrillas semi salvajes que andaban a la carrera
por las praderas interminables. Insistieron en que me quedara a cenar, que
pernoctara con ellos, y así lo hice, pese a lo precario del alojamiento,
peligroso de vinchucas y alimañas. Durante la cena les pregunté cómo
andaba la tala de unos montes que supe habían vendido a La Riograndense,
papelera de Santa Fe. Me informaron que habían encomendado ese trabajo a
Ángel, que lo estaban esperando con la cuadrilla y que llegaría en pocos
días; había tenido que viajar a Paraná: A
Paraná, dijo usted. Así
mandó decir. Y
cuándo viajó. Ayer
mismo. Algún
imprevisto, atiné. El
comento de don Atilio Urundain fue parco. Pudo
ser. Era
tarde cuando llegué a casa, desvencijado por el cansancio y los malos sueños
de la noche. Até y entré. Don Abundio estaba sentado a la cabecera y mi
madre le servía un plato de sopa. Soporté el asombro –quizás esperaba
algo así-, di un beso a mi madre y me senté en la cabecera opuesta. Dónde
está Angel, madre. En
Los Tapes, hijo, ayer fue a hacerse cargo del monte para la papelera.
Abundio,
la cabeza algo calva inclinada, parecía no verme. De tanto en tanto
miraba hacia la puerta, tiraba un trozo de carne al gato, le hacía una
caricia y volvía
la vista al plato. No le hablé, me negué a comer y me retiré;
volvería cuando se hubiera ido. Pero me acosté y dormí hasta que mi
madre abrió la puerta, ya casi al medio día; traía la pava y el mate, y
el sol, que inundó la pieza. Me senté en la cama y ella a mi lado, ambos
sin hablar, pero el silencio se endureció y hubo que romperlo. Qué
quería, madre. Nada,
Evaristo, nada, me dijo que en lo de Maidana le faltaste el respeto, que
le hablaste de mala manera. No
respondí. No tolero la insignificancia en la conducta de la gente. Había
ido a alcagüetear, a contarle a mi madre nuestro encuentro en el boliche,
y sin duda que a indisponerla conmigo, a hacerme mala sombra. Pero la
conocía, y sabía que si atacaba de frente sería para más daño. Le
pasé la mano por la cintura y la atraje hacia mí. Usted ya es grande,
madre, usted sabe lo que es la vida y conoce a los hombres, podría darse
cuenta de que viene por usted, y eso no es bueno. Estás
equivocado, Evaristo, equivocado, vos también estás celoso. No viene por
mí, yo me doy cuenta; viene a hablarme de Ángel, pero no viene por mí,
y eso es lo que me da mala espina. Es hombre raro, sabés, cuando te mira
parece que te mandara, que te estuviera dando órdenes, porque cuesta
mirarle los ojos, pero a pesar de todo parece hombre de bien. Reconocí
que era cierto, tenía autoridad en el decir, en el gesto, una serena
impertinencia. Resolví
no decirle nada sobre el engaño de Ángel, a su decir en Paraná, porque
pensé que habría tenido razón poderosa para inventar aquello. No era
hombre de tratos dobles ni mujeriego, descartaba un engaño. Tomamos
unos mates y hablamos de cosas generales, de esas que importan poco,
chismes de pueblo, algún nacimiento, rumores y algo de política. Ella
era radical, pero miraba con simpatía el peronismo. Sentimental y
caritativa, estaba impresionada por la obra social, por el nuevo hospital,
por la pensión, los bonos para el ferrocarril y otros beneficios. Pero yo
no la escuchaba, la atención se me iba una y otra vez: no podía dejar de
pensar en la desaparición de Angel, y comencé a tener temor de que
estuviera perpetrando alguna cosa; los callados se desbordan, se desmadran
como ríos y arrasan con todo lo que hallan a su paso.
De Ángel me habían contado algunas historias, de una muerte que
tuvo, un duelo a cuchillo por una mujer; pero posiblemente fueran cuentos,
nunca pude comprobarlo, y menos preguntarle. Y
ante una nueva alusión que le hiciera, su respuesta fue terminante: Mirá,
vos y Ángel son celosos, muy celosos. No voy a transar, don Abundio puede
venir cuando quiera, ustedes tienen que aprender
a respetar. Además ya le dije que no me hable más de Ángel, y
con eso alcanza. Y como consideró que la conversación no daba para más,
se fue con el mate y la pava, lo que interpreté casi como una ruptura. Dos
días después, domingo, la noticia explotó como estampida de palomas.
Don Abundio había desaparecido, ni noticias de él. El viernes, a la caída
del sol, fue al boliche a pagar una cuenta, última vez que se le vio.
La
desaparición de una persona tiene ciertos biseles mágicos; es distinto
del asombro que provoca alguien que aparece cuando menos se le espera. Hay
un estupor lento, paulatino, un
temor que va ganando los vacíos en aquellos lugares donde su presencia
fue habitual, nichos donde en cierta forma dormita su recuerdo, los restos
de su sombra. El caso de Ángel era diferente; se ausentaba con
frecuencia, se sabía que salía a trabajar. Él también había
desaparecido, sí, pero sólo para mí, porque lo sabía, porque no creí
lo del viaje a Paraná; para los demás, simplemente, no estaba, como
tantas otras veces, y nadie se acordaba de él. La desaparición de
Abundio era diferente, de a poco se había transformado en parte del
boliche. La memoria colectiva comenzó a pacer los recuerdos: que no era
bueno en el naipe, pero sí en el dominó, según mentas con una memoria
de fábula para el fichaje; otros aludieron a ciertas debilidades en su
hechura de hombre, y hasta hubo quien aludió a esa fea costumbre que
suele atribuírsele al que vive solo. El caso es que, a pocos días, como
sucede siempre, comenzaron los rumores: medio pueblo creía haberlo visto
de lejos, unos en un lado, otros en otro, a caballo, a pie, como ocultándose,
y demás. Pero la verdad fue que don Abundio no apareció y que nadie lo
vio. Mi madre –alarmada a un grado que me preocupó- sugirió noticiar a
la policía, y así se hizo. Vino el comisario de San Miguel, con fastidio
aburrido, y comenzó a interrogar sin mayor interés, aire de rutina y
tono ausente; la mayoría contestó lo mismo, y algunos con cierta sorna
obscena, ya que para la gente joven don Abundio era marica. San Gregorio
de Molles era sólo un puñado
de casas tiradas como dados en medio del desierto, que ni caminos tenía,
o por mejor decir, tantos como puntos
tiene el horizonte, y la gente, todo el pueblo, vivía con el abandono en
el alma, comidos por la maledicencia y el hastío. El comisario vino un día
y se fue al otro con igual conclusión que la de todos: don Abundio había
desaparecido y no se sabía dónde estaba.
Transcurrida
la semana volví a Los Tapes y pregunté por Ángel. Don Atilio Urundain
me respondió con excesiva parquedad. Todavía
no vino, y cambió de tema; le noté cierto soslayo en el decir, aunque no
descarto haberme equivocado. No me invitaron a quedarme, como era habitual
en ellos, y regresé por la tarde. La
relación con mi madre se deterioró. Comenzó a hablar poco, a demorarse
en preparar la comida, a acostarse más temprano. Yo iba a despedirme, me
sentaba en su cama, pero ella volvía el rostro. En principio lo atribuí
a enojo, pero luego me di cuenta de que padecía, que lloraba a
escondidas. Eso terminó de desquiciarme; no podía explicarme los motivos
de aquel duelo, salvo por razones que no me atrevía siquiera a
formularme. Y para ella, Ángel estaba en Los Tapes. Es
fuerza abreviar el relato. Aquellos
días y las semanas que siguieron fueron tormentosos. Mi madre entró en
cierta letargia o somnolencia que la mantuvo abatida e inapetente. No lo sé
con seguridad, pero creo que bebía a escondidas, y para peor dejó de
hablarme. No
hay manera de decirlo sino así: un día la cabeza de don Abundio apareció
en el pozo manantial que había en el fondo de casa. Era un pozo
centenario, con brocal de piedra, buena agua, liviana si la hay, tanto que
medio pueblo venía por ella. Una de las muchachas de la casa lindera notó
el balde muy pesado, tiró con fuerza y no pudo; pidió ayuda y acudió mi
madre, y al subirlo a la altura del brocal vieron aquella cosa pegoteada
de pelos y con los dientes al aire y salieron desesperadas dando voces. Me
lo contaron, yo había salido a cazar con la Saint Étienne de Ángel. En
un minuto el pueblo estuvo alrededor del pozo con pértigas y cuerdas,
pero ni rastros del cuerpo. No
tengo más remedio que acortar la historia: el cuerpo no apareció nunca.
Recuerdo que al año hablaron de unos huesos hallados aquí o allá, pero
el cura los vio y dijo que eran de perro grande. El
misterio fue que a los pocos días del suceso alguien dijo que Ángel
estaba talando en Los Tapes, al parecer no enterado de nada de lo
sucedido. Me dijeron los Urundain que por la fecha de la desgracia, poco más
o menos, llegó de San Miguel con gente de cuadrilla, todos con hachas,
cuerdas, machetes de montear y ropas de fajina, y rumbearon para el monte
a hacerse cargo. Llegamos,
don Atilio, fue la obviedad que dijo a modo de saludo. Y
no volvió a San Gregorio de Molles hasta que estuvo terminada la tala;
meses demoró en volver. Era mucho monte, y cuando volvió a las casas yo
ya estaba cursando mis estudios en Córdoba. Supe que llegó como si se
hubiera ausentado el día anterior, con mucho dinero, demasiado, si se
quiere. Después me enteré, por conocidos que vinieron de allá, de que
mi madre no le habló más, como si fuera difunto. Fue entonces que comenzó
a adelgazarse y que le apareció la enfermedad. Él siguió viviendo con
ella y la cuidó hasta el fin. Después me escribió para noticiarme la
desgracia. Igual no hubiera ido, ella nunca preguntó por mí ni me
escribió una carta, como si me hubiera muerto, y yo no soy menos terco.
Me dijo que todo el pueblo estuvo en el
velorio y que del muerto no se habló, como si la gente callara
algo, un decir que había que evitar. Al final de la carta me confió que
sí, que era cierto, que había tenido que ir a Paraná por unos papeles,
algo de un hijo que había tenido con una moza de servicio de los
Urundain. Hasta hoy nadie se ha explicado el caso; bueno, la verdad es que ya nadie se acuerda. Para la policía fue como si nada hubiera pasado; sólo algunos diarios mencionaron la noticia, y sólo por unos pocos días. Ahora que soy hombre de respeto –perito contable, ya jubilado- puedo decirlo, cincuenta años después: lo que más me costó fue cortarle la cabeza, Dios, cómo pesaba aquello, y traerla en el bolso de cuero como quien viene de un mandado; verdad que no fue fácil. Porque una semana antes ya tenía hecho el pozo para el cuerpo. Descubrí una veta de tierra caliza en medio de un monte chico y muy cerrado, a menos de una legua del pueblo, ahí no entraban ni los perros. Trabajo me dio, y mucho, convencerlo la noche de aquel viernes para que fuera conmigo a curar a un amigo de un mal de luna que lo tenía trastornado. Porque el maldito me había dicho que curaba, y eso fue lo que lo perdió, la vanidad, la perdición de los hombres. Lo curioso fue que no se resistió, hasta me dejó hacer, por un decir, y juro que nunca tuve visto hombre más asustado.
|
Jaime
Monestier
monest99@adinet.com.uy
Del libro "Morir es una costumbre", Ed. Orbe Libros, Mdeo., 2006.
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