Amor y anarquia |
"Tirano tanto quiere decir como señor cruel, que es apoderado en algún regno o tierra por fuerza o por engaño o por traición; et estos tales son de tal natura, que después que son bien apoderados en la tierra aman más de facer su pro, maguer sea a daño de la tierra, que la pro comunal de todos, porque siempre viven a mala sospecha de la perder." Alfonso X, El Sabio, "Partida Segunda, Título I, Ley X"
"Pouco a pouco o passado recordemos E as histórias contadas no passado Agora duas vezes Histórias, que nos falem Das flores que na nossa infância ida com outro fim no gozo nós colhíamos E com outra ciência No olhar lançado ao mundo." Fernando Pessoa/Ricardo Reis, "Odas |
De cómo partió Domingo Fortunato Hacía más de dos horas que habían salido de la ciudad y tomado la ruta. El Fiat azul rodaba lento, tras de sí serpenteante una estela de humo negro. Al trémolo metálico de las chapas y al repiqueteo del motor, se sumaban explosiones en el caño de escape, el vapor soplado de bajo el capó, el borboteo hirviente del agua en el radiador. Sobre el asiento trasero, vencido por el sopor y el ronroneo de la máquina, el niño yacía dormido sobre un revoltijo de ropas, bolsos y paquetes con comida. De tanto en tanto la madre se daba vuelta para observarle el sueño y secarle la traspiración. No había gente en los campos, y los escasos animales, el sol a pique, se congregaban bajo los árboles. Agobiados por la monotonía y la reverberación del camino, por el fastidio y el tedio, hablaban lo indispensable. De tanto en tanto ella le cebaba un mate, armaba un cigarrillo, le daba una fumada y se lo pasaba. Ante ellos, la cinta gris de la carretera parecía no tener fin. De pronto se arqueó en una curva y se empinó, y un letrero apareció a mitad de la cuesta. - Mirá, "Parador La Lechuza," a un quilómetro, y estamos en el ciento ochenta, es el parador de que te habló ¿no?, tiene que ser por acá, ¿qué te dijo el hombre del teléfono? - Sí, es por acá, me habló del parador, paramos y preguntás, de paso pedí agua caliente. Era una casa ruinosa, puertas y ventanas cerradas, solo un letrero de Coca Cola y una lechuza de latón pintado clavados en la pared. Se bajó y corrió hacia el comercio. La vio alejarse y se rió: tenía el trasero del jean empapado en sudor. Mientras esperaba vació el cenicero, recogió del piso y tiró por la ventanilla trozos de papel, envoltorios de galletitas y caramelos. No demoró en volver, agitada y con ansiedad risueña. - Pobre tipo, estaba durmiendo y lo desperté, dice que es por un camino de balasto que sale a la izquierda, menos de medio quilómetro; parece que le dicen "la quinta del lobisón." - Sí, el aviso del diario no es claro; pero el hombre me dio señas bastante precisas, debe ser esa...y que será eso de la quinta del lobisón... - Dice que tiene un monte de eucaliptos, un portón grande de fierro y un zarzo a la entrada. Al doblar vieron el monte, lejos, y ya más cerca, una persona recostada en uno de los pilares de la entrada; de brazos cruzados, los miraba acercarse: tuvieron la impresión de que estaba esperándolos. Comenzó a moverse lento; sin dejar de observarlos se acercó al portón, levantó la lazada de alambre, abrió las dos hojas y los saludó con la mano, como si los conociera. Sin saber por qué, ella se sonrió y le respondió con simpatía triste. - Pobre... - ¿Pobre por qué? Entraron y se detuvieron bajo el zarzo abovedado. Bajaron; ella volcó el asiento, se inclinó y levantó en brazos al pequeño. El viejo se quitó el sombrero de paja y comenzó a acercarse, pero se detuvo y los observó un instante. Era una pareja joven. "Recién están empezando...Son jovencitos como él..." Les tendió la mano abierta, y después rozó con la punta de los dedos la cabeza del niño. Hablaron del calor, del sol, de la sequía. Era un reconocimiento previo, protocolar. Ellos se miraron y cada uno por su lado estimó la edad. "Tendrá setenta, no, más de setenta..." Era de baja estatura, de aspecto común y gríseo, como lo es en general el de los hombres de campo, de cuerpo más bien grueso, algo encorvado aunque de espaldas recias. Se movía con una leve renguera, la mano iba a veces a la cadera, quizás por dolor o por necesidad de afirmarse, temor a caerse. Vestía camisa blanca y saco raído, pantalones negros y abolsados. Manchas de vejez le marcaban la calvicie, la cara y el dorso de las manos. Los ojos, foscos y profundos bajo las cejas casi blancas, no miraban con tristeza; pero la actitud, el gesto y la entonación en el decir trasmitían una indefinible melancolía, ese ominoso rastro de la derrota. - Así que vienen a comprar la quinta... Los ojos le brillaron, no de contento, y los desvió hacia la arboleda; lo había dicho con un leve temblor, la voz fina, de timbre casi femenino. Sin decir palabra se volvió y caminó hacia la casa; ellos lo siguieron. La luz cribada por las glicinias lo envolvía en una mágica claridad, pero ellos no lo percibieron; estaban inquietos, había dicho que iban a comprar la quinta... Al acercarse a la puerta, un súbito aleteo de torcazas despertó al niño. - Pájaros, pájaros, aquí siempre hay muchos pájaros; les doy de comer, miguitas, a veces alpiste, vienen a buscar el fresco. Bueno, escuchen, vendo todo, todo, el campo es chico, la casa y todo lo que hay adentro, así que díganme cuándo quieren ir al escribano. Se sobresaltaron; sospecharon un desvarío o una estafa, una pechada prepotente. - Señor, ni yo ni mi señora sabemos nada del negocio, disculpe, no sabemos quien es usted, y tampoco sabemos el precio...vinimos por el aviso, llamamos al teléfono y nos indicaron cómo llegar... - Fortunato, Domingo Fortunato, ese soy yo; vivo solo y soy el dueño, así que díganme cuánto dinero tienen... La insignificancia de la suma de que disponían no admitía siquiera el prestigio de una seña; se sintieron cohibidos y la dijeron cruzándose reojos de vergüenza. - Bueno, está bien, ese es el precio por todo. Vayan ahora a hablar con el escribano. En el pueblo hay un señor, Arístides Sosa se llama, pregunten por él, es amigo, muy buena persona; tiene los títulos y un poder para firmar todo. Vayan ahora mismo, yo los dejo, me voy. Se dio vuelta y caminó hacia una higuera que asomaba por encima del techo, detrás de la casa. Estuvo un rato frente a ella, mirándola. - Quise despedirme, la planté de gajo hace tiempo, para que me diera sombra. Bueno, ya está hecho, ya me dio. Los dejó solos frente a la puerta abierta. El niño se había despertado nuevamente y comenzaba a lloriquear. Miraron hacia el interior y vieron un perro negro dormido sobre una bolsa de arpillera, muebles, un termo y un mate sobre la mesa. Algo brillaba al fondo de la habitación, podía ser un espejo, un cristal, el vidrio de una ventana. Quizás un sentimiento de responsabilidad por quedarse solos en la casa y con todo lo que en ella había; algo así fue lo que sintieron, pero tambien algo de miedo, puro y simple, ya que eran jóvenes e inexperientes. Se miraron, y sin palabras compartieron inseguridad, pegoteo de dudas e irresolución: cualquier decisión les pareció insensata. El viejo ya cruzaba el portón y avanzaba hacia el camino, en una mano un bolso pequeño, posiblemente ropa, y en la otra el sombrero de paja. Azorados, el niño en brazos llorando a gritos -quizás había sentido la zozobra de los padres- corrieron tras él. - Señor, señor Fortunato, no puede irse, no sabemos nada...¿qué hace? ¿adónde va? ¿cuándo regresa?...tenemos que hablar... El los miró, y por primera vez vieron en su rostro hasta qué punto Dios puede ser pródigo en desgracias; no respondió y siguió caminando en silencio. Ya lejos se dio vuelta y les llegó el hilo de su voz atiplada. No percibieron, agobiados por el asombro, por la brisa caliente y el oprobio del sol, que la respuesta consumaba una despedida definitiva; solo entendieron unas pocas palabras aisladas. - Vayan, vayan al pueblo...los está esperando...Arístides Sosa se llama...todo es de ustedes, todo...no se preocupen, todo está bien, y cuiden al chico, cuídenlo. Desde el portón lo siguieron con la vista hasta que dobló en un recodo. Vacilantes, sin decir palabra, volvieron y entraron a la casa. La recorrieron en silencio, casi en puntas de pies, como intrusos. Sentían que violaban la intimidad de alguien que en cualquier momento podía volver, aunque sentían que no lo haría. Cada cosa estaba en su sitio, palpitante de uso, de olor doméstico. Hallaron la cama tendida, agua en la bañera, ropa en el armario, un par de alpargatas al lado de la cama, como si esperaran los pies que vendrían a calzarlas. Se acercaron a la ventana del dormitorio y vieron una cuerda con sábanas y una camisa tendidas al sol. Pero nada superó el ingreso a la cocina. Una de las hornallas de leña estaba encendida, y sobre el rezongo crujiente de llamas y rescoldos borbotaba una olla de fierro. Un puchero humilde y familiar aromaba el hambre puntual del mediodía. Sobre la mesa de pino, un mantel de hule, un plato, pan, un vaso de vino y algunos cubiertos esperaban para el ritual del almuerzo. Estaban mirándolo todo, en medio de un silencio asombrado, cuando sintieron algo parecido a un gemido. El perro los miraba desde la puerta; viejo, muy viejo, se acercó lento hasta los pies del niño, los lamió y se acostó bajo la mesa. Un discurso inesperado El escribano terminó de leer la escritura y se quitó los lentes. - ¿Están de acuerdo? Eso creo que es lo que se había acordado, ¿verdad? Hablaba desde el pasado, instalado en el tedio del largo oficio. - Sí, señor escribano, si usted lo dice... - Bueno, entonces vamos a firmar. El vendedor y su mujer se pusieron de pie, alejados, la mirada baja, a la espera de la orden. El vestía una camisa de tartán y la boina echada sobre los ojos, asomados unos mechones canosos sobre la frente, los brazos caídos a lo largo del cuerpo. Las manos grandes y terrosas, algo crispadas por la solemnidad del momento, no osaban apoyarse en el roble pulcro del escritorio. Ella, gorda y de tez oscura, carraspeaba sin pausa. La nariz pequeña y curva, los pómulos marcados y el pelo lacio denunciaban un remoto pasado de tolderías. Unidos en el silencio de los matrimonios viejos, ya todo dicho, liados el uno al otro en las rutinas del ordeñe, del arado, la siembra, la cosecha y demás liturgias del campo, el tiempo los había soldado para siempre en una sola modestia callada. Domingo Fortunato, el comprador, permaneció sentado. Los ojos fijos en aquel papel que iba a transformarlo en propietario de la quinta, las manos cruzadas sobre el vientre y el rostro apacible, denunciaban sosiego. No era un acontecimiento que lo trasportara de alegría; era el cumpliento de una promesa, el punto final. Había venido solo; la mujer prefirió ir al almacén para hacer el surtido, y después a la tienda por el género para las cortinas nuevas. No quiso acompañarlo; en esas ceremonias se ponía nerviosa y le podía atacar el cardiaco que la dejaba sin aliento. No quería que comprara, sobre todo después que él dijo aquello que le sonó de mal agüero. - Hace tiempo que vengo juntando peso sobre peso, como uno de esos ahorristas. Cuando me jubile le compro la casa a Agustín y de ahí me van a sacar con los pies para adelante. Vestía un pantalón gris, limpio y gastado, y saco negro, ya lustroso, el de las ocasiones especiales; también se había puesto la camisa blanca abotonada hasta el cuello. Terminaban para él muchos años de trabajo y esperanza: compraba por fin la vivienda de don Agustín Rivero, su arrendador. Este, propietario de campos en Florida, Tacuarembó y Cerro Largo, había entregado los bienes a sus hijos; de todo se había desprendido, menos de la quinta donde vivía: esa estaba comprometida. Hacía más de veinte años que Domingo Fortunato le arrendaba una chacra de frutales y viñedos, primero con un contrato que renovaban año a año ante el escribano, y últimamente solo de palabra, mitad arriendo, mitad medianería, mescolanza cuyas condiciones variaban muy poco; ni ellos lo entendían, y tampoco se preocupaban por averiguarlo, ya que solo se regían por una ley que habían inventado y que no podían evadir: debían ponerse de acuerdo. A mediados de año ajustaban cuentas a ojo, sin discutir mucho. Domingo pagaba lo que le decía don Agustín, entre ambos ajustaban el precio y un porcentaje pequeño en la venta de la uva y la manzana, y luego hablaban de otra cosa. Pero esa vez habían tenido que ir al escribano, el negocio no podía ser de palabra: el propietario estaba cumpliendo la promesa de compraventa, formalmente irregular, concertada aquel treinta y uno de diciembre, diez años atrás, después de firmar el último contrato de arrendamiento. Habían salido de la escribanía camino del boliche de los Bobio, ya convenida de antemano la feliz fechoría: celebrar adecuadamente aquel que sería el último contrato por escrito, y además dar forma jurídica, a su manera y sin necesidad de escribano, a un viejo planteo de Fortunato a su arrendador. Entraron a las cuatro, y al anochecer tuvieron que llevarlos a sus casas en coche de alquiler. Lo único que recordaban era el trato cerrado en medio de una fervorosa borrachera. Después de tomar la segunda botella de grapa preparada, brebaje ocultista del bolichero, Fortunato logró encaramarse a unos sacos de maíz, de ahí pasar a una barrica de yerba, gatear y por último enderezarse oscilante sobre el mostrador. Agustín quiso hacer lo mismo, pero un parroquiano tuvo que ayudarlo a levantarse del suelo. Desde lo alto, como desde un púlpito, Fortunato adoptó aire de dómine y lo apostrofó. -Para cerrar trato usté tiene que probarme que sabe lo que hace, así que súbase a donde yo estoy, porque si no, no hay negocio. - No hace falta, Domingo, no hace falta, soy de una palabra sola. - Ese no es el caso, don Agustín. Que usté es de palabra lo sabe todo el mundo. Pero lo que no sé es si se va a acordar; y para que se acuerde, tenemos que cerrar el trato acá, donde estoy yo, sobre el mostrador, y tiene que subirse solito, eso digo. Y se inclinó y señaló con el índice la tabla monda y gastada por el manoseo del despacho. El bolichero que los había acompañado a ritmo más lento en el bebistrajo, se ofreció solícito. - Si es cuestión de negocios, don Agustín, lo ayudo a subir. Don Arturo Bobio era hombre fornido, habituado a cargar grandes pesos, damajuanas y tanques, bolsas de ración y cajones de mercadería, pero de ahí a alzar en brazos a don Agustín había diferencia: respeto a uno de los ricos de la zona, y quizás también algún pudor de hombre por tener que toquetearlo. Optó por ir a la trastienda y volver con la escalera que apoyó en el mostrador. - Súbase, don Agustín, suba sin miedo que yo lo voy aguantando. El otro comenzó a trepar, mientras el bolichero le ponía apenas los dedos en la cintura por riesgo de un resbalón. Ya de pie y enfrentados, Domingo Fortunato puso en juego su equilibrio y tendió abierta la mano derecha, al tiempo que con la izquierda sujetó al otro por el hombro para evitar el derrumbe. Este también extendió la suya, y ambas manos anduvieron tanteando el aire, a veces cerca, a veces lejos, hasta que finalmente se encontraron y estrecharon, fuerte, como con revancha. La curda ya pegoteaba los ojos de Agustín, por lo que gritó, sin saber a quien daba la orden. - Alcanzame el sombrero te digo, porque esa luz del vidrio es como mataojo. Una mano le alcanzó el gacho y él se lo encasquetó de mala gana, el ala echada sobre los ojos; entonces los abrió lo más que pudo y dejó que Domingo hablara. - Bueno, en la conversa nos prometimos dos cosas, y tenemos que cerrar el trato. La ingobernable merluza de Fortunato le obligaba un articular minucioso, quebraba la voz de sopranino a cada palabra. - Pero primero tengo que hacer la prueba, para ver si el trato va a ser de verdá. - Qué prueba, Domingo... - Cómo se llamaba su mamá... - Plácida se llamaba. - Y su papá de usté... - Domingo se llamaba... - Igual que yo. - Eso, igual que yo. - No, que usté no, que yo. - Eso es... - ¿Y dónde estamos? - En el boliche de Bobio estamos, mismo acá. - Bueno, está bien; ahora que sé que se acuerda de todo, vamos a cerrar el trato. - Lo cerramos. - Lo primero es que usté se va a acordar de todo y yo también. - Eso es, estamos de acuerdo, nos acordamos. Y otra vez las manos se estrecharon y sacudieron. - Y ahora viene el principal. - El principal, eso es, el principal. - Que cuando yo se lo pida, usté me vende la casa y la quinta antes que a nadie. - Que a nadie. - Y no hablamos del precio. - De eso entre hombres no se habla. - No hace falta, usté lo ha dicho, no se habla. Un grupo de parroquianos, entre ellos el bolichero, seguían arrobados la ceremonia desde la punta del mostrador. El hombre del interior sabe distinguir el borracho ordinario del ocasional y respetuoso, sobre todo si guarda compostura sentenciosa, y más en este caso, en el que la embriaguez parecía certificar un acuerdo entre dos personas de bien. Don Arturo, de brazos cruzados, movió la cabeza y evaluó con ojos de conocedor. - Lindo pedito. Acodado a su lado, un hombre flaco, forastero trajeado de negro, cara de pescado y lentes gruesos, atendía también la ceremonia; levantó la copa, la abocó con lenta ternura, apuró un trago corto y acotó con voz que parecía sonar dentro de un aljibe. - Eso, y la cosa va en serio. - Sí señor, tan amigos que son, va en serio, apuntó otro. - Sí, es cosa linda, lástima que la gente sea tan pobre. Y cuando en la emoción del trato definitivo pasaron del apretón de manos a un amenazante tambaleo y a un abrazado intento de sostén recíproco, los asistentes acudieron a socorrerlos. Con respeto los bajaron y los acompañaron a la vereda. Perdidos cada uno por su lado en tartaleadas proclamas, los llevaron hasta el coche de alquiler. Al arrancar, Fortunato asomó la cabeza por la ventanilla y chilló, tan trabada la lengua que apenas le entendieron: - Todos ustedes son como escribanos, todos lo vieron y lo oyeron, ¡todooos!... Al atardecer del día siguiente se encontraron en la mesa de truco. Domingo llegó último, se sentó, lo miró, bajó la vista y la mano fue distraída hacia los naipes. - Y qué me dice, don Agustín... El otro dejó de orejear la pinta; sin levantar la vista, asió la copa con dos dedos, la pausó un momento sobre la mesa y la alzó en ademán de saludo. - Me acuerdo, Domingo, me acuerdo. * * * * * - Firme acá, don Agustín, y con la uña pulida y exacta marcó el renglón. El vendedor se sentó, tomó la lapicera con temor de romperla, de frágil que le parecía, apoyó la punta sobre la línea y comenzó el trabajoso deletreo. - A...gus...tin...Ri...ve...ro... - Muy bien, ahora usted, doña Cándida. Ella se acercó, tomó la pluma y con la otra mano la acomodó entre los dedos. Encorvada sobre el papel, trazó lentamente un laberinto tembloroso. - Ya está, salió bastante bien. El escribano se dirigió entonces al comprador. - Bueno, parece que ahora le toca a usted, ¿trajo el dinero, don Domingo? - Sí, señor escribano, vamos a ver. Se levantó como con pereza, dio la vuelta, enfrentó el escritorio y se sentó con precaución; sacó unos lentes del bolsillo del saco, los limpió con los dedos y los calzó sobre la punta de la nariz. El escribano, desde arriba, observaba la traspiración de la calva, el reborde brillante y seboso del saco. - Vamos a ver, repitió para sí. Apoyó la pluma, y letra por letra, separadas a igual distancia unas de otras como ovejas tras un alambrado, escribió: "F o r t u n a t o", y lo subrayó. - Yo siempre firmé así, usted sabe, señor escribano. - Sí, señor, es cierto, y está bien. - Y ahora tiene que firmar usted, señor escribano. - Sí, pero primero páguele a don Agustín. No dijo nada; metió la mano en el bolsillo del saco, sacó dos fajos de billetes atados con varias vueltas de piolín y los tendió al vendedor. - Aquí está, don Agustín, cuéntelo. Lo hizo lento, entre dientes, trabajosamente, los dedos pellizcando los billetes más de una vez por temor a equivocarse. - Está justo, señor escribano. Este firmó, y luego de ajustados algunos detalles de gastos y honorarios se dispuso a dar por finalizada la operación. Pero algo inusual quebró su rutina y lo dejó alelado y en suspenso, la mano como un ave en vuelo, la pluma en el aire. Es que Fortunato, que había permanecido sentado mientras él firmaba de pie, apartó el sillón, se paró y apoyó las manos en el escritorio, los dedos abiertos en actitud oratoria. En vez de volver a su silla permaneció allí, inmóvil. - Quiero decir algo que pienso. No había arrogancia; el rostro redondo y lampiño esbozó una duda, un rictus de timidez, pero se repuso. El escribano lo miró desorbitado. Nunca en más de veinte años de profesión le había sucedido algo parecido. Un cliente, conocido por todos como buena persona, se quedaba tras el escritorio, su escritorio, ocupando su lugar y dispuesto a hablar. - Usted dirá, don Domingo, qué le pasa. - Quiero decir que no es justo, que no está bien. Agustín miró a su mujer, el escribano miró a Agustín, la mujer miró a Fortunato, y todos quedaron inmóviles en un silencio que sintieron como peligroso. - Qué es lo que no es justo, Domingo, se adelantó a preguntar don Agustín. El escribano zozobró en el miedo: nulidad del contrato, cuestionada su actuación profesional, algún error irreparable o cosa así. Entonces, muy lentamente, palabra por palabra, lento en el decir monocorde, Fortunato recitó algo que parecía aprendido de memoria, pensado infinitas veces, quizás mientras ataba o descalzaba la viña o cosechaba la manzana, mientras ordeñaba la vaca o deschalaba maíz. - Digo que no es justo que yo haya tenido que pagar renta todos estos años para poder trabajar la tierra, porque la tierra es una cosa general, como del mundo, algo de todos, y encima volver a pagar ahora para comprar la quinta, aunque sea otra casa y otra tierra; no es justo porque el dueño es el mismo y la tierra, aunque sea otra, es una sola, es general. Porque yo digo, no es justo trabajar todos estos años, pagar renta y entregar parte de la cosecha, y después tener que pagar otra vez; no sé si me explico, señor escribano, tener que pagar año a año, y al mismo tiempo tener que juntar peso sobre peso para volver a pagar ahora otra vez, aunque sea otra tierra, eso digo, sí señor, eso es lo que quería decir, que no está bien. Pero esto no es con usté, don Agustín, ni con usté, señor escribano, que hacen lo que dice la ley. Pasa que me parece que es cosa que no es derecha, eso es lo que digo. Algo anda mal en todo esto, no hay concierto, como que la ley estuviera equivocada; y lo digo acá porque una escribanía es más importante que una iglesia; es lo más importante porque es donde está la ley, y eso que pasa en estos casos de tener que pagar dos veces, está en la ley y no es justo. Eso es lo que quería decir. El escribano quedó callado, depositó con cuidado la lapicera y los lentes sobre el escritorio y cruzó las manos. Había hecho la escritura con todo cuidado, como lo hacía siempre, creía no haber omitido nada. Y de pronto su cliente traía al ámbito del negocio un tema extraño, algo que parecía una deformidad, o por lo menos fuera de lugar; cruzó su pensamiento una vaga sospecha de locura y el fantasma de la nulidad del contrato. Se decía que Fortunato era un poco raro, que leía, que tenía ideas. Lo miró de reojo y volvió a clavar la vista en las tablas del piso. - Bueno... Don Agustín se quitó la boina, la giró lentamente entre las manos y bajó la vista. - Nos vamos, dijo, y su mujer se puso de pie. Mudanza Domingo Fortunato y su mujer, Elche Cabrera, llegaron junto con los muebles, apretados en un rincón de la caja del camión de Cono Pérez, entre atados de ropa, la máquina de coser, una ropera desarmada, mesas, sillas, cajones y trastos de cocina, todo encimado en indescifrable revoltijo; y junto a ellos, las patas apoyadas en la baranda y ladrando a cada transeúnte y a los cuatro vientos, el perro sin raza y sin nombre, negra sombra de Fortunato. Elche llevaba consigo, sobre la falda, con el trato que se da a las piezas de cristal, una caja con recuerdos de familia. En sepia y enmarcadas, las fotos de sus abuelos paternos y maternos, la del casamiento de sus padres y las de sus tíos y tías, primos y primas; y también, envueltas en trapos por su fragilidad, una virgencita de yeso, unas gaviotas de marmolina para colgar en la pared y un perrito de porcelana. Esa mañana habían mudado la vaca y el ternero, y en dos viajes los jaulones con las ponedoras, la chancha y los mamones, herramientas, sacos de ración y una interminable cuenta de tablas, tirantes, postes, piques, tejidos y alambrados, herramientas, ruedas de carro, cueros, aperos, arreos y un montón de baldes, objeto éste por el que Fortunato sentía misteriosa predilección. Su deambular por el campo, tanto como sus años de rentero, habían aluvionado en su casa multitud de objetos, muchos de ellos inútiles, conservados por olvido. - No sé, Domingo, para qué precisa tanto balde. - Elche, el balde saca agua, y sin agua no vivimos. Flora, la huesera de Paso de los Toros, me dijo una vez que el cuerpo es más de la mitad pura agua, que si a uno lo prensaran podrían llenarse no sé cuántos baldes. Solía recordar a doña Flora, quien en su juventud le trató y curó unos orzuelos pertinaces. Todo el mundo en el Paso acudía a su habilidad como partera, huesera, sanadora, especialmente de ataques de asma, empachos, golpes de aire, malos asientos y paletilla; y también experta en yuyos, los que mataban y los que curaban. Y fue por esa autoridad que todos le reconocían que retuvo su último consejo, dado entre mate y mate, al despedirse. - Cuidá el cuerpo, Domingo, tratalo bien, es lo único que no te pueden robar; te lo pueden romper, pero robar no; y no tomes nunca remedios de botica. Estaban ante el portón de fierro, Fortunato con la llave del candado en la mano, Elche algunos pasos más atrás. Don Agustín Rivero y su mujer habían entregado las llaves hacía más de una semana, y mudado a sus pagos de Florida. Era una casa grande, centenaria, uno de los tantos cascos que aun pueden verse en las afueras de los poblados del interior. A lo largo de décadas, las rutas trazadas por el trajinar comercial generaron pequeños asentamientos, que lentamente invadieron las grandes soledades. La muerte, entre las muchas tareas que Dios le cometió, tiene la de dispersar bienes y señoríos; ella multiplicó los propietarios, que casi siempre desavenidos terminaron por destazar la antigua majestad de los campos sin límites. La revolución de la pobreza se extendió, y a lo largo del siglo aluvionó rancheríos con boliches, iglesias y comisarías. Y ese, que con lentitud de décadas se había aproximado a la quinta de don Agustín, era uno de los tantos que la antigua y extinta riqueza había abandonado en sus orillas. Algo recoleta y huraña, aun algo alejada del pueblo, la casa asomaba tras un monte de eucaliptos, próxima a una curva de la carretera. Mantenía añoso abolengo, aunque desproporcionado el tamaño de la construcción a tan poca tierra. Seis cuartos corridos con corredor, techos de bovedilla, fachada colonial pautada por altos ventanales enrejados, y arriba, tras los entrepaños moldurados del pretil, el zinc desplegado, viejo y remendado infinitas veces. La cocina, solada de ladrillo, parecía denunciar con su amplitud y sus tres fogones un pasado generoso, ajetreado de huéspedes, comensales e invitados. Detrás, alejados de la casa, se mantenían en pie desechos de otras dependencias, probables viviendas de peones y servidumbre; un derrumbe de adobes y algunas chapas cariadas indicaban la ubicación de lo que muchos años atrás pudieron ser galpones o cocheras. Y más lejos aún, en los fondos del predio, unas curiosas ruinas circulares de las que emergía una parte más alta, enarbolada y trunca: eran los restos de la torre del lobisón, testimonio de un drama de elaboración colectiva, de sentido críptico y fatigado desde siempre por la legendaria local. A instancias de su mujer, Agustín Rivero había echado abajo las viejas letrinas de madera y zinc, pudorosamente ocultas y alejadas de las casas gracias a su fetidez, y construido, lindero a uno de los dormitorios, un cuarto de baño con retrete de loza, palangana, toallero y una bañera de hierro con patas en garra de dragón. De los títulos de propiedad surgía que aquel campo había sido, en tiempos de boleadoras, chuzas, sables y trabucos, y también más tarde, cuando los primeros desasosiegos institucionales, parte de una desmesurada estancia de portugueses. Al compás de sucesivas generaciones, fraccionado y vendido, el casco, lo que fuera casona solariega, quedó solo y apretado en un potrero chico; primero como olvidado en el bolsón de un camino abandonado, y con el tiempo, ya iniciados los asentamientos cercanos y por necesidad de acortar distancias, con frente a un vecinal que fue abriéndose paso entre los minifundios y que terminó por unir, en sucesivos tramos y empalmes, el camino principal con las orillas del Río Negro. Pese a no figurar en la documentación, era creencia que aquella había sido, en época de frecuentes alzamientos contra el gobierno, casa de veraneo de un "general Pacheco," para unos Damián, para otros Matías o Luciano, cuya identidad a nadie se le ocurrió pesquisar, aunque es probable que nada se habría hallado en archivos ni en documentos oficiales. A su muerte, de la que existían diferentes versiones -todas rivalizaban en truculencia- habría permanecido en la casona la viuda y uno de sus hijos. La memoria colectiva tuvo que inventar a éste seis hermanos para poder adjudicarle la condición de lobisón, bestia nocturna los viernes de luna llena, a la que adjudicó muertes de animales y una profusa siembra de hijos naturales. La historia dio nombre a la casona y se lo negó al hijo, al que apodaron simplemente "el lobisón," sin otra identidad que esa legendaria. Una elaboración más gozosa y reservada aspiraba a su relación incestuosa con la madre, a la locura y al encierro en un torreón, del que serían testimonio las extrañas ruinas circulares. No faltaban otros ingredientes: la muerte de doña Felipa, o Felicia, o Feliciana a manos del monstruo, un viernes, por supuesto, y el suicidio imprescindible. Lo que no era increíble de toda aquella historia, era por lo menos improbable. Aunque de la presencia de un militar en la casa parecía dar probanza una foto, posible ampliación de un daguerrotipo según alguien dijo, colgada desde siempre en la pared de una de las habitaciones. A ella rindieron unánime respeto los sucesivos moradores, incluidos varios intrusos temporarios, y aun don Agustín Rivero. Aquel jinete con sombrero echado a la espalda, espada en mano apuntando a tierra en ademán de imperio, largo poncho sobre los hombros, abundante melena y cerrada barba negra, parecía disuadir todo intento de cambiarlo de ubicación. Sobre caballo blanco de gran alzada, posaba frente a una arboleda. La imagen desvahída mostraba también, lejos, una difusa presencia de soldados o gauchos en torno a un fogón. Rivero, hombre del partido blanco, ignorando como todos la identidad del jinete, afirmaba sin embargo, con insobornable fe partidaria, que no podía ser sino hombre de Manuel Oribe. Fortunato se acercó a la portera, abrió el candado, y seguido de su mujer y del perro avanzó bajo una bóveda de glicinias por el camino que conducía a la casa. Caminaron a lo largo de aquel túnel de fierros y racimos azules, los pasos apagados en el mullir de las hojas. Los troncos, grises y añosos, anudados y abrazados al armazón, parecían tener voluntad de eternidad, tan fuertes como para sobrevivir a la carcoma y sostenerse en pie, por sí solos y para siempre. - Plantas viejas, dijo Fortunato. - Me gustan, son fresquitas. A un costado del camino, desorientada y semioculta entre una maraña de hiedras y plantas silvestres, tras un banco de piedra, una estatua de mármol les salió al encuentro. Se acercaron; mutilados la cara y uno de los brazos, los recibió con un saludo incompleto. En equilibrio sobre una esfera, hacia el cielo la cabeza sin rostro, el brazo roto en alto y el otro extendido, abierta y estirada la mano intacta, parecía iniciar un salto, un pie apenas apoyado, el otro alzado y asomado bajo la túnica. - Mire, Elche, una estatua. - Si, una estatua. Ella nunca había entrado a la quinta; Fortunato sí, y durante años, a pagar cuentas, a llevar y traer frutas y mercaderías, a retirar o devolver herramientas, pero siempre por los fondos y nunca a la casa. Acababa de descubrir algo que no conocía y que ahora era suyo. La observaron en silencio; la clámide resbalada sobre el hombro desnudaba uno de los senos, y toda la actitud de la figura, lánguida y sensual en su manierismo, los confundía. - Esto no lo puso Rivero. - No, Domingo, no, esto es muy viejo. María, la mujer de Cono, me dijo que siempre veía una estatua cuando pasaba a caballo para la escuela; debe de ser ésta, cosas del general aquel que vivió aquí, que dicen que las traía de Francia. - Elche, no sé si dejarlo ahí, está medio desnuda. - A mí no me importa. - Por sus primas, cuando vengan. - Son grandes como yo. - Está bien, un adorno. El zarzo de glicinias El coronel Lucas Camejo desmontó, se quitó la chaqueta de campaña, revisó los puños de su camisa, se secó el sudor del rostro con un pañuelo, echó una mirada a sus botas embarradas y las golpeó con la fusta; luego llamó a un peón para que llevara el caballo. Su esposa lo esperaba, bajo una sombrilla, ante la puerta de la casa. La besó, hablaron de amorosas trivialidades, novedades del día, los avances en el trazado del jardín, y aunque fatigado consintió en acompañarla a inspeccionar las glicinias recién plantadas. Lentos y del brazo pasaron revista a la tarea cumplida por los peones; durante el paseo, algo llamó la atención de la esposa. -Querido, esa planta está torcida... El coronel no toleraba desprolijidades; llamó al responsable. - A ver, arreglame eso, una de las plantas está fuera de línea. - Cual, mi coronel. - Esa, más atrás, les dije que tiraran un cordel para hacer los pozos. - Sí, mi coronel. Con la dedicación minuciosa que los amantes suelen poner en planificar una felicidad que creen eterna, terminaron el recorrido sin que ningún detalle se les pasara por alto; el trazado de un cantero para las hortensias, la ubicación de un rosal de Francia, limpieza de malezas en torno a un conjunto de jóvenes palmeras, la posible construcción de una glorieta para los calores del verano. A pocos meses de su boda, y dado fin a la larga reparación y rehabilitación de la estancia de la que había sido designado administrador, podía dedicarse a atender los pequeños caprichos de su esposa. El establecimiento de miles de hectáreas conocido como "Piedra negra," era propiedad de un terrateniente argentino, fugado a Entre Ríos al comprobarse su apoyo económico al último levantamiento. Derrotados los sublevados, el coronel Máximo Santos, ministro de Guerra y Marina, habló con el presidente sobre la necesidad de confiscar el campo y asignarle un administrador. - ...y Camejo es hombre de confianza, mi presidente, a pesar de aquella historia de Quinteros; tiene buena foja, es de los nuestros y conoce de ganado, su padre tenía mucho campo. - Está bien, coronel, si usted lo dice, ordene que preparen el decreto... - Sabe, presidente, el campo es ideal para el vacaje, está casi sobre la frontera y de eso él sabe mucho, aprendió del padre; además hay que vigilar la zona, mucho matrero, negros que vienen por conchabo y otros bichos peligrosos... Era el atardecer, la hora de los grillos y de las ranas; hacía rato que se habían callado las chicharras, pero aun quedaba una hora o más de luz. De pronto oyeron gritos, ladridos de perros y rechinido de ruedas sobre el pedregal de la cuesta. Dos carretas tiradas por bueyes y con custodias de a caballo se aproximaban a la casa. El coronel llamó a unos soldados que estaban montando un zarzo frente a la portera y se adelantó a espantar la perrada y a dirigir la maniobra. Los carromatos se detuvieron frente a la casa, y bajo la mirada atenta de los esposos comenzó la descarga de muebles, baúles, canastos y cajones. El último, particularmente grande, exigió la fuerza de varios hombres. Beatriz juntó las manos y fijó sus ojos en los de su marido. - Lucas, llegó... - Abranlo, ordenó. Ambos vigilaron la tarea de desclavar y desembalar. - Con cuidado, nada de golpes, puede romperse. Cuando la tarea terminó, los últimos rayos de sol dieron vida al mármol, a la danzarina inmóvil en su salto perfecto, casi en el aire el pie sobre la esfera, como si quisiera huir y elevarse por sobre el tendal de caños de hierro, ladrillos y piedras esparcidos sobre la tierra aplanada. - Beatriz, es mi regalo de cumpleaños, podés elegir el sitio. - Allí, mi amor, en el jardín, para que se vea al pasar, al costado del zarzo...y después me gustaría una fuente, cerquita... Uno de los jinetes que había acompañado la mudanza, joven de belleza insolente y apostura gallarda, pelo largo y rubio, se acercó. - Coronel, si le parece debo volver al puesto, me dijeron que están pasando ganado para el otro lado; no son de los nuestros. - Está bien, teniente, puede irse, ya sabe lo que tiene que hacer. Antes de cuadrarse y hacer la venia, enfrentó a Beatriz con una breve reverencia y se alejó; pero los ojos se cruzaron en un roce fugaz de espadas dulces. Retrato de un héroe Dejaron atrás la estatua y avanzaron hasta que salieron del zarzo y enfrentaron la casa. Cuando estaban a pocos metros de la entrada se detuvieron a mirarla, porque pese a las particulares ideas sobre la propiedad que había expuesto en la escribanía, Fortunato no pudo dejar de sentir que algo nuevo, desconocido hasta entonces, lo unía ahora a aquellos muros altos, que hasta sintió parecidos a él por viejos y por fuertes. Esa mañana, en los trajines de la mudanza, no habían tenido tiempo de levantar la cabeza, tanto fue lo que descargaron y acarrearon en los dos viajes de camión, más la ajetreada fatiga de levantar alojamientos provisorios para los animales. Con el auxilio de un buen vecino tendieron tejidos de árbol a árbol para encerrar las gallinas, y con varejones y tocones improvisaron un mínimo chiquero; nada habían podido ver ni atender sino a esas tareas preliminares de asentamiento. Pero ahora estaban ahí, de manos libres, frente a la casa añosa, comprada para vivir y morir, los ladrillos de campo visibles bajo el revoque desconchado, carcomidas en parte por la herrumbre las rejas lanceadas de las altas ventanas, los pretiles florecidos en un largo jardín de musgos y de helechos. La vetustez de la fachada mentía una prolongada soledad, un abandono centenario. - Elche, nadie dice que don Arturo y su mujer vivieron aquí hasta la semana pasada. Metió la mano en el bolsillo, sacó una llave de fierro y la embocó en la cerradura. Sin pensarlo, pusieron atención al clac del cerrojo: era el habla de la puerta, su permiso, la palabra de paso, propia y diferente de cada una, esa que con los años nos arrastra el recuerdo. Antes de poner un pie en el interior, Fortunato creyó su deber decir algo. - Piense, Elche, que entro por primera vez a esta casa, y cuando la deje será para ir al cementerio. Esta casa es nuestra porque el mundo nos la prestó, porque la tierra es cosa general, por eso quise decir eso en la escribanía, que no es justo trabajar tanto para tener un lugar donde morirse. - Bueno, está bien, y déjese de discursos, que ya me empieza el dolor de pecho y los pálpitos, vamos a entrar. Pero Fortunato no lo esperaba: cuando abrió la puerta, algo se le abalanzó y le soltó un grito horrible sobre la cara, un ave enorme, negra de toda negrura, como águila o halcón furioso, de pico abierto y garras empuadas, tanto que el batido ruidoso de las alas le pasó rasante por sobre el hombro y le arañó la cara. Tan vertiginosa fue la salida que dejó a ambos sin aliento, y apenas les dio tiempo de volverse para ver cómo aquel vestiglo se perdía lejos en la oscuridad del monte. - Mal rayo me parta, qué diablos fue eso, Elche. - Ay, Domingo, olvidé decirle, le pedí a una vecina que me metiera una gallina negra dentro de la casa, mi madre siempre lo hizo las pocas veces que nos mudamos, es para remedio, tiene que pasar encerrada la noche de la mudanza, dicen que trae buena suerte; yo no creo en esas cosas, pero... - Elche, eso es brujería, cosa de ignorantes, no puede ser cosa de gente que piensa; y no hablemos más, que así está el mundo por creer en milagros, magias y estupideces. - Bueno, está bien, no se habla más y vamos a entrar. Le puso la mano sobre la espalda y lo empujó impaciente: no había motivo para semejante escándalo, "porque caray, no es para tanto, que al fin de cuentas esas cosas no le hacen mal a nadie." Entraron cegados por el sol del mediodía, y tanto lo estaban que todo fue penumbra; el eco de los pasos sobre la madera contaba de una sala grande y vacía, penetrante olor húmedo. Pero a tientas dieron con los postigos y los abrieron, y la luz lo invadió todo y alumbró los rincones; hubo una fuga ligera de ratones y cucarachas y el polvo flotante en el aire brilló al sol. Entonces se miraron y comenzaron a moverse, a observar, a hablar para acompañarse. - Parece, Elche, que aquí no hubiera vivido nadie en muchos años. - Sí, a lo mejor don Arturo y su mujer usaban una o dos piezas y la cocina, nada más. - Es un derroche, tanta casa para nada. La luz había barrido hasta la última sombra y se hizo reflejo en lo único que colgaba de la pared: una fotografía. Fortunato la vio y se acercó, la cabeza curiosa hacia adelante, como embistiendo; pensó en un retrato de don Agustín. Era de baja estatura, y colgado el cuadro lejos del suelo, era difuso para sus ojos miopes, habituados a las distancias imprecisas del campo. Lo que al principio le pareció una nariz resultó ser la cabeza de un caballo, y la oreja se transformó en un anca cubierta en parte por un largo poncho. Fue hasta la cocina, volvió con un banquillo, lo ubicó frente al retrato y se subió. La figura, espada en mano y con porte arrogante, lo provocó. - Vaya vaya, un gaucho con espada... En sus andanzas conoció gente de a caballo. Los había visto pobres, ninguno de ellos con tierra, analfabetos, prendidos al mate, al naipe y a la taba, casi todos peones ocasionales y de miseria zafral; pero también otros con fletes de lujo, propietarios de miles de hectáreas y de automóviles último modelo. Un sentir primitivo le hizo apretar los dientes; los pocos jinetes que hoy veía no tenían la traza de ese retrato, eran solo unos pobres marginados que pasaban por la carretera, próximos a la banquina, apretados por el asfalto. Ninguno de ellos tenía ese porte guarango y compadrón. "Mucho aire, mucha figura, la verdad que me hubiera gustado verte salir de la letrina subiéndote los pantalones, qué tanta bobería para una foto." - Y quien será este infeliz, Elche, digo yo...Porque pienso, los gauchos de hoy, los pocos que quedan son unos pobres diablos, muertos de hambre, que solo sirven para tropear una majadita o alguna punta de novillos. Acercó la cara para verlo mejor, la nariz casi rozando el vidrio. - Bueno, no se acerque tanto que no ve nada. - Elche, présteme los lentes. Se los puso y siguió observando aquello por un buen rato. - Mirá mirá, un soldado, un militar, no sé, ahí le aparecen por el pescuezo los botones de la chaqueta, y la charretera ahí, como que asomara, vaya a saber quién fue este pobre diablo; con seguridad que empezó como ladrón de gallinas y terminó como todos, un facineroso. Este debe ser el Pacheco ese que los ignorantes dicen que era lobisón, que vivió aquí y que no era muy decente con las señoritas, por lo que oí decir. - No, Fortunato, ese fue el hijo. Bueno, bájese que quiero mirarlo, deme los lentes. - Lo que puedo asegurarle, Elche, es que este payaso no queda aquí. Porque yo me acuerdo muy bien de algo que está en el libro, que dice que cada día se descubren nuevos inventos para matar a la gente, y se ponen nuevos impuestos para comprarlos, así mismo dice. Sabe una cosa, no cambió nada, siguen haciendo las mismas barbaridades, mire la última guerra lo que fue, un disparate... Se bajó y le dejó el lugar. La pollera larga y apretada sobre los glúteos hizo que Elche se bamboleara; Fortunato se apresuró a sostenerla, a empujarla para facilitarle la maniobra y ayudarla a encaramarse con lenta torpeza. Existía entre ellos amor, limpidez y pureza de trato, aunque nunca inhibida la intimidad; así fue que le posó pudorosamente las manos en el culo para ayudarla a treparse, con el mismo recato con que por la mañana le besaba la frente al darle los buenos días. Ya arriba, algo agitada por el esfuerzo, la nariz fruncida, los ojos entornados tras los lentes alzados con la mano, Elche comenzó su inspección. - Era buen mozo, sí señor... Fortunato alzó incomodado la cabeza y espetó su alegato. - Buen mozo puede ser cualquiera, Elche, hasta yo, que soy bajo y gordo, si me dan un caballo y lo monto así disfrazado; pero también pudo ser cornudo, porque eso no sale en la fotografía. - Bueno, de cualquier manera no está mal el hombrazo, muy apuesto él, seguro que fue buen padrillo con muchos hijos a juzgar por la fuerza que tiene, con esa barba, la espada y semejante poncho... Raro que monte en pelo estando de uniforme; lo que sí, parece joven, una foto muy vieja, no puede decirse qué edad tiene. Bueno, ya está, ayúdeme a bajar, vamos a ver la casa. Y ese día no se descolgó el retrato. El cabo Camejo Venían del Norte y llevaban muchas horas cabalgando, los animales reventados. El coronel Rodríguez miró el río, se secó la frente con la manga y echó el sombrero sobre la espalda. - Hacemos mediodía y refrescamos los animales...Se nota la seca, está baja la corriente, y hasta tenemos playa... Revolvió el bolso de campaña, sacó un trapo y se secó la cabeza, el cuello y las largas patillas pegoteadas de sudor. Se volvió hacia un joven que cabalgaba a su lado, poncho blanco, chambergo de ala ancha y botas charoladas. - Dotor, usté y yo churrasqueamos por acá, así proseamos. Buscaron un árbol cerca de la orilla, un coronilla de sombra cerrada. Se apearon y el asistente se alejó con los caballos; los dos se quitaron las chaquetas y las tendieron en el pasto. Lejos, el piquete comenzó a desensillar. Del río llegaba un vaho cálido y no había una nube en el cielo. Poco podía hacer la mansa corriente contra aquel bochorno. - Ah...esta brisita trae olor a monte...Oiga, dotor, se dice que si nos sacamos de encima esa chusma que está jodiendo al lado del presidente, usté suena para algo importante, jefe político o cosa así... - Si, el Barón me tiene mucha estima y anda con ese pensamiento desde hace tiempo; me habló de los saladeros, dice que soy el indicado para eso, tengo muchos amigos en Río Grande y en la Corte. - Bueno, dotorcito, primero hay que ganar la partida; usté es hombre de la Unión y yo soy de la Defensa, hasta ayer nos tiroteábamos y ahora parece que vamos a repartirnos los confites, así que tenemos que esperar, pero dígame ¿qué trae en esa caja? - Ah...le pica la curiosidad ¿verdad, coronel?, una máquina de fotografías, una Giroux, francesa, mi padre me la trajo de París. - Y esos palos... - El trípode. - Y eso qué es... - El soporte para apoyar la máquina. Si quiere, para que vea como funciona, le tomo una placa. - ¿ A mí?, salgadiay, la fotografía es cosa peligrosa, después anda por ahí la cara de uno; pero nunca vide, tengo curiosidá... Y habló sin volver la cabeza. - Célico, decile al cabo que venga. Sabe dotor, Camejo es mozo joven, es de buena estampa, bailarín que da gusto verlo, las chinas se vuelven locas por él; qué le parece si lo disfrazamos de coronel y le hace un retrato. Poco después se acercó por la orilla, a paso largo, desgarbado y algo chueco, un joven de aire tímido, la melena recogida sobre la nuca y barba cerrada. Llegó todavía masticando y abrochándose la chaqueta. La presencia del abogado lo cohibió; no dejó de mirarlo al cuadrarse y hacer la venia. - Mande, coronel. - Mirá, ponete mi chaqueta y el poncho, pero que se te vean los galones y la charretera, y agarrá el sable; dotor, ¿qué le parece montado? - Sería mejor, casi... Habló nuevamente al asistente. - Traeme el blanquillo. Se fue y un momento después volvió con el animal de la brida. - Coronel, lo ensillo... - No hace falta, es para un retrato nomás; montá en pelo, Camejo. El cabo terminó de abrocharse la chaqueta, enorme y llovida sobre su cuerpo esmirriado, dio un paso atrás, saltó y quedó tieso como un poste sobre el caballo. Entonces, por orden del coronel, el soldado le alcanzó el poncho, el sombrero y el sable. - Está bien así, coronel, de espaldas al río. "...y dice que este infeliz, con esa cara, tiene éxito con las mujeres, por favor, pobre diablo..." El coronel pareció adivinarle el pensamiento y quiso mejorar el modelo. - Ponete el poncho, Camejo, echátelo a la espalda y sacá pecho, atrás ese sombrero, la punta del poncho sobre la grupa te digo, y apuntá con el sable, que se vea... - Sí, acotó el doctor, haga de cuenta que es el presidente. Al coronel le reventó la risa, tanto que escupió el buche. Había llegado prendido a un porrón de ginebra y lo llevaba terciado. - No, dotor, no me lo compare con ese infeliz... Se acercó al abogado y bajó la voz, tono confidencial, para no ser oído. - Sabe que mi amigo, el general César Díaz quiere verme, no sé que anda por hacer, después le cuento... Pero no fue más allá y volvió a retocar el modelo. - A ver, Camejo, echá la cabeza atrás, el brazo derecho, apuntando, y no pongas esa cara de mulita acorralada, ¡valiente, carajo! - Me gusta porque va a salir también la gente haciendo el fuego. Quieto, Camejo, así como estás parecés Napoleón, no te muevas... Quedó duro como de yeso y no se movió más. Recién entonces el doctor abrió el estuche de cuero y armó despaciosamente el trípode, cuya altura y nivel ajustó con las mariposas; luego desenfundó y armó la máquina. - Mucho mosquito, mi coronel -dijo el cabo Camejo sin pestañear- pican que da gusto. - Quieto, aguantate y esperá ahí. Seguía tieso, pero no apartaba los ojos chúcaros de la máquina; más se alarmó cuando oyó un clac y la placa calzó en la ranura. El doctor comentó entre dientes: "Ya está cargada", y se ocultó detrás. Aquello era un arma que le apuntaba, se revolvió inquieto, le tembló la mano y el animal se movió. - Quieto y no respire hasta que le diga...hay mucha luz... La mano ágil quitó la tapa del objetivo, trazó rápida un círculo en el aire y la volvió a su sitio. El coronel se había puesto de pie, y no perdía detalle. - Ya está, dijo el doctor; el cabo Camejo acaba de pasar a la historia. - Andá nomás, y dejá todo ahí sobre el recado, no sea cosa que vayan a creer que te pasaron a coronel. Vamos a ver si el dotor hace milagros y te saca más lindo de lo que sos. Si te portás bien te presto la fotografía para que se la muestres a las muchachas. - Gracias, mi coronel, permiso. Levantó la botella y tragó largo. - Sabe, dotor, este muchacho va a llegar lejos... A ver, Célico, fijate qué pasa con la vaquillona que nos emprestó don Nicanor, traé algo para ir haciendo boca...Después nos damos un refresque en el río, y demientras, doctor, cuénteme qué tiene que ver con la fotografía esa tapita que saca y pone. Una historia de amor No es raro que alguien ignore lo que es una bañera. Pero el concepto de hombre leído que Elche tenía de su marido le impidió creerlo. - Mi padre me bañaba con regadera y agua fría, invierno y verano, decía que era sano; en Montevideo viví siempre en pensiones pobres, y en las estancias poco entré a las casas; cuando trabajé en la construcción vi alguna, pero no me fijé mucho, era asunto de los sanitarios. La examinaron y coincidieron en que tenía forma de bote, enorme y blanca, descascarada en algunas partes. - Elche, esto es como un barco; sin ofender, digo que caben dos personas. - Y por qué dice "sin ofender". - Bueno, es un decir. - Domingo, es para bañarse; en casa de mis abuelos, en Tacuarembó, había una de latón y me bañaban ahí; y sí, es cierto que en ésta caben dos personas, y capaz que hasta es mejor bañarse juntos, da menos trabajo y se gasta menos agua; además un desperdicio de sitio. - Bueno, mirado así tiene razón, que no hay nada de malo en eso, somos marido y mujer. Y se rascó la cabeza. - Domingo, no hay por qué hablar de eso, yo sé que a usted no le gusta. El observaba unas manchas amarillas en la palangana, pegoteo de pelos y restos de jabón. Pensó en voz alta, como si retomara el hilo de una conversación interrumpida tiempo atrás. - Es así, Elche, nadie tiene poder para casar a nadie, porque eso es un invento de los reyes y de los papas, acuerdo entre los ricos para juntar más poder y más fortuna, que por eso a los anillos todavía les dicen "alianzas." - Sí, sí, está bien; bueno, después vamos a ver como es eso de bañarnos los dos a la vez, que nunca lo hicimos y me parece que debe ser lindo. Con los muebles y pertenencias que habían traído en la mudanza ocuparon solo una de las piezas, la primera, junto a la cocina; tanto fue el ajetreo de la mañana que ni se asomaron al resto de la casa, ni Elche recordó tampoco la gallina encerrada para remedio. Ya tendrían tiempo de decidir después la ubicación del dormitorio y del cuarto de costura, sobraba espacio. De un rancho de material con fogón y letrina habían venido ahora a ese caserón desmesurado, vaya mudanza, nada habían visto todavía. Recorrieron con paso de ciego las habitaciones vacías, pobladas de ruidos pequeños: el raspeo de los insectos bajo los zócalos, el crujido de los pocos muebles, el picoteo de algún pájaro en el techo de zinc. La humedad había dibujado mapas en las paredes; todo parecía yacer a la sombra de una larga clausura, las persianas cerradas que fueron abriendo a medida que avanzaban, para escudriñar con ojos lentos los despojos de la compra, abandonados en su mudanza por los antiguos dueños: una cómoda desvencijada, un ropero chico, una escupidera sin asa, una salivadera de loza, dos camas sin colchón, algunas sillas apolilladas. Amurado próximo al zócalo hallaron un trozo de cadena con un grillete, insólito aquello, al parecer para fiera o castigo de esclavos o cosa de la Inquisición, lo que no era posible pensar dentro de lo que debió ser sala, comedor o dormitorio, y menos conciliarlo con la presencia y con los hábitos de don Agustín Rivero. - Y esto qué es, Domingo, todo viejo y herrumbrado. Nada bueno, pensó Fortunato, pero no quiso asustar a Elche con sospechas, por lo que tapó su asco con una ocurrencia. - No sé, para un perro, pudo ser, que cosa estúpida, vamos a seguir, después lo saco; fíjese, dos camas. - Nosotros trajimos las nuestras, estas se tiran. - No, Elche, alguien puede precisarlas, se las damos al cura, siempre anda pidiendo cosas. Fortunato y Elche, desde que se conocieron, durmieron en camas separadas: la de él, de hierro con jergón de alambre; la de ella, con parrilla de tablas de una pulgada. Vírgenes ambos, aun viviendo juntos, preservaron su castidad durante meses, hasta que la amistad se hizo íntima, tanto que un día comenzaron a tocarse y empujarse, al principio en juego chusco y no muy delicado, pero pronto cada vez más de prisa, hasta que una furia desconocida los ardió como charamusca. Casi sin habla, lloriqueando y jipiando de felicidad, aunque con cierta culpa o vergüenza por la abdicación, acordaron hacer el amor en el piso, sobre una jerga de cojinillos. Desde ese día no lo concibieron de otra manera y guardaron los cueros atados con tientos debajo de la cama; es que les complacía restregarse sobre la superficie peluda, tan dulce y animal. * * * * * Años atrás, a raíz de un encuentro casual en un boliche, Fortunato conoció a don Agustín Rivero y acordaron el primer arrendamiento: cinco hectáreas con monte de manzanos y un viñedo pequeño. Vivía solo: una pieza de bloques y techo de zinc y una letrina de madera eran las únicas construcciones. Todas las tardes pasaba Elche por el camino en dirección al pueblo, para la entrega puntual de la costura. A esa hora, atardecer, terminada la jornada, Fortunato se sentaba a tomar mate a la sombra de un paraíso junto a la portera. El ceremonial comenzaba con un fuego pequeño, ramas, hojas y cortezas, hasta que el agua de la caldera empezaba a cantar; entonces, puntualmente, ella pasaba y saludaba con un "buenas tardes" y un leve cabeceo. Fortunato contestaba y volvía a atender el fuego, sin curiosidad por la identidad de la vecina, cuyo rostro apenas entreveía por la cortedad de su vista. Pero un día pasó antes, cuando él, agachado, recorría los bordes del camino a la búsqueda de sus encendajas y hojas secas para iniciar el fuego. Entonces pudo verla de cerca. El breve diálogo, al que ambos con el tiempo atribuyeron categoría nupcial, sería para siempre recordado y recreado, con rectificaciones y reproches recíprocos por improbables inexactitudes. - Buenas tardes. - Disculpe, recién la veo, usted sabe, soy miope. - ¿Cómo dice, vecino? - Digo, señorita, que usted pasa todas las tardes, pero hoy es la primera vez que puedo verla bien, así, de cerca. - Sí, señor, es cierto, simplemente saludaba. El se acercó unos pasos y se detuvo. Algo más bajo que ella, alzó la cabeza y la miró de frente. Nunca supo por qué habló ni el sentido exacto de lo que dijo. Ella tuvo luego que recordárselo. - Si me da permiso, voy a decirle algo. Usted es una persona linda y uno tiene que guiarse por la primera impresión, por eso creo que además usted es buena, que en estos tiempos uno tiene que cuidarse, hay mucho engaño, mucha gente codiciosa que puede hacerle daño, a usted, que parece tan sola; y uno tiene que estar siempre cuidadoso de ese peligro que se corre y no se da cuenta, porque usted parece muy inocente... - Disculpe, no sé por qué dice todo eso, vecino, no hay ningún peligro, no hay necesidad de hablar tanto, solo lo estaba saludando. Pero él no la escuchó y siguió hablando como borracho, empujado por una necesidad que nunca pudo explicarse. Es de suponer que también ella recién comenzó a prestar atención y a sentir curiosidad cuando ya Fortunato iba por la mitad de su discurso, y que tampoco ella supo nunca por qué no lo dejó con la palabra en el aire y siguió su camino para entregar la costura. - Bueno, lo que quiero decirle es que hasta hoy he vivido solo, y eso no es bueno, y si usted está de acuerdo podría venir a vivir a mi casa, nos haríamos compañía, porque no hay conveniencia que dos personas buenas anden una por un lado y otra por otro; y esto que digo se me ocurre en este momento y creo que es lo mejor, y disculpe, a pesar de que no sé quien es usted, pero me alcanza con verla, que no es feliz y que merece vivir tranquila, porque ya se lo digo, usted es muy buena persona pero yo no soy menos. Y al decir ésto, sin saber por qué, sintió una humedad molesta en los ojos, algo le mojó las mejillas y el ansia y la angustia lo acogotaron. Recién entonces ella lo miró, porque trastornada por la imprevista arenga había estado de cabeza baja, fija la vista, aunque sin ver, en una procesión de hormigas que atravesaba el camino. No le había preguntado si era casada, si tenía hijos, ni dónde ni con quién vivía. Era bajo, ancho, algo calvo: estaba ahí, parado frente a ella, observándola con los ojos grises muy abiertos, con fuerza dulce y bondadosa. No entendía su discurso ni nada de lo que había dicho, pero le daba el entendimiento para darse cuenta de que era enemigo de lo malo, de lo que no era justo y bueno. "Y pobre...me dijo que soy linda..." Y en forma instantánea se le desató, esta vez entero y sin palabras, el sentimiento que impregnaba el cotidiano monólogo, amasado una y otra vez con la misma pena: es cierto que necesito querer, eso que a una le corta el aliento y tiene que abrazar el gato y besarlo, o pensar en otra cosa y regar las plantas, o cuando cocino, que me gustaría que un hombre estuviera ahí en la mesa, los dos mirándonos y hablando mientras preparo la comida, ¿cómo se llamará?, porque se ve que es hombre fuerte, tendrá cuarenta o más...Y de noche, ah, ...cómo se siente, que hoy he tenido unas calores... - Fortunato, Domingo, ese soy yo, nunca me casé ni me pienso casar, porque eso es un invento, lo importante es quererse; y es como le digo, usted es muy buena, muy linda, por eso se lo digo, yo puedo tener mucho aprecio para usted y para siempre, y disculpe. Se dio cuenta de que había hablado como bajo la amenaza de un arma, obligado. Sintió vergüenza y temió haberse equivocado; la angustia le aumentó la turbiedad en los ojos, el corazón se alarmó y dio unos brincos de protesta y le faltó el aire. Entonces ella lo vio tal cual era. La telaraña de asombros, alarmas y temores se le fue trasformando en ternura pegajosa de la que ya no pudo desprenderse: una apuesta a la dicha, a compartir la paz. Volvió a mirarlo y nuevamente lo vio, pese a que se le estaban empañando los lentes: de un solo golpe supo que era bueno, que se le ofrecía para quererla, para borrarle su mala soledad; y ya no pudo dudar más, porque se le abrió la boca sin querer y soltó el llanto en medio del camino, sin ninguna vergüenza, con valor, ofreciéndole sus lagrimones, la garganta apretada por hipos y sollozos como única respuesta. El sintió que en ese momento había cambiado su vida, que lo dicho así, como atacado de elocuencia sonámbula, de enamorada mediumnidad, le había abierto las puertas a un cariño que sentía ya en el pecho como veneno de tarántula. Se acercó, le puso apenas la mano sobre el hombro y caminaron hacia la casa; no se animó a preguntarle el nombre. Y fue ese compromiso súbito e inesperado lo que demoró la consumación del connubio. Pero luego de la primera vez, iniciada entre empujones y escarceos inocentes, la ceremonia de desatar entre ambos, sofocados y sin hablarse, con manos presurosas y torpes los nudos que sujetaban los cojinillos, comenzó a repetirse a cualquier hora del día y de la noche. Y en medio de las delicias del orgasmo, de las alaridas sofocadas que regocijaban la casa, contagiados y cantando a todo trino los canarios de Elche, ladrando y saltando el perro sin nombre, todo los acompañaba en la celebración del amor, consumado con furia gozosa entre risas retozonas y coscojeras. Salieron al patio del fondo y fueron con paso de acecho a inspeccionar las viejas dependencias de servicio. Semiderruidas, apenas con restos de quincha sobre varejones y rotas las puertas y ventanas, solo servirían de refugio a las aves, y posiblemente en la noche a algunos animales; huesos y plumas de torcaza denunciaban los festines de las comadrejas. De las paredes colgaban una argolla de arreador, un saco de hombre acartonado y desvahído, un ramillete de carqueja. Restos de osamenta esparcidos por el suelo y unos cuernos retorcidos de Rambouillet enganchados en un clavo, parecían reclamar respeto por tantos años de silencio. - Esto se tira todo abajo...mire, Elche, ese saco, ahí... - Sí, vaya a saber de quién es, nunca se lo vi puesto a don Agustín, yo no lo toco. Asombrados ante tanto abandono, volvieron al patio y vieron, lejos de la casa, en el fondo del predio, aquellas ruinas inexplicables. Solo quedaban a la vista parte de los cimientos, una base o asiento en sillería de piedra y restos de una doble pared circular de mampostería. Lo poco que permanecía en pie se alzaba como un enorme diente astillado; el resto era una montaña de escombros derrumbados en el interior de la base. - Mire, Domingo, lo que nos dijo Arístides: la torre del lobisón. - Elche, escuche, viví años en el campo y oí muchos cuentos, pero nunca vi ningún lobisón; es que la ignorancia le cambia el nombre a las cosas, vaya a saber de dónde salieron esas historias y qué hay de cierto, porque siempre hay un poquito de verdad, pero vaya a saber dónde está. Traición La sala es espaciosa, mullidas alfombras sobre el piso de tablas; aroma de resina impregna el silencio y la penumbra. Un sofá y dos sillones de caoba enfrentan el escritorio; sobre éste, bajo el resplandor verde del quinqué, un candelabro, papeles, planos, un compás, un tintero de mármol con un águila de alas abiertas, un portaplumas de bronce y el pequeño busto de un militar, quizás Artigas o Rivera. Objetos diversos penden de las paredes encaladas: una consola con espejo de marco dorado, un retrato al óleo de dama con peinetón y mantilla española, una panoplia de sables, gran caja de vidrio con uniforme bordado en oro, un juego de pistolas de duelo, trabucos, fusiles, dos tacuaras con moharras de esquila; aquí y allá boleadoras, una chuza, arcos, flechas y mazas de piedra. Solitaria y alta, en un paño del muro tras el escritorio, con ancho marco de nogal y presidiendo el recinto, la fotografía de un jinete, cabeza erguida, barba hirsuta, el sombrero echado a la espalda, largo poncho y sable empuñado con prestancia de héroe. Pero la habitación no está sola. Hace apenas un instante, el general Lucas Camejo se ha levantado y acercado a la ventana. Su oído, adiestrado en el acecho y en el rastreo de animales, indios y matreros, ha percibido el chasquido de una rama sobre el pasto húmedo. El sol ya se ha puesto, pero su luz aún permite ver con claridad. Ha sido la pisada de alguien; no de un animal, por el peso, no de un indio, porque se cuidan de pisar ramas secas, no de un peón, por estarle vedado pasar frente a la casa. Es alguien que no quiere ser descubierto, y eso huele a peligro. Beatriz no puede ser; hace poco ha estado con ella en el cuarto de costura y la ha hallado ante el chiffonnier, en compañía de sus mejores amigas, las hijas del coronel Graña, ocupadas en bordar los ribetes de una bandera. La polémica fue corta y cariñosa, a la vez que compartida con las visitas: se discutió el nombre del pequeño que nacerá a fin de año. Finalmente se llegó a un pacto de honor. - Si es varón llevará tu nombre, querido, más otro que yo elegiré. - De acuerdo; y si es niña el tuyo, más otro que yo diré, y estamos en paz, y no se hable más del asunto, porque ya llevamos recorrido todo el santoral. Quizás un exceso de precaución lo ha retornado al escritorio y hecho abrir una gaveta, desenfundar y empuñar el revólver y calzarlo en el cinto. No tiene enemigos; es decir, no los tiene cerca. Están en Montevideo y próximos al presidente. La historia de la deserción es cosa vieja, ya casi no quedan testigos; la inquina viene por otro lado, celos, envidia, codicia puede ser. Los negocios con Río Grande pagan buen dividendo y cierran muchas bocas; y ha logrado disuadir las sospechas y recuperar la confianza con sus batidas contra los matreros, con la caza de esclavos escapados del Brasil. Un buen punto fue la captura de algunos revoltosos que fugaron a los montes después de fracasada la invasión; le ha valido el ascenso a general. Alza la mano lenta y aparta apenas el visillo. Inclina la cabeza y mira, sin dudar un instante, en dirección a la estatua de la bailarina, próxima al zarzo. Sí, es hacia allí que alguien ha pasado casi sin rozar el suelo, como un pájaro. De no haber sido por aquel chasquido húmedo, apagado, nada habría sentido; pero la atención se encendió, alumbró el silencio y entonces pudo oir el resto, aquel imperceptible roce. Entonces los ve en la entreluz del follaje. El teniente de espaldas, casaquilla azul de vivos rojos, el quepis bajo el brazo, la cabellera sujeta sobre la nuca; la mano derecha golpetea la fusta sobre la bota. Frente a él, el puño tembloroso de Beatriz estruja un papel y recrimina. Hay miedo y secreto, reproche vehemente. El escucha contenido, acorralado, mira a un lado y a otro, se mueve, cambia de postura y se apoya impaciente en una y otra pierna; ahora agita la mano pidiendo sigilo, bajá, bajá la voz, nos pueden escuchar... De pronto da un paso a un costado y se aleja en dirección al camino, sin volverse. Beatriz queda inmóvil; su figura parece tremolar como una llama oscura. Baja la cabeza, muerde el papel y regresa, corre a ocultarse tras de la casa, ambas manos sobre la boca. El general Lucas Camejo, la mano alzando aún el visillo, permanece ante la ventana. Un gato oculto bajo un matorral de hortensias acecha una torcaza que picotea bajo la higuera. Restos de crepúsculo se filtran por entre las hojas y aguzan, lejos, los filos plateados de las palmeras. El silencio cristalino del atardecer se ha instalado, y con él las sombras que dormirán hasta la ofrenda de los primeros gallos. Algunas aves pasan todavía, altas, hacia el Sur. Pero nada ve ni siente el general Lucas Camejo. Ensimismado, ha tomado entre sus manos la vieja sospecha por un tiempo olvidada, ahora barro de certidumbre. Es hombre de acecho, de emboscada. Camina hacia el rincón, sigiloso, contagiado de secreto, y se inclina ante la salivadera de loza, que espera paciente su escupitajo, abierta como una flor rosada; luego se dirige al escritorio, extiende el paño rojo, envuelve el arma, ordena con esmero cada uno de los pliegues y la devuelve a la gaveta. La cabeza hundida entre los hombros, los puños hincados sobre la mesa hasta blanquearle los nudillos, permanece largo rato, los ojos entretenidos en los nudos de la caoba. Solo se oye el anhelo de la respiración. Lentamente parece recordarse y se vuelve hacia el retrato. La memoria perversa arrastra y le refriega los gritos del coronel Rodríguez. "A ver, Camejo, echá la cabeza atrás, el brazo derecho, apuntá con el sable, y no pongas esa cara de mulita acorralada, ¡valiente, carajo...!" El coronel Rodríguez...dicen que el mismo Anacleto Medina lo degolló...Suerte que el doctor me pidió que lo acompañara hasta la frontera, ahí deserté... Observa la habitación, las paredes, los ornamentos, las armas, sus trofeos de cacería humana. Camina despacio hacia un rincón, la cabeza abatida, se sienta en un canapé tapizado en terciopelo rojo; parece vacilar, suspira, se recuesta con cuidada lentitud y lleva una mano a la frente. Todo ese entorno le es familiar y parte de sí mismo, de su historia. Nada de lo que que ve lo distrae ni lo perturba; está solo, el dolor y el odio, el rencor, lo abrazan con su mejor pasión, y su corazón libre para entregarse a ellos. Historia de Domingo Fortunato - Domingo, mire, de cualquier manera es lo que dice la gente, la torre del lobisón, y esas cosas no vienen de la nada. - Vaya a saber, Elche, vaya a saber; mi padre decía que la historia se repite, que lo que pasó va a volver a pasar, eso es lo que quería decir con eso de que el fascismo se repite, vaya uno a saber a qué le decía la gente lobisón, a lo mejor un día se nos aparece de nuevo. - Bueno, yo de esas cosas no me río; dicen que la mujer de Agustín no le dejó tocar nada, ella me dijo que creía en el lobisón, la verdad es que, como ser, cara de india tiene, y los indios eran muy de todo eso. - Elche, Agustín vivió aquí como veinte años, cuando yo venía por semillas o a buscar alguna herramienta estaba todo igual, aunque no me fijaba mucho. Fortunato caminó hacia las ruinas. La doble pared daba a la construcción un espesor que solo justificaba una obra de grandes proporciones. En su juventud había andado por los andamios, algo sabía de todo eso. - Esto tuvo una altura de más de diez metros, Elche; y no fue casa de nadie, ni molino, ni silo, ni nada parecido. Se apoyó en la pared; la memoria huyó silenciosa, veloz. A los quince años había escapado de su casa, rumbo a Montevideo, y sobrevivido de changa en changa, de fatiga en fatiga: mandadero de tienda, auxiliar de botica, repartidor de carne, limpiador de tambo, cajonero y barrendero en el mercado Agrícola..., casi todas transitorias, de corta permanencia, dado su carácter independiente y altanero. Cuando no tenía dinero para pagar una pensión, se arreglaba para dormir en cualquier lado, en verano en las plazas, en invierno donde lo sorprendiera el fin del día, acurrucado en el portal de una iglesia, en las obras, pidiendo asilo en algún convento, y a veces en alguna casa abandonada, a la que se colaba y abandonaba al amanecer. Muy pronto el corazón, cómplice de la memoria, comenzó a agobiarlo con otro cansancio, con esa máscara de nostalgia tras la que a veces se oculta el miedo y la inseguridad; pero no quiso volver a su pago, supo resistir la tentación de pedir dinero y rechazar airado las ofertas de protección, invariablemente sospechosas. Una noche durmió en una obra en construcción y los obreros lo descubrieron al llegar. El capataz se compadeció y lo contrató para cargar ladrillos; al poco tiempo, vista su disposición y energía, lo pusieron en planilla. El tiempo supo pasar, y ahora era peón de albañil, tenía veinte años y trabajaba en la construcción del Estado Centenario, conchabo seguro y por no poco tiempo. Pero no le alcanzaba con levantar ladrillos y azotar mezcla; no le interesaba el dinero, bastaba que fuera bastante para comer y pagar la pensión. Otra era su necesidad: quería saber. Su curiosidad acosaba al capataz con preguntas más o menos pertinentes: qué cálculos había que hacer para que las casas no se cayeran, por qué había que usar varillas de fierro, quién inventó la plomada y el nivel, con qué se hacían las casas antes de inventarse el portland, en cuánto tiempo la herrumbre se come una varilla... Pero también sobre otros puntos que le preocupaban, preguntas para las que ni el capataz ni los compañeros tenían respuesta, y que hasta más de una vez provocaban disputas entre ellos: si la viuda y los hijos del obrero que se cayó del andamio tenían derecho a seguir cobrando el jornal del muerto y por cuánto tiempo, de dónde salía el dinero para construir el Estadio, por qué un mótorman de tranvía ganaba más que él, en qué trabajaban los soldados, por qué metían preso al que robaba para comer, de qué vivían los curas y para qué estaban, para qué servían los bancos... El capataz pasó pronto de las respuestas razonables a las burlonas, y de ahí al fastidio y al mal humor. - Mirá, botija, me tenés esgunfio, decís que hiciste toda la escuela y no sabés nada, por qué no vas a un liceo si querés aprender...¡o quién te creés que soy, Zorrilla de San Martín! Tomó el consejo al pie de la letra y se matriculó en un liceo nocturno, al que concurrió con férrea militancia. Una mañana, pasados tres años del campeonato mundial y de la exultación nacional con epicentro en el Estadio, Fortunato, frotacho en mano y trepado en un andamio frente a un edificio de la Plaza de Cagancha, vio soldados a caballo y policías patrullando las calles; sospechó que algo fuera de lo común había sucedido. A la hora del almuerzo compró "La Tribuna" y se enteró de que el presidente Gabriel Terra habia dado un cuartelazo y mudado al Cuartel de Bombeross, algo que algunos llamaban golpe de Estado, con medidas de fuerza, cierre del Parlamento, persecución de políticos y dirigentes gremiales, destierros y confinamientos. Preguntó a los compañeros qué sigificaba todo eso y la respuesta lo dejó perplejo: el presidente era ahora un dictador y podía mandar solo y lo que quería. Muchos políticos estaban escapando para Buenos Aires, otros eran enviados a prisión, y unos cuantos ya habían sido llevados a la Isla de Flores. Nada entendía, pero dada la importancia de la noticia, que sin saber por qué le sabía mal -cómo es posible que una sola persona pueda mandar a su antojo y lo que se le ocurra- se creyó con derecho a suspender la tarea y consultar a uno de los arquitectos de la obra. Un profesional le explicaría lo que estaba sucediendo. Bajó a la cancha donde sus compañeros paleaban el hormigón y buscó a alguien que conocía de vista. Venía en coche, no saludaba a nadie y examinaba minuciosamente la marcha de la obra; era, sin duda, un arquitecto. Lo vio de lejos; alto, rostro de palidez verdosa, vestía traje blanco y sombrero panamá. La corbata de moñita roja y camisa de seda, los puños anchos y los gemelos dorados, condecían con sus ademanes algo perfilados. Al tiempo que formulaba observaciones al capataz, esgrimía displicente una boquilla con la que señalaba algunos detalles. No lo dudó y avanzó sin titubeos: se limpió las manos en el trasero y fue derecho, casi tarareando de seguridad. "A ver si éste me dice qué es lo que está pasando..." - Disculpe señor arquitecto, pero leí en el diario que el presidente cerró el Palacio Legislativo, que metió preso un montón de gente y a algunos los está mandando a una isla; le pido que me explique qué es lo que pasa porque usted es arquitecto, sabe lo mismo que un profesor, y esto es una cosa importante, por eso quiero saber. El hombre de blanco bajó la vista y miró estupefacto a aquel joven bajo, algo obeso, en traje de fajina, cargado de espaldas y cuello corto, los ojos grises muy abiertos y voz de tiple. Se trataba de un obrero, por su aspecto parecía ser de los que estaban azotando mezcla en la fachada; y he aquí que algo se le había cruzado en la mollera y venía a interpelarlo a él, al arquitecto, sobre la situación política...y ni siquiera se había quitado la gorra de albañil encasquetada hasta las orejas...Vaya rareza, y esos mechones rubios asomándole sobre las orejas...increíble. Guardó silencio, que Fortunato interpretó como destinado a elaborar una respuesta, y lo miró con expresión de curiosidad, con ojo de entomólogo que intenta clasificar una especie desconocida. Y de pronto comenzó a hablarle en voz baja; la respuesta fue invertebrada y difícil, la boca apretada y cortante, tropezada de ira, y llevó a Fortunato a la cima de la admiración. Nunca nadie lo había abaldonado con semejante filo, con tal arte de imperio y malevolencia. - Usted es un obrero y su lugar está en el andamio; deje la política para el que sabe, que eso no es asunto suyo. Retírese y no sea atrevido, vaya a trabajar; y aprenda a dirigirse a las personas y no interrumpa cuando vea a un señor conversando, y sepa que los temas políticos no son para analfabetos. Fortunato sintió ardor en la garganta y pujo de lágrimas; apretó los puños y solo atinó a balbucir. - Yo leo el diario, y sé escribir, señor... Pero no pudo seguir, se sintió mojado, se había meado de rabia. Pocos meses después el Sindicato de la Construcción declaró una huelga en demanda de aumento del salario, pago doble para el trabajo nocturno, seguros para los accidentados, supresión del trabajo a destajo y otras reivindicaciones de derechos suprimidos por la dictadura. Uno de los compañeros afilió a Fortunato y lo invitó a una reunión algo reservada. El local era estrecho, arrinconado en una esquina próxima al puerto y atestado de gente, humo y gritos. Los oradores enhebraban un solo discurso interminable sin llegar a concretar mociones. Uno de los dirigentes cerró el acto exhortando a organizar la lucha sindical, con una proclama que fue luego impresa y volanteada. - Ni una obra, ni una fábrica, cantera, horno de ladrillos o taller debe quedar desorganizado. Todos los personales con sus delegados, o comité de fábrica o empresa. Todas las comisiones funcionando. Nada debe quedar librado a la espontaneidad o la improvisación. Cada afiliado, un dirigente. ¡Ese es nuestro lema, nuestra sagrada consigna! El discurso exaltó a Fortunato. Hubo un regusto de poder y de coraje, un impulso de lucha, por lo que se atrevió a levantar la mano y hablar. - Me parece bien todo eso. Hace poco fui maltratado por un arquitecto cuando le pregunté por qué habían cerrado el Palacio Legislativo y encerrado a un montón de políticos en una isla; por eso yo quiero protestar también. Creo que lo mejor es hacer un desfile por la calle 18 de Julio con las palas y todas las herramientas, y si los soldados nos dicen algo hay que tirarles piedras y faltarles el respeto como me lo faltaron a mí, romperles los vidrios de las casas, eso es lo que hay que hacer; porque eso del salario y del seguro es importante, pero es más importante que aprendan a respetar a la gente, que nadie vale más que nadie; y si no, hay que echar al dictador y a los sinvergüenzas que están con él y meterlos presos a todos. Habló transportado, sin pensar, transido de sentimiento político, y comenzó a traspirar, la respiración se le agitó y tuvo impulsos de golpear. Alguien que estaba a su lado le tiró del pantalón. - Mirá, sentate, no hablés más, mejor dejá que ellos decidan. |
Jaime Monestier
Colihue Sepé Ediciones S.R.L.
Montevideo, 2000
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