Ángeles apasionados |
On
dit qu'il faut couler les execrables choses Dans
le puits de l'oubli et au sepulchre encloses Et
que par les esprits le mal ressuscité Infectera
les moeurs de la posterité; Mais
le vice n'a point pour mère la science, Et
la vertu n'est pas fille de l'ignorance.
Les
Fleurs du Mal, 1857)
....................................... pero
si el sol o el corazón se esconden devorados
por buitres gigantescos o
tapados por lápidas que son como rencores si
el sol de siempre o el corazón se apagan cubiertos
por el asco esa neblina o
el silencio infecundo de los gritos entonces
este mundo se detiene azorado y
los cuerpos sucumben en el cepo del frío (Mario
Benedetti, "El olvido está lleno de memoria", "Eclipses") |
PRIMERA
PARTE GENESIS |
Las
visitas Salieron al jardín del
frente. Al adelantarse para despedirlas tropezó, se estiró el saco y
sonrió. Cuando se alejaron alzó la mano en un adiós deportivo mientras
cerraba el portoncito de hierro. Luego volvió para atender al jardinero.
No era habitual que lo
visitaran. Pensó que venían para conocer su casa y su intimidad de viudo
solitario. El viernes anterior habían ido al comité por segunda vez y se
le acercaron al terminar la reunión. Era secretario de finanzas y dirigía
la campaña de bonos. - Vamos a llevar una
libreta, somos buenas vendedoras.
La conversación se
prolongó en la puerta y luego en el bar. La diferencia de edad impuso un
trato distante: - Usted será de los
primeros que vamos a visitar, va a ver. - ¿Venderle bonos al
secretario de finanzas?, eso sí que estaría bueno; está bien, acepto,
las espero a tomar un café y charlamos.
- Denos su dirección.
Hasta ahora había
hablado la pecosa y rubia; la otra mantenía un aire abstraído. Al darse
vuelta para sacar un lápiz del bolso, se entreabrió la pollera jean y
pudo ver que tenía una quilla en la media. La mesa interpuesta y los
pliegues del sacón no le permitieron otras evaluaciones. Lo intentó
disimuladamente, al tiempo que hablaba con gesto de preocupación sobre la
escasa asistencia a las reuniones. - Es en Malvín; el sábado
de tarde, ¿está bien?, así después salimos y caminamos unas cuadras
por la rambla.
A las seis en punto
tocaron el timbre. Las espió unos instantes por la cortina y luego abrió
la puerta y les tendió la mano, pero ellas ya habían dado un paso hacia
él y se empinaban para besarlo.
Fue una torpeza: había mostrado sus hábitos de veterano. Sin dudarlo y
para corregir el error entró de lleno al tuteo. No recordaba los nombres. - ¿Cómo te llamás? - Gloria. - ¿Y tú? - Soledad. - ¿Son hermanas, no? - No, amigas, íbamos a
la misma escuela. - Saben que se parecen
un poquito...
Se rieron y Soledad se
puso colorada. "Es de cutis más
blanco..."
Hablaron de política,
de libros, de cine. Los tres eran socios de Cinemateca. - ¿Ustedes se acuerdan
de Raimu? - No...
"Qué
imbécil, todavía no habían nacido y les salgo hablando poco menos que
del cine mudo."
Fue a la cocina y sirvió
los pocillos. - ¿A que no se
acuerdan del cuento "Los pocillos"? - Ay, que rico olor a
café; sí, me encanta Benedetti, ¿es el de aquel tipo que se hace el
ciego, no? - Sí, ¡cuidado con
los ciegos...! ¿Querés una palmita, Soledad? - Ay, sí, que ricas,
pero engordan, ¡cuidado, mirá lo que te pasó!
A Gloria se le había
derramado café y al levantar el pocillo el goteo le salpicó la blusa. - Dame que te cambio el
plato.
Y volvió a la cocina.
Ese día había comido
en el centro. La discusión con el gerente le había atragantado el
entrecot con papas fritas. Lleno de gases y palpitaciones silbó bajito y
fue al baño como quien va a buscar algo.
Se miró en el espejo.
Tenía el cuello de la camisa levantado en una de las puntas y un mechón
de pelo alzado sobre la oreja. Se encontró raro. No le agradaron su
rostro sin fuerza, sus ojos tristes. "Tengo
las cejas circunflejas". Por una fracción de segundo pensó en
la oficina, en Mr. Anderson. ¿Habría estado todo el día con esa cara?,
y recordó el proyecto de la consultora. Sintió un leve sobresalto, una
presión fría en la boca del estómago y su corazón aceleró el paso,
aunque no lo percibió; en cambio hubo un relámpago de miedo. Rápidamente
se alisó el bigote con el índice y acercándose al espejo revisó los
dientes, sacó la lengua: podía tener restos de comida. Removió y revisó
la prótesis, puso la mano ante la boca y olió su propio aliento: estaba
bien, había tomado café. Orinó, se peinó, miró sus uñas y salió.
Volvió al comedor con aire de triunfo, las manos juntas como para batir
palmas. - ¿Y mi café...? - ¡Pero qué
cabeza...!
Regresó a la cocina
por el pocillo. - ¿Qué les parece si
salimos un poco? - Ah, no, primero tenés
que comprarnos los bonos. - ¿A cuál de las dos
le pago? - A Soledad, es la
tesorera.
Les compró media
libreta. - Ay, qué bueno... - Y generoso...
Recién en ese momento
se fijó en Soledad: era hermosa, mucho más que Gloria; tenía las cejas
espesas, un lunar en el mentón y bolsitas bajo los ojos. Se reía con
gracia tímida.
"Debe
ser peluda, y los ojos diferentes de la otra, qué diferentes, tiene el
pelo negro, bien negro, y vello oscuro en los brazos, pechos altos, duros,
¡qué pechos!".
Se tiró para atrás en
el sofá, y como la mesa era baja pensó que al ir al baño podía haber
olvidado cerrarse la bragueta. Miró hacia un costado, cruzó las piernas
y les ofreció escuchar a Piazzola. - Es un casete que me
trajo mi hermana de Buenos Aires; tiene algunas obras que no conocía. - Lo que pasa es que
nos tenemos que ir. - ¿Cómo irse?,
dijimos de salir a caminar un poco... - Sí, pero se nos hace
tarde y va Walter a casa. - ¿Y a ti te espera
alguien? - Walter es el novio de
Gloria, pero igual me voy con ella.
Y se rió con las
bolsitas de los ojos y los dientes redondos.
"Mirá
qué gambeta...cómo esquiva la pregunta..." - ¿Y a ti no te espera
nadie? - No, sos abogado, ¿verdad? - Hace tiempo estudié
pero dejé, trabajo en un laboratorio.
Y soltó una risa
desafortunada.
Las mujeres lo ponían
un poco nervioso. Sin saber cómo, se encontró pensando en su madre y en
que algún día moriría como ella. Por una fracción de segundo se sintió
acorralado. - ¿Un trago de
despedida? ¿algo fuerte, whisky?
Gloria se adelantó a
contestar. - No, no, para mí si
tenés algo fresco mejor. - Cualquier cosa
fresca... - Esperen un poco, veo
lo que hay.
Volvió a la cocina. Al
lado del derivado del teléfono vió la agenda y tendió instintivamente
la mano. Nuevamente la presión al estómago y la conversación con el
gerente. Mientras abría la heladera e inspeccionaba el interior imaginó
un diálogo. " - Pero no se
ponga así...escuche, escuche...- Nada. Sírvase tratarme con más
respeto. Tengo más de veinte años en la firma y Vd. de un minuto para
otro suspende tres productos, el Timenol nada menos, acepta el informe de
la consultora y me manda hacer trámites como un pendejo; todo para
importar mierda alemana, y sin decirme nada. Eso, eso tendría que haberle
dicho, y meado bien meado, cabrón hijo de puta, cipayo, me voy a la
mierda, voy a buscar otro laburo."
Vio un salchichón;
pensó en cortar unas rebanadas pero lo desechó. Levantó la voz. - Tengo coca y cerveza.
- Para mí coca. - Un poquito, dos
dedos.
Llenó tres vasos, los
puso sobre servilletas de papel y volvió con la bandeja.
"Gloria
tiene que irse, le viene el Romeo". Se le ocurrió pedir a
Soledad que se quedara, pero vaciló antes de hablar: - ¿No querés quedarte
un rato conmigo?
No era esa la frase que
había pensado. Hubiera deseado decirle: "podés quedarte un poco más,
no tenés por qué irte tan temprano, podemos salir a caminar, la tarde
está preciosa". Pero le salió esa bestialidad, y todavía
"conmigo", que era lo mismo que decirle, "quedate así nos
encamamos bien encamados". - No, no, otro día, ¿ta?,
otro día que venimos. - Bueno, es una vergüenza,
me han fallado, no tienen palabra...
Rieron y se pusieron de
pie.
En ese momento sonó el
timbre. Al abrir se encontró con un viejo encorvado, el rostro oscuro y
arrugado. Llevaba una boina descolorida echada sobre los ojos, saco y
camisa de tartán a cuadros verdosos, pantalón negro. Asomaban sobre la
frente y las orejas algunos mechones blancos, pegoteados de traspiración. - El señor hermano de
la señora Susana... - Sí, don, ¿qué
dice..?
Lo había tratado con
una altivez estúpida; "si
hubiera estado solo le habría hablado de otra manera." - Mire señor, soy el
jardinero, vengo de parte de la señora Susana.
La voz era raspada y caía
al final de cada pausa, estirada como si buscara el codo del cuerpo
encorvado para salir por la nariz, entre los bigotes lacios. Los ojos
verdes, muy claros y ocultos entre las arrugas y las cejas canosas,
miraban fijamente los suyos, esperando.
No le contestó;
primero quería acompañarlas hasta la puerta y despedirlas. No dejaba de
pensar en Soledad y en cómo haría para volver a verla. Recordó que el
secretario tenía las direcciones. - El martes en el comité,
¿no? ¡suerte con los bonos! - Ni uno va a
sobrarnos, vas a ver...
Salieron y el jardinero
dio un paso al costado, haciendo sitio, la mirada baja.
Volvió y lo hizo
pasar. El día anterior había venido la limpiadora y pensó que el viejo
le iba a ensuciar el piso. Le pidió permiso para poder cerrar la puerta y
el hombre volvió a hacerse a un lado. - Disculpe... - ¿Cómo es su nombre? - Cabrera, señor,
Antonio Cabrera un servidor. - Muy bien, don
Antonio, venga que le voy a mostrar lo que hay que hacer; Susana me dijo
que Vd. vendría, ayer me llamó.
El viejo lo siguió.
Caminaba con el torso inclinado hacia adelante, como si avanzara primero
él y luego lo siguieran las piernas, empujándolo una vez una, una vez
otra, alternadamente, los brazos separados como dos alas molestas. Lo miró
de reojo y sintió satisfacción por sus piernas fuertes y elásticas.
"Camina
como un pato, realmente un pato." - La señora Susana me
dijo que hay un jardín grande. - Sí, más o menos
doscientos metros...usted es de afuera ¿no? - Sí señor, de Cerro
Largo.
Al pasar por la cocina
miró de reojo los tres pocillos y el recuerdo de Soledad le llegó risueño.
Un olor fuerte parecía seguirlo. El hedor agrio manaba de aquel cuerpo
bajo y corvo. "Es el saco...no,
¡es él! ¡qué mugre...!". - ¿No quiere sacarse
el saco, don? hace calor aquí... - No señor, gracias,
es un momento nomás.
Le había hablado
levantando la voz, como a un sordo. Se dio cuenta de que le había gritado
porque era pobre y viejo. Se aproximó un poco: - Yo conocí a unos
Cabrera, cuando iba con unos amigos de mi padre a Maldonado...
Su padre conservaba aún
la fortuna, él era un niño y más de cuarenta años habían pasado desde
entonces. Cabrera era un apellido tan corriente como Pérez o Rodríguez,
más aun en el interior. - No señor, no tengo
parientes en Maldonado; Cabrera somos muchos. - Bueno, don Alberto,
lo que hay que hacer aquí es podar, cortar el cerco y la gramilla,
remover la tierra de los canteros; está el problema de las hormigas y los
caracoles, cuidar todo eso; qué le parece, ¿podría venir una vez por
semana?
No sabía nada de
plantas, se equivocaba con el nombre: pero el viejo no lo pensó; era
moneda corriente y parte de su mundo. Ese trato distante, en ocasiones
altanero, era la única forma de relación que conocía. -
A mí me parece, señor, y usted disculpe, pero ahora no es tiempo de
podar los rosales, y disculpe, ¿no? - Bueno, yo de eso no sé
nada, usted manda, don Alberto... - Disculpe: Antonio, señor,
Antonio, si le parece bien... - ¡Pero! ¡perdone don
Antonio! ("la arteriosclerosis, los análisis") y dígame, ¿tiene
herramientas?, yo tengo máquina eléctrica... - Disculpe, yo traigo
la mía de mano, no me gusta la electricidad; hoy no traje nada porque
vine a tratar. - Bueno, ¿y del precio
qué me dice? ¿cuánto me va a cobrar?
Se sentía seguro, sabía
que no le iba a cobrar mucho: para un pobre poco dinero es mucho dinero.
Aunque igual había que preguntarlo con franqueza, con un levísimo toque
de autoridad para disuadirlo de pedir demasiado. - Serían treinta, señor,
si le parece bien, - ¿Por mes? - Sí señor, por mes.
"Pobre
tipo, no sabe cobrar".
El sol a punto de
ponerse cribaba la luz por entre las hojas de un pino y jugaba sobre el
rostro traspirado. El olor a sudor era tan fuerte que lo obligó a dar un
paso atrás y a mirar el cielo, como al descuido. - ¿Cómo le parece que
estará el tiempo, don Antonio? - Bueno, sí señor,
bueno, se asentó, no va a llover. - Muy bien, don
Antonio, pero para trabajar venga más desabrigado, se va a cocinar si
trabaja con toda esa ropa.
Pero don Antonio miraba
una arrogante rosa de Francia. - Tiene piojo, hay que
curarla; sí señor, sí, yo traigo otra ropa. - Usted manda, don
Antonio, ¿le doy el dinero para el remedio? - No hace falta, señor,
tengo en casa. - Está bien, ahora si
me disculpa, tengo que ir a un velorio, el padre de un amigo... - Ah, cuánto lo
siento, señor, eso llega cuando tiene que llegar, sí señor...
Entró llevándolo tras
de sí, de vuelta, como si lo arrastrara. El viejo lo siguió, bamboleante
el cuerpo macizo sobre las piernas abiertas, los brazos hacia atrás, y se
detuvo en la cocina frente a un almanaque con la foto de una mujer desnuda
que ofrecía una marca de cigarrillos. Lo miró un rato largo, estudiándolo. - Mañana empieza el
menguante, empezamos por cortar el pasto, está alto; si le parece bien el
lunes vengo temprano, no vivo lejos.
Ya en la puerta, venció
una resistencia inconsciente y le tendió la mano. La del viejo se alzó
despacio, y los dedos ásperos, calientes y húmedos apretaron apenas.
Pero no hubo asco, porque algo parecido al respeto contuvo su pensamiento
cuando aquellos ojos verdes lo miraron de frente. - Tanto gusto, señor,
el lunes vengo a las ocho.
Llegó al velatorio al
anochecer. Tres hombres en un rincón escuchaban con atención a otro
bajito que hablaba apresuradamente, agitando las manos. Se esforzaba para
no levantar la voz y estiraba la cabeza hacia adelante y hacia arriba,
hinchadas las venas del cuello.
El ataúd brillaba en
el centro. "Pobre Rupi, con la
misiadura eligió uno de cuarta."
A un costado, de pie y
de manos cruzadas a la espalda, el hijo del muerto tenía la apariencia de
esperar algo. Distraído, apoyado sobre una pierna y levemente inclinado,
parecía a punto de caer. "Tengo
ganas de ir a enderezarlo." Caminó hacia él y pensó en las
innumerables veces que había hecho lo mismo, que había dicho las mismas
cosas en iguales circunstancias: - Lo siento, hermano,
me avisaron esta mañana, pobre don Carlos. - Qué me decís. - Y cómo fue... - De golpe, lo encontré
muerto en el baño, estaba jodido hacía tiempo, el corazón. - ¿Querés que le
avise a alguien en el ministerio? - No, viejo, gracias;
los muchachos ya saben.
La puerta se abrió y
entró la cabeza de una mujer gorda y rubia. El saco largo parecía flotar
alrededor del cuerpo. La seguía un niño de lentes, flaco, pálido y con
uniforme escolar. Las manos regordetas de la mujer avanzaron por el aire,
balanceándose al compás de los pasos, abiertas como si fueran a agarrar
algo. Caminó rápido hacia el hijo del muerto, que
también avanzó con los brazos abiertos. - Delia...! - Ay, Rupi...
Las manos sujetaron las
cabezas y las acercaron a las frentes. Las dos cabezas quedaron pegadas
por un momento y comenzaron a intercambiar sollozos. Luego las frentes
pasaron a apoyarse en los hombros. A pocos pasos, el niño con uniforme
observaba distraído y se escarbaba la nariz con detenimiento.
Era la mujer del
muerto, la amante de los últimos veinte años. - Tan buena que fuiste
con él...cómo lo cuidaste, Delia, gracias, si no hubiera sido por ti...
Si bien había
reprochado a su padre haber elegido una mujer tan gorda y con aquellas
piernas inmensas, los argumentos lo habían convencido: bondad, fidelidad,
honradez, muy ordenada, prolija.
Durante el abrazo el
hijo no dejó de sentir la presión de los senos enormes y de aquellos
muslos de asombrosa circunferencia,
- Qué va a ser de mí
ahora... - No digas eso, Delia,
contá conmigo... - Y cómo fue...no me
avisaste en seguida.
Hacía años que vivían
en Lagomar, y el día anterior había venido a cobrar la jubilación. - No pude; ayer de la
Caja vino para casa, yo no estaba y esta mañana lo encontré en el baño,
ya estaba muerto...
Mientras él observaba
la escena y escuchaba el diálogo, entró
un señor delgado, casi esquelético, lentes de aro negro y grueso. Se
acercó al álbum y con movimiento meticuloso la mano extrajo del bolsillo
interior una parker dorada. Luego de un momento, como si pensara lo que
tenía que escribir, firmó con una amplia rúbrica.
"Como
si firmara un cheque por un palo verde."
Algo alejada, sentada
en un rincón, una viejita de negro parecía rezar en voz baja, moviendo
apenas los labios por los que escapaban pequeños silbidos. Cada cuatro o
cinco, uno más fuerte correspondía a un suspiro. La miró y el corazón
se le aceleró: "el asma, igual
que entonces..."
Era un asma viejo,
nunca atendido, que no conocía otros remedios que tisanas calientes con
miel.
"Tendrá
los mismos dientes postizos..."
El rostro era fino,
triangular, la piel tostada, y en torno al cuello pellejudo un pañuelo
negro le caía sobre la espalda encorvada. En las manos cruzadas sobre la
cartera eran visibles las manchas de vejez y los nudillos hinchados por la
artritis. Los dedos pasaban lentamente las cuentas de un rosario.
Sucedió de pronto,
como si ella hubiera sentido el peso de aquellos ojos que la hurgaban.
Levantó las cejas, giró la cabeza y lo miró. El sonrió y levantó la
mano en un saludo indefinido.
"Inocencia...¿me
acercaré?...qué le puedo decir a esta vieja..."
Entonces volvió a mirarle las manos, la boca, el pequeño moño sobre la coronilla; se decidió y dio un paso hacia ella. |
La
ceremonia
Muchos años atrás, el
día de su undécimo cumpleaños, Inocencia tocó timbre; venía
recomendada por una agencia de colocaciones. Su madre le mostró la casa,
acordó las condiciones y comenzó a trabajar esa misma tarde. La
recordaba alta, de delantal azul, el pelo recogido sobre la cabeza en un
grueso moño negro. Pese a que aparentaba no mirarla, le gustaba vicharla
cuando pasaba el lampazo a las losas del patio o cuando alzaba el largo
plumero para limpiar las telarañas de los techos. Lo hacía con
elegancia, casi con autoridad, con movimientos lentos en los que veía
algo parecido a una danza, destacadas sus caderas y su cuerpo esbelto. Tenía
en sus movimientos algo ligero y fresco que le agradaba. Ella tampoco
parecía verlo. Solo una vez pasó cerca, y sin mirarlo le puso la mano
sobre la cabeza y le dió un repelón. Pero todo empezó cuando una mañana
la madre ordenó a la sirvienta que fuera al baño por una barra de jabón.
Entró de prisa, sin llamar, en el momento en que él metía una pierna en
la bañera. Al verla sintió la desnudez de su piel y solo atinó a
cubrirse el sexo con las manos. Ella lo miró de pies a cabeza, se le
acercó en puntas de pies y con un movimiento brusco le separó las manos
y le besó la cara cerca de la oreja. - ¡Bobo...!
Luego tomó el jabón y
se fue. El quedó con un pie en la bañera y el otro sobre la rejilla de
madera, paralizado de gozo y de miedo. Así comenzó el ritual de los sábados,
día en que la familia iba a la quinta del Miguelete para llevar flores a
las cenizas de la abuela, abrir y ventilar la vieja casa solariega.
Un día le dijo a su
madre que quería quedarse. - Mamá, tengo muchos
deberes y mañana vamos a ir al cumpleaños de Catita, quiero quedarme. - Está bien, pero no
vayas a ningún lado, ni a la vereda; te quedas en casa y cualquier cosa
que precises la pides a Inocencia; ella te servirá el almuerzo.
Y se dirigió a la
cocina para dar instrucciones a la sirvienta.
Estaba en su dormitorio
cuando Inocencia entró y le dijo al oído: - Bobo, ¿por qué te
dio vergüenza que te viera desnudo? Vení que te voy a bañar.
Desde ese día las
semanas se alargaron en las rutinas de la escuela; pero a partir de la
noche del jueves el tiempo parecía eternizarse hasta la mañana esperada.
Con ruegos y zalamerías impuso la costumbre de quedarse los sábados a
hacer los deberes. Cerca de las diez, cuando el Chevrolet azul se perdía
a lo lejos en dirección al Norte, cerraba las hojas del portón del
garage, corría hacia el baño, colocaba en el piso la rejilla de madera y
esperaba. Al cabo de un momento, la puerta se abría sigilosa e Inocencia
entraba sonriente y callada; lo miraba con ternura, con más ternura que
su madre, y le ponía la mano sobre la boca.
- Prohibido hablar.
Luego se volvía hacia
el perchero de roble del que colgaban las batas. Sin dejar de mirarlo a
los ojos y de sonreir, se ponía la de su madre y se acercaba. El la veía
altísima y tan hermosa como una de las reinas de sus cuentos. Callado, reía
nervioso y esperaba.
Comenzaba por tapar el
desagüe y abrir las canillas de bronce. Los gruesos chorros de agua
caliente y fría comenzaban a formar en la bañera un pequeño estuario de
reflejos verdosos. Al mezclarse, las aguas parecían enturbiarse; subían
los borbotones y se formaban pequeñas islas de espuma. Entonces se volvía,
se hincaba ante él, y comenzando por el del cuello, desabrochaba los
botones uno a uno con deliberada parsimonia. Doblaba la camisa, la
depositaba sobre un banco y encima apilaba luego ordenadamente las otras
prendas.
Por fin, apoyándose en
aquellos hombros redondos y firmes para no caer, él se dejaba quitar las
medias, que ella alejaba de sí con dos dedos y soltaba desde lo alto
sobre el montón, tapándose la nariz. - ¡Puff...!.
Los zapatos quedaban
también ahí, a un costado, como dos amigos tocándose uno al otro.
Desnudo y quieto veía
entonces a Inocencia alzar las manos, resbalar las mangas por los
antebrazos cubiertos de fino vello, y extraer del moño dos grandes
horquillas. La cabellera liberada caía sobre la espalda y los hombros, y
echando la cabeza hacia atrás reía sin voz, como en secreto. Era el
momento en que él, los ojos cerrados, daba un paso hacia ella y se dejaba
tomar y apretar contra el pecho amplio, acolchonado por la bata áspera y
perfumada de su madre. Una garúa de besos caía sobre su cara, entre
palabras cariñosas que ya no recordaba.
Con piel de gallina y
calofríos, casi tiritando, sentía aquella lengua ávida que bajaba una y
otra vez de su pecho a su vientre y a la flor oscura e incipiente de su
pubis; aquella boca rápida que le cosquilleaba con su fino bozo y que
terminaba por mordicar su pene duro e infantil. Luego lo hacía volver de
espaldas, y él se veía solo, los ojos casi llorosos, la boca
entreabierta, la cara descompuesta enfrentada al espejo de marco blanco,
mientras sentía los besos rituálicos, húmedos, recorrer el breve camino
de su cuello a su cintura y a sus pequeñas nalgas.
Siempre sucedía lo
mismo. Sentía vergüenza de verse desnudo en el espejo, le irritaba su
cara de asombro, y hacía fuerza por volverse hacia ella. - ¡Bobo...!
Y después de
arrullarlo y mimarlo lo ayudaba a sumergirse muy despacio en la bañera,
para que sintiera en su piel la gozosa línea de agua tibia, que ascendía
hasta cubrirle el mentón. Arrodillada sobre la rejilla, comenzaba a
recorrer su cuerpo con los ojos y con las manos, agitando el agua en pequeños
remolinos, sobre los pies, sobre el ombligo, de un lado a otro de su
cuerpo, hasta que embelesado por los juegos y caricias, por aquellos ojos
negros y maternales, sentía que comenzaba a manarle desde la planta de
los pies, de sus rodillas, de sus piernas rígidas, de su corazón
agitado, una creciente punzada de placer desconocido que crecía y
desbordaba, hasta reventar a la altura de su vientre entre suspiros
hiposos y un corto grito sofocado.
Inocencia quedaba
sonriente, pensativa, le tapaba los ojos para que no la mirara, y al cabo
de un momento se levantaba, iba despacio hacia el perchero, se quitaba y
colgaba la bata que revisaba cuidadosamente y salía sin mirarlo. - Ahora te secás y te
vestís.
Aquellas abluciones de
los sábados se repitieron durante un año,
hasta que un día su madre entró a la cocina y sorprendió a
Inocencia frente a la pileta, en el momento de enjuagar los dientes
postizos. A la noche llegó el padre; la madre se le acercó y le habló
al oído y ambos se encerraron en el dormitorio.
A la mañana siguiente
salió de su cuarto y no vio a la sirvienta pasar el lampazo en el patio
del frente. Tampoco la encontró barriendo la vereda. Corrió al altillo y
vio la cama destendida, el colchón doblado, las mantas y sábanas
pulcramente ordenadas, el ropero de puertas abiertas y vacío. Solamente
unos zapatos que su madre le había dado asomaban sus puntas negras bajo
la mesa de luz.
El único comentario
fue hecho por el padre a la hora del almuerzo: - Era una buena
sirvienta, pero no es posible tener en casa a una persona tan sucia.
Sintió una vaga
molestia, un malestar doloroso en el estómago, frío y humedad en los
ojos. Saltó de la silla y corrió al baño, pasó la llave y se paró
frente al espejo donde tantas veces había mirado con vergüenza su cuerpo
flaco: se vio más feo que nunca.
"...cuando
el tiempo cae sobre ellos..."
"¿Qué
le digo a esta vieja?", pensó, mientras con la mano dentro del
bolsillo se rascaba la pierna. Pero Inocencia ya se había levantado y venía
con paso apretado, casi un trotecito; se detuvo frente a él, la cabeza
hacia arriba, mirándolo. Vio entonces caer de golpe cuarenta años sobre
aquel recordado rostro de tez morena, sobre la cabellera renegrida. Ahora
era bajita, menuda, con colgajos en el pescuezo y las mejillas, un moñito
blanco sobre la coronilla sujetando unos pocos pelos amarillentos. Los
ojos, ahora las pupilas con un halo grisáceo y perdidos en una
encrucijada de arrugas, buscaban los suyos con insistencia.
"Parece
que la hubieran agarrado los jíbaros..."
Volvió a mirarla con
detenimiento y gustó un dolaje de dulzura en aquellos ojos viejos. Hubo
una molestia en la garganta, carraspeó, le ardió la vista.
Ahora era él que
miraba desde arriba aquella cabeza pequeña. El cuerpo no se notaba bajo
el vestido de lanilla; solo el pecho chato que se agitaba en la respiración
urgente, estrechada sin pausa en un breve resuello. Sin saber cómo, por
misteriosa asociación y quizás por huir y aferrarse al presente, pensó
en la computadora: "¿la habré
apagado?" Luego fue el rostro de su madre que relampagueó con el
color del fastidio, la imagen austera de su padre, el perchero de roble
del baño, el revólver de
juguete, su mujer muerta. Por encima de la cabeza de la vieja miró el féretro,
tanteó el bolsillo buscando un cigarrillo y sonrió. - ¡Cómo está, doña
Inocencia...! ¡tantos años...!
La voz le salió por
entre los labios estirados en una sonrisa postiza. Usó el "doña"
para poner distancia, para alejarla cortésmente. Se sentía inseguro,
contradictorio: "qué falta de
naturalidad..."; y de pronto le sobrevino ese tedio que últimamente
lo visitaba. Un aburrimiento sin nombre, una pena soledosa. En los hombros
vio restos de pelusa azul, caspa, algunos cabellos blancos. Mientras sonreía
prosiguió la observación del mapa: unos pelos duros le brotaban del
lunar de la barbilla, aquel que de niño le gustaba apretar con el dedo
como si fuera un timbre; las aletas de la nariz antes fina, ahora afilada,
moviéndose rápidas y anhelantes; aquellos labios, entonces turgentes y
cubiertos por la sombra graciosa del bozo, hoy cerrados en una mueca
rayada de arrugas convergentes...Y de los ojos, nuevamente los ojos,
entonces intensos, hoy quedaba solo una dulzura triste. Observó el halo
de las pupilas y le vino a la memoria un término aprendido en las clases
de cosmografía: "Paraselene...y talmente un culo de pollo...la boca es un culo de
pollo..." - ¡Cómo estás,
m'hijo...!
La mejor manera de
disimular su embarazo era desbordarse de efusividad. Sin pensarlo mucho se
inclinó sobre la viejita y la cercó en un abrazo. Pero sus manos grandes
se posaron sobre una inesperada geografía de huesos pequeños, de vértebras
y homóplatos menudos, casi quebradizos. - Qué chico es el
mundo...
Lo dijo para no
quedarse callado y para dar al abrazo el sentido protocolar de un
encuentro inesperado, pero ya su memoria se lanzaba al vértigo de una
sucesión de recuerdos congelados. "¿Qué habrá sido de
ella...?", pensaba todavía, sin percibir que aquella bella hembra
que lo masturbaba en el agua tibia era el mismo manojito de huesos que cabía
ahora entre sus brazos. "¿Dónde estará...? ¿dónde se habrá ido?
¿esto es lo que queda de aquello?", y jugó para enterrar la
tristeza, "¡ah, Manrique, Manrique..!"
El fuerte olor a
linimento impulsó un movimiento de rechazo. La distancia le permitió
observar con detalle los pelos de la nariz, el estriado pulpejo de la
oreja, los pellejos del cuello, la percha del escote. Bajo los ojos, la
piel de las ojeras abultadas formaba dos bolsas fláccidas: "¡ah,
los ojos de Soledad!"; y por encima del moño miró el centro del salón
y el féretro que continuaba congregando público. - No sabía que usted
fuera amiga de don Carlos, Inocencia... - Sí, m'hijo, ¿no sabías
que yo trabajé en su casa muchos años?, sí, después que me fui de tu
casa, ¿no sabías?
Entonces recordó
aquella costumbre de responder preguntando. - Ah... - Si, m'hijito, era una
persona muy buena y muy generosa ¿verdad? Yo le cuidé la señora hasta
que murió, que Dios la tenga en la gloria...y después seguí con él y
él me ayudó a jubilarme; era muy bueno, ¿sabés?
Un destello de
desagrado, una molestia inubicable le agitó la respiración: "¿por
qué me jode...?", pero no intentó explicárselo. El recuerdo de su
madre se asomó nuevamente, apenas una sombra afectiva, un poso no del
todo agradable. "¿Le diré
algo de los baños...?, no, sería ridículo..." - ¡Y qué hace ahora,
doña Inocencia, qué es de su vida...!
Resolvió decirle
"doña"; era lo que correspondía. - Bueno, poca cosa
m'hijo; algunas cositas, alguna costura que me piden; tengo una sobrina, y
además una vecina me trae el nene, y todo eso me tiene muy ocupada, ¿sabés?
"¿Tendrá
los mismos dientes?...los aprieta para que no se le caigan ..."
Pero los recuerdos se
habían desbocado y pugnaban por abrirse paso entre los olores obituarios,
a linimento, a flores, a plástico, a cigarrillo. Las voces murmuraban
congregadas en pequeños grupos. Dos señoras pasaron cerca. - ...y fijate si será
sinvergüenza, casado y con cuatro hijos y se fue con la otra...
Aquel recuerdo de los
baños de los sábados era uno de sus favoritos, y recurría a él para
excitarse cuando el tedio y la inapetencia invadían su soledad, cuando el
deseo se ponía perezoso. Entonces convocaba la imagen de aquella mujer
joven para siempre, suspendida en el tiempo, la túnica azul y la sonrisa,
las caricias de manos presurosas.
Aquella vieja nada tenía
que ver con Inocencia, la del moño negro, alta y majestuosa, envuelta en
perfumes y batas afelpadas; y le sobrevino un ataque de fastidio. "...es
una vieja horrible...un bicharraco...me voy..."
Se estiró el saco, pasó
rápidamente la punta de los dedos por el bigote, se inclinó como si se
mirara los zapatos y con un movimiento mecánico sacó su billetera. - Lo siento, pero tengo
que irme, doña Inocencia; acá tiene mi tarjeta, vaya a verme cuando
quiera, será un placer, capaz que tengo algún trabajito para usted,
alguna costura; le hablaré a Susana, vaya a verme, ¿sí?
Ella lo miraba como si
buscara algo en aquel hombre de rostro pulcro, afeitado, de bigote
entrecano y calvicie incipiente: "está
medio viejo ya, Dios mío; hace tanto tiempo...era precioso...capaz que ya
cumplió los cincuenta."
Sintió que su cuerpo
se inclinaba hacia ella, presintió que iba a besarla.
Al empinarse para
recibir el beso, Inocencia se acercó a aquellos ojos serios, algo
tristes. Pero no vio su propia imagen reflejada en ellos. - Adiós, la espero, ¿eh?
Se alejó y caminó
hacia Rupi, que dialogaba con la mujer gorda al costado del féretro. Le
puso una mano en el hombro, "vamos,
decí lo de siempre, muñeco." - Tengo que irme,
viejo, lo siento mucho; cualquier cosa a la orden.
En la puerta unos niños
hablaban a gritos alrededor de una hilera de tapitas alineadas en el
suelo. Caminó hacia el coche. "Nublado, no se ve un carajo, está
oscuro, se hizo noche...". Al principio caminó rápido, pero se le
agitó la respiración y los latidos del corazón le hicieron enlentecer
el paso: "Parece que el bobo me
está dando quehacer...lo que me faltaba."
Pasó
frente a una iglesia. Estaba abierta y miró hacia el interior.
"¿Por
qué tendría el abuelo aquel confesionario en el dormitorio?"
Algo le golpeó en el
hombro. Alzó la cabeza y un golpeteo de alas se agitó arriba, en la
cornisa, como si aplaudieran su
paso. Se palpó el saco a la altura de la hombrera. - ¡Mierda! Confesión - Buenas noches, padre. - Buenas noches, hija,
hacía tiempo que no venías por aquí. - Dos meses, padre, y
perdone, ¿tiene usted puesto el sobrepelliz y la estola? - Sí, y eso que dices
no puede ser, no hace dos meses que has estado. - Si, padre, desde el
once de mayo. - ¡Qué barbaridad! ¡cómo
pasa el tiempo! No debes demorar tanto en venir; pero bien, cuéntame, cuéntame
cómo está el niño. - Muy bien, padre,
sanito y loco con su padre. - Gracias a Dios;
bueno, in nómine patris etcétera, hija, estamos en sacramento: ¿has
pecado? - Sí, padre, y muy
feo, feísimo. - Bueno, cuéntamelo
todo, que no será tanto; eres una buena
madre y una buena
esposa. - Usted sabe que voy a
misa todas las mañanas y dejo el niño con María Luisa. - Sí... - Bueno, pues el martes
pasado, después de la misa quise que el padre me bendijera una estatuilla
de San Roque que mi esposo me obsequió, porque desde que me mordió el
gozque de la vecina, que es malísimo... - No, no puede ser, es
imposible; tu esposo no puede haberte obsequiado... - Sí, padre, que es
verdad; él no es creyente, usted bien lo sabe; pero como es muy liberal,
no se fija y me obsequia todo lo que le pido. Bueno, pues al pasar a la
sacristía para pedirle que me bendijera la estatuilla, lo hizo allí
mismo, y me pidió que subiera prontito al coro, que tenía algo que
mostrarme. - ¡In libidine esse
peccatum est!, ¿y subiste, hijita?, cuéntame... - Bueno, padre, yo
terminé un rosario, y luego muy luego fui caminando despacito, bien
despacito, como para demorar; porque yo algo me sospechaba, porque una vez
que me dio la hostia me metió el dedo en la boca y me hizo de ojos, y eso
me dio mala espina; porque mamita siempre me advirtió que nunca... - Bueno bueno, cuéntame
y deja de hacer tanto dibujo, ¿suele hacer eso el padre Clemente? - Que no, que no fue el
padre Clemente; fue el epistolero, un día que el padre Clemente estuvo
malo. - ¿Jobito? ¿ese
mosquita muerta? - Sí, padre, el mismo
es; y entonces llegué a la escalera y comencé a subirla ligerito, pues
usted sabe que en las escaleras, sobre todo si son en caracol, pasan cosas
de milagro; y cuando ya había subido como veinte escalones, me di vuelta
y ya estaba allí, justo detrás de mí, mirando fijo, con esos ojos de
locura que Dios le dio. - ¿Y qué miraba? - Imagine usted...que
madre me dio estas faldas porque a ella le ceñían demasiado...y bien,
que al darme vuelta perdí un poco el pie, y él echó mano para
sostenerme... - Horrible intención,
en verdad, y detestable actitud la suya, ¿y tú le rechazaste? - Y nada pude hacer,
pues ya no retiró la mano y la dejó allí como olvidada, y entramos al
coro y él seguía allí de mano pegada, como si yo no supiera el camino;
y para peor el coro estaba lleno de palomas, que como hay unas tejas rotas
se cuelan que es un contento, y tienen el virginal harto cagado, que
revolotean por doquier... - Bueno, menos letra,
menos letra, que además no es virginal, hija, sino armonio; y exprésate
con recato que esto es casa de Dios. Sí, es cierto que el coro está algo
descuidado, los fieles ayudan poco. - Dios nos ampare, y qué
poco...Bueno, pues llegados que fuimos allí tras del armonio, me pidió
que no me volviera, pues iba a mostrarme lo prometido, que era una
sorpresa... - ¿Y luego? ¿hizo que
voltearas por ver sus inmundas partes? - Sí padre, y cuando
me volví no puedo contarle... - ¡Cuenta, cuenta,
pecadora! ¿qué viste, qué te mostró el condenado? - Pues que se había
subido la sotana hasta aquí... - ¿Hasta dónde! ¡que
no veo nada, nada, con esta maldita rejilla! - ¡Hasta aquí, digo! - ¿Hasta la barbilla? - Hasta la boca, y la
sostenía con los dientes todos al aire; se reía con ojos de loco y me
mostraba una estatuilla de yeso que apretaba con ambas manos... - ¿De yeso? ¿qué
dices, desdichada? ¡cesa ya en tus facecias y trastuladas! - ¡No! ¡digo que como
de yeso parecía! ¡y me tomó la mano y me la llevó! - ¡Tangendo se mutuo
in pudendis! ¡Aliquando copulans se, quamquam imperfecte! ¡Intemperantissima
pecus! ¡Claret nada inventó! ¡basta ya! ¡cellenca, puta, marquida,
hurgamandera! ¡Demasiado es! ¡Que hiervo, vive Dios! ¡Carallo, muera el
Papa Rey! ¡Viva la república! - ¡No, coño! ¡Que
estamos en Uruguay! ¡Viva Batlle!
Como obedeciendo a una
consigna ambos se pusieron de pie, saltaron fuera y se enfrentaron ante el
confesionario. Estaban desnudos, ella con el pelo recogido en un gran
peinetón sevillano y el rostro velado por una mantilla negra. - ¡Baja la lámpara,
Jacinto mío!, dijo casi sin voz. - ¡No, que la quiero
encendida, mujeruca! - ¡Ten cuidado de
gritar, bestia, o despertarás al niño!
Se aproximaron en
puntas de pies, y encastrados bocas, piernas y brazos en inverosímil nudo
ceremonial, rodaron sobre la cama. Génesis
Jacinto Manuel Abate Sánchez
celebró su primera misa en el convento de San Miguel, próximo a Vigo, el
1 de febrero de 1880. Teniendo en cuenta el consejo de su madre, que el hábito
le daría más libertad que privaciones en aquellos años de penuria, llevó
consigo al convento su íntima convicción libertaria, asumida allá donde
había pasado muchas horas de su
infancia: la botica de don Joaquín Abreu, lindera de su casa por los
fondos.
De pequeño creció
sano, sin conocer enfermedades. Reía muy pocas veces y era de genio
pronto e irascible. Cierta vez llegó el padre y se extrañó al no verlo
jugar en la calle con los otros niños. - ¿Dónde está el
Jacinto? - Trepó a la higuera y
se ha echado a dormir. - ¿Y qué ha pasado? - Que le ha dado de
patadas en el culo al hijo del cura porque no le ha querido prestar la
mula; mira que eso no está bien, Manuel, que tú le dejas demasiada
libertad y este arbolillo está creciendo torcido, inclinado hacia el lado
de lo violento. Mira que está volviéndose un bruto, y tú le hablas y
como llover; tómalo a tu cargo y hazle ver algo de lo que sabes, que ya
no se parece a la gente. Hazlo tú, que yo soy analfabeta y criada entre
sardineras y gente de mar. - Mujer, todo lo que
dices es puro viento; el niño cumplirá pronto diez años y ya lee y
escribe, lo que no es poco, porque en este pueblo ningún niño de su edad
lo hace.
En la trastienda de la
botica se reunía los sábados por la noche un grupo de enlevitados
caballeros, de galera, bastón, corbatón negro y alzacuello. Entendió
don Manuel Abate, concurrente a aquellas tertulias, que el niño debía
conocer el mundo al que había venido y le invitó cortésmente a acompañarlo,
con especial encargo de escuchar y estarse quieto. - De principio, hijo,
nada entenderás, pero conocerás pronto la razón por la que Dios te ha
puesto la cabeza sobre los hombros; mira que tu madre ha consentido en que
te lleve, pero nada comentes con ella ni con nadie de lo que oigas, porque
todo es secreto, y el secreto es el sacramento número uno. - ¿Y si el cura me
pregunta en confesión?, porque escuche usted, padre, que ahí debo decir
la verdad. - Pues tú debes
cumplir el sacramento número uno, porque la confesión es el número
cuatro o cinco, no sé bien; así que tú le dices que nada sabes, y no
mientes, porque en realidad eres un niño y nada sabes de nada. Y sobre la
confesión hablaremos otro día, conque vételo pensando. - Sí, padre, está
bien.
Allí escuchó por
primera vez discutir acaloradamente sobre temas desconocidos y citar con
familiaridad nombres como Rousseau, Voltaire, Diderot, Montesquieu, de la
Sagra, Cabet, Krause, Fourier, personajes que nunca había oído mencionar
a su padre, ni siquiera a la hora del almuerzo, en las pláticas que a
diario mantenía con su madre.
En un principio creyó
que discutían sobre problemas de la botica, de enfermedades y remedios, y
que aquellos eran los nombres de los inventores de la cebolla albarrana,
del rhus radicans, de los polvos de murciana, del cohombrillo amargo o de
la momórdica elacterium. Estos sí le eran familiares, ya que a diario se
los escuchaba a don Joaquín, el boticario, que formulario magistral en
mano los pedía a gritos a Santiago el asistente, mientras manipulaba la
balanza en la mesa cubierta de frascos, retortas y matraces.
Durante tres años
concurrió con su padre a aquellas tertulias, hasta que una noche de
invierno, ya a punto de retirarse a sus casas y roncos por hablar todos a
gritos y a la vez, tanto como por el humo de los cigarros y el demasiado
cognac, no oyeron el estallido de los vidrios que saltaron al ser forzada
la puerta de la botica. Ante un gesto de don Joaquín todos callaron y se
pusieron de pie. Entonces escucharon pasos en el despacho del frente. El
hombre más alto que Jacinto hubiera visto en su vida abrió la puerta de
la trastienda de una sola patada y entró seguido por un piquete de
soldados carlistas.
Jacinto observó
azorado aquel hombre descomunal, de tricornio azul y gran penacho blanco,
la casaca cruzada por gruesas correas negras y las insignias reales en el
pecho, que en medio de denso silencio comenzó a caminar por la habitación,
a observarlo todo, a voltear con la punta de la espada los frascos y
matraces, los libros de los anaqueles, los recetarios y la balanza. A sus
despaciosos taconazos tilinteaban las copas sobre la mesa. Un vaho de
esencias vegetales, citronela, alcohol y
mixturas odontálgicas se mezcló al aroma del tabaco.
Sin otra referencia que
la contenida seriedad y cortesía de su padre y de los otros contertulios,
aquel hombre pareció al niño no otra cosa que un toro negro, una bestia,
un cuadrúpedo prepotente. Con cortos pasitos se le acercó por detrás
hasta quedar a sus espaldas, sin prestar atención a las señas ansiosas
que le hacían los amigos de su padre. - ¿Y tú quién eres?
¿quién te ha invitado aquí? - Soy el capitán
Franco, jovencito, y más te vale volver junto de tu madre y rezar con
ella por estos empedernidos judíos anarquistas, enemigos jurados de
nuestra santa religión y de su majestad nuestro señor Don Carlos, que
este no es sitio para tí.
Y ordenó a un soldado:
- Lleva al lechuguino
donde su madre, y a vosotros todos, en el nombre de Dios y del Rey nuestro
señor, os arresto por liberales, por masones y por judíos anarquistas,
que vuestra firma está en este infame manifiesto.
Y metiendo la mano en
la faltriquera extrajo un pergamino enrollado que agitó ante los ojos de
don Joaquín.
Este, que apenas le
llegaba a la cintura, alzó la calva y le miró con los ojos fuera de órbitas
tras de las gafas. - Nada hemos firmado
nosotros, y eso que tienes ahí lo ha amañado la sucia boñiga del
alcahuete que te ha dado nuestros nombres. Cumple tu deber de obediencia,
que en eso y en muchas cosas más te le pareces; y ten en cuenta que me
cago tres veces en tu señor Don Carlos: ¡viva la República!
El gigante lo miró sin
decir una palabra, lo asió con ambas manos de las patillas y de un tirón
hacia arriba le despellejó los carrillos. - ¡Andando!
Los llevaron hasta el
barranco de Poseiro y allí los fusilaron. Jacinto, una vez en su casa y
sin despertar a la madre, había escapado por los fondos de la botica.
Amparado en la noche siguió de lejos el pelotón, más guiado por el
ruido de los pasos sobre la grava que por la poca luz de la luna. Arrimado
a una cerca de zarzamoras pudo oír las descargas. Después supo, porque
todo se sabe más tarde o más temprano, que su padre se mantuvo de pie y
de ojos abiertos con las balas en el pecho, y que el capitán Franco tuvo
que voltearlo con la bayoneta.
Tiempo más tarde, ya
con quince años cumplidos, conversó con su madre y decidió seguir su
consejo. - Mira mi Jacinto, que
lo mejor para ti está en el sacerdocio, que tu padre era católico
y liberal y no se hubiera opuesto. Mira que no ganamos para comer y que
eso te traerá más bien que mal, porque por servir a Dios no dejarás de
pensar como quieras, siempre que sea lo bueno; y a más tendrás allí pan
y educación, que así estará bien, y bien invertidos los pocos dineros
que él nos dejó.
Cargando un atado que
le preparó con sus ropas, lo acompañó hasta la salida del pueblo. De
allí Pelayo, el hijo del cura, lo llevó en su carro hasta la puerta del
convento de San Miguel. Llevaba bajo el brazo el reloj de arena que su
padre le había obsequiado el día de su santo. - Guárdalo Jacinto;
dicen que esto es el símbolo del tiempo; el tiempo no existe sino en tu
cabeza, es un invento para meter miedo con esa historia de la eternidad y
todo eso.
Y le apuntó con el índice
entre los ojos, - El tiempo te lo
tienes ahí, mochacho; y si lo quieres tampoco estará ahí. Mira que uno
se va poniendo viejo y manso como gato capón, menos rebelde y más
paciente, que eso no es ser bueno ni nada parecido. Escucha: lo importante
es ser libre, que si eres libre lo tendrás todo, y si no, nada.
Cuando ingresó al
convento llevaba consigo un Misal Romano y un ejemplar en pasta y en
octavo del Contrato Social. Ambos le fueron requisados al hacer el
inventario de sus efectos. Solo le permitieron llevar a su celda el reloj
de arena, que puso en la mesa sobre los Santos Evangelios.
Coincidiendo con el
inicio de sus estudios, apresó a Jacinto una encendida pasión por los
diccionarios. Halló en la biblioteca del convento ejemplares antiguos, y
otros los compró a precio vil en tiendas y en casas de feligreses. Se
sorprendió al constatar que de las voces que contenía un diccionario,
solamente se utilizaba en el habla cotidiana una parte insignificante, y
que habían sido abandonadas voces eufónicas y maravillosas, merecedoras
de ser vueltas a la vida. - ¿Por qué no decir
"cedo cayó el pájaro en la trampa" o "la práctica de la
templanza ajenará de ti segura la pernicie"? No hay lengua más fértil
y abundosa que la nuestra. No usarla en su totalidad es lo mismo que
pretender ser virtuoso de guitarra con un solo dedo sobre el encordado.
Pero sus compañeros de
estudio creyeron que estaba loco de remate cuando lo oyeron responder a
una pregunta del profesor de retórica: - Desembebecido quedé,
señor, al desentrañar el encovado sentido de la epítasis, en la
tragedia cuya lectura me encomendasteis. - Mira Jacinto que retórica
no es eso. - Señor, que si no he
sido comprendido, mía no ha sido la culpa; aunque acepto humildemente su
parénesis, solo intentaba expresarme con eubolia.
Una severa reprimenda
del superior, que lo trató de patán, pedante y anacrónico, le volvió
el lenguaje a la normalidad; aunque persistió en la lectura secreta de
los diccionarios, anotando con fruición en un pliego aquellas palabras
muertas que sentía como gemas de la lengua, aptas para incorporarlas al
decir común.
No le duró mucho
tiempo la tonsura. Con frecuencia había oído a su padre hablar contra la
confesión y citar como ejemplar argumento lo escrito por un obispo de
Cuba, Antonio María Claret, autor de un manual destinado al arte de
confesar: "Llave de oro o serie de reflexiones para abrir el corazón
cerrado de los pobres pecadores". Un día, atareado en los ajetreos
de la limpieza, halló la obra en la biblioteca de su Superior. Sin
dudarlo la sustrajo, la escondió y comenzó a leerla, traduciendo con
dificultad las partes en latín, ya que en tal materia no era de los
mejores. Cuando terminó comenzó a encolerizarse, a punto de
enmudecer y perder el sueño y el apetito. La lectura de Claret le
provocó una seguidilla de sueños eróticos y de poluciones nocturnas, y
el baño se le transformó en infierno de tentaciones. La ira le tuvo la
boca sellada y los ojos abiertos noche y día. Ante su aspecto nadie se
atrevió a hablarle, hasta que de paso por el convento camino de Santiago
el obispo Salustio Salablanca, el prior sometió el caso a su consideración.
El prelado sonrió con benevolencia, mandó llamar a Jacinto y le pidió
que entrara luego al baño para fregarle la espalda, ya que por padecer
del baile de San Vito no podía valerse. Jacinto recibió la orden con no
disimulado rechinido de dientes; y como el prelado lanzara algunas
exclamaciones al serle fregada la espalda, que quizás él malinterpretó,
lo tomó del cuello y le sumergió la cabeza en el latón de agua
caliente. Pese a tener la cara encendida como un fósforo, el obispo
emergió impasible y sonriente, lo que Jacinto tomó como burla, por lo
que sin contenerse le golpeó los oídos con ambas palmas y lo dejó
totalmente sordo.
El prior lo citó,
examinó su conciencia, lo confesó y luego de pláticas diarias que se
prolongaron por más de una semana, le aconsejó con la mayor delicadeza
que abandonara el convento. Desde tiempo atrás venía observando su
comportamiento: le hizo ver que había menguado su religiosidad y su
vocación para el sacerdocio; en cambio lo veía apto para otros estudios
y para los problemas del mundo, más que para el servicio de Dios. A una
pregunta de Jacinto sobre el manual de Claret, el prior le respondió que
era recomendable solo para aquellos sacerdotes que por razón de edad,
tuvieran ya aplacadas las pasiones.
Jacinto agradeció y
pidió excusas por su mal talante. Adujo que era heredado de su madre, y más
aún de su abuela materna, una de las sardineras más malhabladas y
geniosas de Vigo. Solamente se limitó a pedir al prior que una vez
finalizados los trámites de secularización, le autorizara a llevar
consigo y como recuerdo de su estado, un viejo y desvencijado
confesionario. Desde hacía años yacía desguazado en los talleres del
convento, a merced de la intemperie y de las polillas, hormigas y ratones. - ¿Y para qué lo
deseas, mi buen Jacinto? - Pues mire usted, señor,
que lo que más he amado en el ejercicio es la confesión, y ese es un
recuerdo que me acompañará toda la vida. - ¡Vaya tal recuerdo!,
pero sea, llévalo, que de quedar ahí irá al fuego cualquier noche de
invierno; pero escucha, nunca lo des ni lo vendas, antes quémalo.
Y a los seis meses de
haber abandonado el convento regresó de a pie, de la brida una mula con
árganas uncida a un carro de tablero, en los que fue cargando una a una,
desensambladas, las piezas de caoba y de otras preciosas maderas: las
tablas del piso, los tabiques laterales y sus rejillas de envarillado, los
reclinatorios, el asiento, la portilla tallada, el dintel artesonado con
angelitos y tulipas, las jambas estriadas, las columnillas de base esférica
y rematadas en graciosos capiteles.
Muchas veces había ido
al taller para observar esta vieja reliquia, según decían de la época
de la fundación del convento, y ahora deshecha, a punto de perderse, las
tablas arqueadas y rajadas por la humedad y el calor de innumerables
veranos. Una y otra vez había estudiado al detalle la rareza de su
portilla, totalmente lisa en su lado exterior, pero curiosamente trabajada
en su interior con la talla de una escena bíblica: Jacob dormido, apoyada
la cabeza sobre una piedra, y a su lado una escala en espiral que unía la
tierra con las nubes, de las que emergía un ángel soplando una
trompeta.
Aquella figura evocaba
en Jacinto los viajes a Lugo, a la casa de su abuela paterna, a donde
siendo muy pequeño había ido con sus padres algunas veces, y de la que
recordaba los visillos de encaje tras los cristales biselados del cancel,
también ornados con angelitos que soplaban trompetas.
Y cuando terminó de
cargar las últimas piezas, como había entrado por los fondos del
convento sin que nadie lo viera, salvo un mozo de cuadra que se ofreció a
ayudarlo, se retiró sin saludar al prior.
Siguieron años difíciles.
Ya instalado en Vigo, habilitado como profesor de gramática y latín y
con ingresos de hambre, casó con Concepción Méndez, empleada de un
estanco. Pese a ser analfabeta se declaraba liberal y compartía las ideas
de su esposo, en particular la de que toda España debía entenderse en
castellano y prohibirse las lenguas regionales, el gallego la primera;
porque hablando castellano serían educados los hijos que tuvieran. - Sabes, Conce, que
esa, la unidad de la lengua, fue la única idea lúcida que tuvieron
aquellos dos fanáticos, Fernando e Isabel.
Pronto se vinculó
Jacinto a los círculos liberales, a peñas nocturnas, a conspiraciones y
a reuniones secretas. Escribió algunos artículos en la prensa, pero sus
ataques a los ingleses y su anticlericalismo subieron a tal punto de
violencia que el regente del diario le aconsejó moderación. La
intervención de la diplomacia inglesa en España, luego de la muerte de
la reina Victoria, había pasado a ser más delicada, hecho que los
liberales consideraron auspicioso. Circulaba asimismo el rumor de que
Alfonso XIII había comentado entre íntimos ser partidario de amortizar
parte de la fortuna de la Iglesia, por lo que era conveniente esperar.
Pero Jacinto no se avino al consejo, y sus artículos, los pocos que le
publicaron, parecieron escritos con sangre. No demoraron en llegarle
amenazas de muerte y de excomunión, hasta que harto de penurias y corto
de trabajo, y por no poder bautizar a su pequeño hijo con los nombres que
él y Concepción querían, decidieron emigrar. La gota que desbordó el
vaso fue el suscribir, junto a notorios anarquistas, un manifiesto contra
la monarquía y en favor de la república. Esa misma noche rompieron a
bastonazos los vidrios de su puerta y le pintaron los de la ventana con
excrementos. - Sabes, Conce, el
corazón me dice que debemos irnos de esta tierra de desgracias, llena de
cucarachas, frailes y carabineros. Pistolete el estraperlo me ha dicho que
el mes próximo sale un vapor para Montevideo; y también el boticario me
ha contado que Uruguay es poco menos que un paraíso. Es más, que tienen
de presidente a un anarquista, un tal Batlle, que de sobra es catalán,
nacido en Sitges, ¿piensas lo que debe ser aquello?
Llevaron consigo un arcón
con ropas y unos pocos utensilios, un bolso de encerado con comida para
algunos días y el niño de pocos meses arropado en una frazada roja.
Jacinto puso especial cuidado en llevar consigo todas las piezas del
confesionario, que envueltas en papel tela acondicionó personalmente en
la bodega.
Ya en alta mar, el capellán de a bordo, vasco, regionalista y liberal, bautizó al pequeño con los nombres de Juan Jacobo Darwin. Fueron padrinos el capitán y la mujer del cocinero. |
Jaime Monestier
Ángeles apasionados
Novela (fragmento)
Ed. Cal y Canto, 1996.
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