La tormenta Cuento de José Monegal
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Celedonio Arellano con permiso de quince días, dejaría la hacienda. Llegaría al rancho donde su amor vivía y con su amor iría al Juzgado. Amaneció radiante el sol. Celedonio amargueó en rueda de compañeros escuchando, impávido, bromas de subido color. Idos después todos al campo, a sus menesteres, enderezó al baúl. De él sacó las prendas para el casorio: un saco de lustrina que brillaba como espejo, camisa floreada, gran pañuelo de seda, pantalón bombilla. Este problema del pantalón costó bastante tiempo resolverlo. Casarse de chiripá le parecía indecente; de bombacha, ordinario. El había estado en dos o tres reuniones partidarias y en ellas vio, siempre que los jefes llevan pantalón bien ceñido, apretado por altas botas de charol. También contaba con botas relumbrosas. Todo eso iría bajo un poncho color bayo, de flequillos. El sombrero copuro, de ala cortona, sería el remate digno del citado equipo. Montó a caballo. Fue despedido por cocineras, lavanderas, sirvientas y peón casero. Aún sonaban los cascos de su montado cuando comenzó un cruce de comentarios. La negra Sensata decía; —-Es una mesma estampa Celedonio. —A mi me pareció un mico —rezongó el peón casero. —Lo que es yo —habló una de las sirvientas — digo que la mulata Asunción ha copao muy güena banca; Celedonio es hombre de trabajo... y esa figura que hoy lleva es como pa calentarle la sesera a cualisquir mujer. —No le arriendo la ganancia a la mulata —murmuró el casero. —Es claro, como a vos te disparan hasta las cruceras te redetís de envidia. Y mientras seguía el general disparatario, Arellano seguía corriendo el camino. Allá por las diez de la mañana, caliente el aire, llegó al rancho de una tía suya. Entonó el pecho con un licor de pitangas y la garganta con un jarro de agua de cachimba. —Tía, mañana nos acoyara el Juez... —¡Dios te ayude, hijo... Celedonio almorzó tres platos hondos de locro y luego echó una breve siesta. De nuevo sobre el caballo lo puso al trote. El calor agobiaba. Iba chiflando una tonada alegre llevando en los ojos la imagen de Asunción. La veía llegando al rancho del Juez, apretado el cuerpo por el blanco vestido que él le había llevado del pueblo, haría cuatro meses, cuya poliera caía en ondas finalizando en flecos. Luego subiría al sulky — que el pulpero Narciso le prestaría — y él flanqueándola de a caballo la llevaría al rancherío ... Retumbó un trueno, muy lejano. Volvió la cabeza. Una nube negra, enorme avanzaba sobre los campos. En ella culebreó un relámpago. Puso el montado al galope. A pesar que el sol aún hacía vibrar el pasto, sobre la tierra había caído un silencio profundo, impresionante; Pasó rozando un bando de ñanduces que lo contemplaron inmóviles. . En eso sintió chicotear en el sombrero una gota de agua. Tuvo intenciones de sacárselo y ampararlo. En tal duda iba cuando otro impacto sonó sobre el ala. Allá fue el sombrero abajo del poncho. Eran unas gotas encorpadas, que caían en tardos espacios de tiempo. No tardó mucho que otra le batió la mejilla y poco después otra la punta de la nariz. El sol había desaparecido. La negrura se iba aplastando sobro el llano. El tordillo inquieto comenzó a estirar las patas. Fue cuando oyó aquel zumbido grave, como una ronca queja tendida cuyo sonar iba cobrando cada vez más alto calibre. Y lo azotó la primera racha que le levanto el poncho por encima de la cabeza. Y en seguida sintió la carga del viento desalado en medio de un relampagueo deslumbrador y de un horrendo explotar de truenos, Y ahí fue un caer de agua que lo aplastó, como si el Tacuarí hubiera remontado al cielo para desplomarse sobre él con islas, montes, camalotales, tarariras, bagres, carpinchos, nutrias y monteadores. El tordillo paró en seco, quedó trémulo. —¡Mira en qué hora y punto te dio por estaquiarte — bramó Celedonio — los rayos cayendo...! ¿No sabes que sos tordillo y que en menos de un decir Jesús saltamos achicharraos? (Existe una creencia, en el campo, que el caballo de pelo tordillo atrae el rayo). Clavó espuelas, insensato; pero el caballo no se movió. En ese instante se descolgó el granizo. Caían en ráfagas frías, espesas, las piedras, algunas como mingos de casín en el juego de billar. Su cabeza empezó a crepitar como si el cuero de ella fuera el de un tambor que un músico infante redoblara con cuarenta palillos. Y el sonar no era nada; el pegar es que se fue tornando trágico pues cada piedra bajaba con la velocidad de un balín escupido por pistola. Se tiró, desesperado, bajó de un tirón el recado y puso la carona en defensa de su testa. Alivió en algo las descargas, pero al multiplicarse el pororó de los impactos; sobre el cuero duro le pareció ganar en el mismo infierno. Súbitamente el tordillo, presa de un ataque de enajenación, comenzó a bailar como trompo, adornando el baile con un abanico de coces. Una alcanzó, de refilón, en la espalda de Celedonio. El calculó que por lo menos tres costillas le quedaron abolladas... Soltó las riendas, con las que había sujetado al montado y lanzó un alarido sobrecogedor. El tordillo desapareció entre los elementos conmocionados en un galope diabólico. La tempestad, por ser de verano fue brava, pero corta. Pasaron los escuadrones tronitantes, se rasgó el cielo, triunfó su azul, al fin el sol de aquella tarde de diciembre tembló en los charcos, hizo rutilar cada gota colgada en cada pasto. Celedonio sentóse sobre la carona, aplastó su espalda contra el alambrado, y rompió a llorar. Al anochecer, a pie» con el apero a cuestas, llegó a la pulpería de Narciso. Adentro ya saludó con voz desmayada: —Güeñas noches.. ¿Cómo te va, Narciso? —Narciso habló: —¿Bien y usté? Pero.. no lo conozco, amigo. —¡Canejo! ¿No conoces a tu aparcero Celedonio Arellano? Hubo una exclamación de sorpresa por parte del pulpero y de cinco o seis clientes que allí estaban. —¡Pero, hermano, cómo te iba a conocer con esos setenta tolondrones que tráís en el mate! E! peón recordó la pedrea melancólicamente dijo: —Es verdá, hermano. La tormenta me cayó encima. Acuello jué pior que disparar de caballada con yo en medio, y de a pie... Pero eso no es hada. Me diba a casar con Sunción, a pedúte el sulky venía. . Hubo un breve silencio. Después habló Narciso: —¿Sunción? ¿El sulky? Mira, hermano: hoy de madrugada me llevó el sulkv el tuerto Lemes, y con él pasó hará una hora con Sunción arriba... Juyó con él la mulata .. El rostro de Celedonio se volvió espantable, más aún de lo que estaba cargado con aquellos chichones gigantescos. —¡Tuerto bandido! ¡Ande lo encuentre lo mato! Inconsciente enderezó a la puerta. Ahí estaba un viejo, el tropero Marcio, que pudo sujetarlo, diciéndole; —Vea mozo: siéntese y repárese un poco.. Y en vez de dir a matar a! tuerto debe darle las gracias ande lo tope por el servicio que le ha hecho. Si la mulata se enarboló con él jué por los pesos que ha ganao contrabandiando. No pasa un mes que lo deje, dispués que le desinfle el cinto... Y no le digo más, que de güena se ha escapao. Sentóse Celedonio y se estuvo más de medía hora ensimismado. Hasta que bruscamente púsose de pie, gritando: —¡Bendita siá la tormenta, canejo! ¡Me enchinchonó tuito, reditió el sombrero, acordionó los pantalones, ensopó el poncho, encogió las botas y puso en juida al tordillo; pero sin ella el tuerto no me hubiera ganao de mano! Desprendió el cinto y poniéndolo sobre el mostrador terminó el discurso. —Buchón lo tréigo, hermano Narciso; vamos a hacer un festejo por la soltería que me ha caído! Una semana, borracho de punta a punta pasó Celedonio Arellano. Cuando desaparecieron los últimos pesos de su cinto y los últimos chichones de su cabeza, montó el tordillo —que pudo rescatar— y enderezó a la estancia donde trabajaba; donde trabajó hasta el fin de sus días, solterón y dichoso.. . |
José Monegal
(Especial para EL DIA)
Suplemento Dominical "El Día" 6 de febrero de 1966
Escaneado, texto y dibujo, por el editor de Letras Uruguay
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